El Gran Carlos Montemayor opina sobre educación…

Universidad pública y privatización del conocimiento

En los tiempos todavía no muy remotos de Juan Jacobo Rousseau,la soberanía popular y los derechos esenciales de los ciudadanos se derivaban fundamentalmente de un supuesto político, no histórico, llamado Contrato Social. La globalización está prescindiendo de ese supuesto y ya no es fácil asegurar que la libertad de los pueblos o la soberanía popular signifique la integridad de un Estado

Carlos Montemayor

Los vastos y variables conceptos de «conocimiento» y «educación» han recibido diferentes impulsos, orientaciones y recursos cuando el beneficio del proceso educativo se ha concentrado en los objetivos de una elite, de un sector económico o político o de un Estado nacional. En mayor o en menor medida, estas diferentes orientaciones han coexistido en el transcurso de muchos siglos, tal vez milenios. Tanto en el interior de cada país como en los núcleos poderosos del mundo, las elites, las aristocracias, las clases populares y medias, el Estado, y ahora las corporaciones trasnacionales, han afectado las tendencias de la educación y del desarrollo del conocimiento científico y tecnológico de diversas maneras y en función de específicos intereses.

A pesar de esto, algunos valores parecen haber permanecido en la noción del conocimiento como elementos centrales y posibles de la educación (entendida no sólo en el ámbito del conocimiento científico y tecnológico, sino también del conocimiento humanístico). Estos valores centrales y posibles, reiterados a lo largo de muchas culturas y épocas, corresponden, primero, a la posibilidad de transmitir el conocimiento; segundo, a la posibilidad de producirlo o ampliarlo y, tercero, a la posibilidad de beneficiarse de él.

Ahora bien, ¿debemos ver ya la educación y las innovaciones tecnológicas como parte de una nueva naturaleza del conocimiento? ¿Podemos seguir pensando que la educación es un compromiso de Estado o que sólo se trata de un sector de servicios sujeto a ciertas leyes de mercado?

El 18 de diciembre del año 2000, la delegación de Estados Unidos presentó ante el Consejo del Comercio de Servicios de la Organización Mundial de Comercio (OMC) una propuesta para que se liberara el comercio de los servicios de enseñanza superior, considerados como un «importante sector de la economía mundial». Entre junio de 2001 y marzo de 2002, lo mismo hicieron las delegaciones de Nueva Zelanda, Australia y Japón. Patricia Gascón Muro y José Luis Cepeda Dovala destacaron que el documento de la delegación estadunidense consideraba que los servicios de enseñanza superior constituían, cada vez más, una actividad empresarial internacional «que complementa el sistema de enseñanza pública y contribuye a la difusión en todo el mundo de la moderna economía del conocimiento... (que) puede ayudar a que se disponga de una fuerza de trabajo más eficiente, permitiendo a los países mejorar su posición competitiva en la economía mundial.» Por ello el documento señalaba que el objetivo de la propuesta era «ayudar a establecer condiciones favorables a los proveedores de servicios de enseñanza superior mediante la reducción de los obstáculos que se oponen a la transmisión de esos servicios más allá de las fronteras nacionales…»1

Pero hablar de «proveedores» nacionales o trasnacionales de servicios de enseñanza superior es ya postular por encima de la educación el concepto de «mercado»; es ya una precisa y tendenciosa politización de los fines educativos. Un lenguaje así inserta la educación en la globalización como un hecho independiente de los intereses de un Estado, de una nación o de una comunidad; le sustrae su importancia como función pública y la define sólo por una orientación supranacional.

En este contexto, nociones como «conocimiento» y «educación» adquieren otros matices; dejan de ser nociones dependientes de un proceso de transformación o de responsabilidad social. Convertir a un sistema educativo formulado para impulsar el desarrollo de un país como sólo un competidor más frente a «proveedores» trasnacionales significa contraponer o someter los intereses de una sociedad o de un estado a los intereses de un «mercado» que quiere, precisamente, abolir al Estado mismo, o, al menos, cancelarlo en esas precisas funciones.

Ciertos rasgos discursivos del Acuerdo General de Comercialización de Servicios, particularmente en las cuatro modalidades que considera la OMC, impiden, por el empleo de palabras claves, toda posibilidad de ver la educación como un proceso social o como un elemento impulsor de la transformación de un país. Destaquemos las siguientes expresiones de estas cuatro modalidades2: En la primera modalidad se apunta que sólo the service itself crosses the border (el servicio mismo cruza la frontera). Aquí, a diferencia de los bienes que cruzan la frontera, a la enseñanza se le llama «el servicio mismo». Se piensa que esta modalidad podría crecer rápidamente en el futuro por el uso de nuevas tecnologías para la enseñanza a distancia. En la segunda modalidad se especifica que a some consumer moves to another country (un consumidor del servicio se traslada a otro país). El ejemplo que proporcionan es, por supuesto, el de un estudiante que viaja al extranjero a estudiar y a quien ahora le llaman «consumidor del servicio». La tercera modalidad se refiere a las facilidades en el extranjero para el establecimiento de education providers (proveedores de educación), ya sea permitiéndoles establecer sus propios campus o asociarse con otras instituciones domésticas. La cuarta modalidad alude a personas concretas, profesores o investigadores, que viajan a otro país para provide an educational service (proporcionar un servicio educativo).

Estas expresiones disuelven de entrada nociones tales como formación o compromiso social del educador o del educando, integración o afirmación cultural de maestro y alumno. Con esta orientación de lenguaje, la educación, ciertamente, desaparece como una responsabilidad de Estado y se transforma en algo impersonal, amoral o fuera de todo contexto de identidad cultural. Más aún, con este lenguaje, la educación básica no se reconoce como una política de Estado ni como parte de un esfuerzo nacional o público por impulsar la transformación de la sociedad entera, sino tan sólo como un trámite que algunas personas tienen que llenar para convertirse más tarde en consumidores de servicios especializados a los que se acercarán según las tarifas más convenientes del mercado.

En otros términos, los grandes consorcios globalizadores están creando, y ahora así lo impulsan, su propio orden educativo, un sistema de enseñanza acorde con sus necesidades, con su visión del mundo y con sus planes de expansión mundial. No basta con expandir capitales, mercancías y maquiladoras, es necesario crear una elite internacional de «consumidores de servicios de educación» que constituya «una fuerza de trabajo eficiente» en distintas regiones del mundo. Esto los lleva a impugnar la responsabilidad pública de la educación y a imponer una visión global aparentemente neutra de la educación de elite. Como en otras épocas donde la educación estaba sólo al servicio de la aristocracia, ahora se le formula como una prestación de servicios para una elite global, no para servir a pueblos concretos.

Hay que destacar, sin embargo, que los prestadores trasnacionales de servicios educativos no confían propiamente en las «leyes del mercado»; por el contrario, con una actitud más pragmática, prefieren contar con la fuerza de sus gobiernos: ellos son los que promueven, desarrollan y negocian el avance de los Acuerdos Generales de Comercialización de Servicios.

El mercado trasnacional de la educación superior

Es difícil saber cómo se conforma y evoluciona el mercado trasnacional de la educación superior en México y en América Latina porque no se cuenta con una observación adecuada que detecte los desplazamientos que lo afectan y porque la investigación especializada es todavía incipiente. Sin embargo, es notorio el aumento de «proveedores» no gubernamentales en la educación superior y el repliegue financiero del Estado que año con año canaliza menos recursos a la educación superior pública. Sylvie Didou Aupetit señala que la provisión trasnacional de educación superior en México ha tenido manifestaciones múltiples, pero no suficientemente documentadas, desde la mitad de los años 90 del siglo pasado, cuando instalaron campus en México parte de las pocas instituciones extranjeras como Westhill University, Endicott College y Westbridge University. La autora destaca que tanto especialistas como la prensa han mencionado recurrentemente, en cambio, un hecho hasta ahora aislado: una empresa de Estados Unidos, el grupo Sylvain (Sylvain Learning System), de Baltimore, adquirió una de las grandes universidades privadas conocida como la Universidad del Valle de México, la cual ahora forma ahora parte de un consorcio de universidades en Chile, Suiza, India, España, Costa Rica, Panamá y Estados Unidos, lo que asegura la movilidad de los estudiantes en la propia red y le permite a cada campus presentarse como una opción nacional con proyección internacional3.

Ahora bien, a principios del siglo XXI en México había cerca de 2 millones de estudiantes de educación superior y 72 por ciento de ellos se encontraba en universidades públicas.4 Pero esta «oferta» educativa para los jóvenes de 20 y 24 años cubría sólo 18 por ciento de la población en edad de prepararse en instituciones de educación superior. Ante estas cifras resulta imposible afirmar que la educación superior en México sea un fenómeno de mercado, puesto que el aumento de la población estudiantil en educación superior no se logrará con una mayor «competencia» del mercado privado nacional o trasnacional, sino con una política de Estado que considere ese objetivo como una necesidad de planificación pública. Por otra parte, el aumento del sector privado en educación y la constitución de un sector trasnacional no bastarán para resolver el déficit de oferta en la educación pública, pues el objetivo de estas instituciones no es resolver el insuficiente cupo del sector público, sino captar cierto sector social del total de consumidores posibles de educación superior; es decir, 3 por ciento de la población en edad de recibir tal educación.

Por ello, primero, conviene que la educación superior se vea como una responsabilidad de Estado si el objetivo de la educación es la superación del país mismo y no sólo la preparación de una élite. Segundo, si este propósito de beneficio nacional fuera cierto, el Estado no debería reducir los recursos destinados a las instituciones públicas de educación superior, que son las que afrontan la mayor responsabilidad social, pues tal reducción no generaría mayor «competencia» en el mercado: tal abandono significaría la abdicación del compromiso del Estado en el fortalecimiento de la nación misma. Tercero, como ya hemos dicho, la educación superior privada y trasnacional «capta» a consumidores de una elite social, pero no se propone solucionar el déficit de educación pública ni asegurar la expansión de los servicios educativos en más sectores sociales. Por tanto, cuarto, si lo que nos propusiéramos fuera el desarrollo del país como responsabilidad del Estado, deberíamos ver la educación como un índice esencial de nuestro desarrollo humano y social, como un eje básico de un proceso de bienestar de una sociedad entera, y no como la producción específica de una elite de profesionistas al servicio de las empresas transnacionales.

El conocimiento como patente

Hasta aquí hemos comentado algunos aspectos de la conversión de la educación en un servicio comercial. Ahora pasemos a cierto quiebre esencial en la idea del conocimiento. Antes, cuando la universidad pública era el gran camino para México y los países del sur del continente, creíamos que el conocimiento era un patrimonio de la humanidad, una conquista de la evolución humana. Ahora el conocimiento se está aceleradamente convirtiendo en una patente, en una mercancía, en un secreto de empresas trasnacionales que lo consideran ya no como un patrimonio del ser humano, sino como una propiedad privada. Esto no es una evolución de la especie humana, esto es un retroceso.

En los últimos años del siglo XX se aceleraron en varias zonas de Estados Unidos los acercamientos entre universidades y empresas privadas. O mejor, se iniciaron los procesos de establecimiento de corredores de centros de investigación científica y tecnológica donde la vinculación de universidades ha sido cada vez más estrecha con grandes corporaciones trasnacionales. Uno de los ensayos iniciales más sugerentes sobre este proceso en el caso de universidades y empresas de Estados Unidos fue publicado en 2000 por Masao Miyoshi.5

¿Cómo se han estrechado las relaciones entre la industria y las universidades? Primero han formado compañías que constituyen una comunidad de Investigación y Desarrollo (comúnmente designadas en Estados Unidos como proyectos o comunidades R & D, Research and Development, Investigación y Desarrollo), donde los beneficios para estudiantes y graduados son los empleos y el entrenamiento y los beneficios para las compañías son la información y la tecnología generada por las universidades.

Las patentes académicas sostuvieron 250 mil empleos de alta remuneración y generaron 30 mil millones de dólares en la economía estadunidense en el año fiscal de 1997, cifra destacada en comparación con los 212 mil 500 empleos y los 24 mil 800 millones de dólares del año anterior. Por otro lado, algunas de las universidades ligadas con marcas y compañías han crecido en las corporaciones formando parques industriales de investigación como Silicon Valley, Route 128, Research Triangle (universidades de Duke, de North Carolina y la estatal de North Carolina), Princeton Corridor, Silicon Hills Texas, la Medical Mile (Penn y Temple University) Optics Valley (Universidad de Arizona) y el Golden Triangle (Universidad de California en San Diego). Estos son los nuevos perfiles o entornos, ha comentado Miyoshi, de los campus universitarios estadunidenses a finales del siglo XX, que contrastan, pongamos por caso, con las capillas, pubs y librerías de los venerables campus de Oxford y Cambridge.

Los apoyos de investigación que el sistema de la Universidad de California recibió en 1997 rebasó los mil millones y medio de dólares. Otras universidades dispusieron igualmente de cantidades considerables como la Johns Hopkins University (942 millones de dólares) o el MIT (con 713 millones). Los beneficios que universidades como éstas recibieron de las corporaciones mediante subsidios o fondos especiales o por regalías de patentes cedidas o compartidas, llegaron en 1997 a 11 mil millones de dólares. En otras palabras, en el caso del sistema de la Universidad de California, por cada dólar que el estado proporcionó a la universidad, ésta generó cinco dólares más por otros fondos y mecanismos. Tales argumentos financieros crean la convicción de que esto debe considerarse como el futuro de la investigación universitaria en Estados Unidos y en el mundo.

Pero algunos engaños subyacen en este aparente florecimiento de aportaciones, invenciones, avances tecnológicos, beneficios económicos, empleos, incluso en las urbanizaciones de las áreas donde los corredores de centros de investigación universitaria se han establecido. El primer riesgo está en el hecho mismo de los propósitos centrales de las corporaciones: patentar el conocimiento, es decir, convertirlo en una propiedad intelectual de patente, lo que excluye a «los demás» de participar en él. La comercialización de patentes bloquea e impide el libre flujo de información a través de reportes y publicaciones académicas, como fue habitual en «el pasado de la humanidad». Las patentes retrasan la diseminación de información y el principio de libre investigación se trunca. Sin embargo, en lo que a razones financieras concierne, la investigación universitaria sostenida con fondos especiales provenientes de consorcios trasnacionales es un apéndice final de una larga cadena educativa que desde el inicio subsidió el Estado a través de la educación básica y la media superior. Ese patrocinio inicial debería bastar para compartir el acceso pleno a todos los descubrimientos e inventos creados en la fase de la educación superior subsidiada por las empresas.

De aquí podemos derivar, por tanto, que si el primer riesgo es la privatización del conocimiento, el segundo es la privatización de los beneficios. Las regalías que los científicos y universidades reciben son mínimas comparadas con las ganancias de las grandes corporaciones trasnacionales y de la elite de los empresarios dirigentes. Miyoshi se pregunta: «¿Debería una parte de estas ganancias corporativas retornar a los contribuyentes?» Podemos afirmar nosotros que hay un engaño al callar el uso de fondos públicos para la investigación, pues los beneficios no retornan a la comunidad.

La privatización del conocimiento

La presencia de la libre empresa en la academia no crea una nueva conciencia académica: la altera, la inmoviliza, la privatiza, la compra, la explota, pero no la conduce ni la fortalece como patrimonio social, cultural ni universitario.6 Lentamente los académicos o investigadores se convierten en empleados o jefes corporativos. Esta es la tendencia en todas las universidades o instituciones de investigación capaces de atraer intereses corporativos. «Pero, ¿y qué ocurre fuera de la comunidad de negocios?»7 Podríamos abundar aún más: ¿qué pasa con la ciencia y la educación humana fuera de la privatización corporativa del conocimiento y las universidades? ¿Hay alguna instancia que asuma este vacío como responsabilidad? No sólo esto: ¿debe alguna instancia académica asumir estos temas como su responsabilidad de análisis e investigación propia?

Decíamos al principio que los vastos y variables conceptos de «conocimiento» y «educación» han recibido diferentes impulsos, orientaciones y recursos cuando el beneficio del proceso educativo se ha concentrado en los objetivos de una elite, de un sector económico o político o de un Estado nacional. También, que en mayor o en menor medida, estas diferentes orientaciones han coexistido en el transcurso de muchos siglos, tal vez milenios. Y que a pesar de esto, algunos valores parecen haber permanecido en la noción del conocimiento como elementos centrales y posibles de la educación: primero, la posibilidad de transmitir el conocimiento; segundo, la posibilidad de producirlo o ampliarlo y, tercero, la posibilidad de beneficiarse de él.

La posibilidad de transmitir el conocimiento constituye la base de la educación, es cierto. Pero esa transmisión depende esencialmente de dos premisas: primero, la naturaleza «transmisible» del conocimiento mismo; segundo, las condiciones sociales que tornen posible esa transmisión. La dinámica actual del mercado trasnacional y privatizador de los servicios de educación inciden negativamente en ambas premisas: socialmente sólo se dan condiciones propicias para que a una elite social pueda transmitirse el conocimiento (es decir, sólo una elite puede convertirse en «un consumidor del servicio de educación» porque el ser consumidor no es un derecho, sino un privilegio: únicamente el que dispone de recursos económicos puede disfrutar de esa transacción comercial). En el campo pedagógico, sólo cierto universo del conocimiento puede transmitirse por las vías de tales servicios: aquel que fundamentalmente interese o sirva a la fuerza de trabajo que internacionalmente necesite el «mercado», no el que necesite o requiera un país, un pueblo, una nación.

En cuanto al segundo valor que hemos registrado como permanente en la noción del conocimiento, el que corresponde a la posibilidad de producirlo o de ampliarlo, debemos entender que también enfrenta un contexto adverso. Las condiciones actuales reducen cada vez más las posibilidades de entender la producción y ampliación del conocimiento como una acción pública o social; se le tiende a ver como una función privada. Esto genera un grave retroceso en la libertad de investigación y en el intercambio de resultados. La capacidad administrativa de la producción del conocimiento está desplazando la esfera de la capacidad propiamente universitaria y científica.

Este desplazamiento financiero ­básico en el proceso «globalizador» de la producción y ampliación del conocimiento­ se revela a profundidad en el tercer valor que propusimos al inicio de este análisis: los beneficios del conocimiento. Ciertos conocimientos científicos y su producción misma se han convertido en patentes, mercancías y secretos de empresas. Y no se reduce esto al mundo de las patentes medicinales, sino a otros campos: los de la producción de alimentos y granos, los del conocimiento y conservación de la biodiversidad, los del control y tratamiento del agua. Los consorcios trasnacionales avanzan con firmeza en la investigación científica de estas áreas no como proyectos en beneficio de la humanidad, sino como proyectos a costa de clientes cautivos. Las tres últimas administraciones federales de México se han doblegado a esta faceta del conocimiento visto como propiedad de patentes de multinacionales y no como acciones indispensables de gobiernos e instituciones de educación superior.

Desde noviembre de 2003 la administración federal del gobierno mexicano propuso, por ejemplo, como parte de su ejercicio presupuestal para 2004, la desincorporación, liquidación, extinción o fusión de 17 organismos públicos aduciendo escasez de recursos. Entre estos organismos destacaban el Colegio de Postgraduados de la Universidad de Chapingo, el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias, el Instituto Nacional para el Desarrollo de Capacidades del Sector Rural, la Comisión Nacional de Zonas Aridas, el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua, el Fideicomiso de Formación y Capacitación para el Personal de la Marina Mercante, Exportadora de Sal y Transportadora de Sal.8

Cada uno de estos organismos, más que representar una carga presupuestal excesiva para el gobierno mexicano, constituyen un obstáculo para los negocios de trasnacionales vinculadas con la producción alimentaria, el control de suelo, de recursos forestales, de mantos acuíferos, de marina mercante y de comercio de sal. La desaparición de estos organismos adelgaza al Estado mexicano, sí, pero en beneficio del proceso de privatización en estas amplias áreas esenciales para la soberanía y control de nuestros propios recursos forestales, pecuarios, acuíferos y de suelo.

Dejar al país sin recursos humanos de alto nivel en estas áreas esenciales para la vida productiva y económica del país significa ceder el país formalmente al «conocimiento técnico» de los consorcios trasnacionales. Aquí, la renuncia a la transmisión, producción y ampliación del conocimiento, equivale a la renuncia a los beneficios de la educación y el conocimiento mismos.

Algunos se dirán: si ya existen empresas como Kellog’s, Monsanto y Dupont, ¿para qué necesitamos entonces el Colegio de Posgraduados de la Universidad de Chapingo o el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias? Si hay consorcios trasnacionales capaces de cubrir todas las áreas técnicas del país, ¿para qué ocuparnos de preparar recursos humanos calificados en esas áreas de competencia? Algunos gobiernos creen que deben apartarse de aquellas áreas capaces de convertirse en negocios privados. Lo grave de esto es que el siguiente supuesto podría ser de un momento a otro el siguiente: si ya existen grandes consorcios en el mundo, ¿para qué seguir gastando en el país, para qué gastar en la formación de cuadros científicos nacionales en lugar de gastar en otras áreas estratégicas? En otras palabras, empieza a cancelarse la posibilidad del beneficio público a través de la transmisión del conocimiento y de su producción y ampliación.

La aportación creciente de fondos para numerosas universidades públicas y privadas de Estados Unidos comenzó a modificar la naturaleza de la universidad en ese país, hemos dicho. También comenzó a modificar algunas ideas esenciales sobre el «conocimiento científico». Tales modificaciones están afectando negativamente los conceptos de universidad, educación superior e investigación científica en otros países de las regiones que la globalización ha convertido en «el sur». Los beneficios de la educación y del conocimiento, pues, se deslizan aceleradamente a las arcas privadas, no al bienestar de los pueblos.

Pero no hay «mercado» que justifique el desmantelamiento de los estados. Que obligue a los pueblos a aceptar que la educación y el conocimiento se cancelen como parte de una acción social y humana y se reduzcan sólo a un acto comercial. No hay razón comercial que justifique la cancelación de la responsabilidad del Estado con la educación en beneficio de sus propias sociedades. Renunciar a ese compromiso es acelerar el advenimiento de una edad oscura, acelerar el encumbramiento de una elite sobre los pueblos miserables. Es aplaudir el retroceso, no el progreso de la especie humana.

¿Cuál es el papel de las humanidades en este proceso? O mejor, ¿a qué papel han sometido ya a las humanidades en este proceso globalizador y cuál papel podría desempeñar todavía? Veamos dos ejemplos destacados. Primero, el surgimiento de la llamada Comisión Trilateral, fuerza efectiva que se desdibuja detrás de la más familiar y pública fuerza política del Grupo de los Siete.

La responsabilidad de proteger

En julio de 1973, por iniciativa de David Rockefeller, se reunieron en Manhattan, en las oficinas centrales del City Bank, alrededor de 200 personalidades de la política, las finanzas, la industria y la academia provenientes de América del Norte, Europa Occidental y Japón. De estas tres regiones del mundo se derivaron los nombres tanto de la comisión misma (Trilateral) como de sus reportes anuales, The Trialogue, y de sus análisis o reportes temáticos, Triangle papers.9 En el contexto de la guerra fría, el propósito de la comisión fue proteger los intereses de las multinacionales de los países de la triple región y asegurar el control y la expansión de sus mercados mediante la construcción de un nuevo orden internacional que, desde entonces, en función de esa apertura para sus capitales y productos, se llamó de Libre Mercado, que ahora conocemos como globalización.

A lo largo de más de treinta años tales reportes y análisis se centraron en la reforma de instituciones internacionales, globalización de los mercados, medio ambiente, finanzas internacionales, liberación de las economías, regionalización de intercambios y endeudamiento de los países pobres. El proyecto ha sido exitoso, pues la comisión nos ha hecho creer que la globalización es un fenómeno natural, como la lluvia o el verano, y no un proyecto político y económico que nació de la voluntad de una elite mundial. Esta labor de análisis y convencimiento ha sido la aportación de politólogos, juristas, economistas, filósofos; es decir, de humanistas y científicos sociales que estuvieron o están a su servicio, incluido el decano de la Universidad de Harvard, Samuel Huntington, que predice para el futuro inmediato la conversión de los estados soberanos actuales en una especie de gerencias regionales de la globalización. Afirmó, en efecto, que «es un hecho que la naturaleza de los estados se está modificando y que los estados están en proceso de desaparición. Por lo tanto, tenemos que buscar un concepto de autoridad diferente».10

El segundo ejemplo relevante es el surgimiento, en septiembre de 2000, de la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados (CIISE). Los copresidentes de ésta, Gareth Evans y Mohamed Sahnoun, explicaron en su reporte oficial de septiembre de 200111 que en respuesta al llamamiento del secretario general de la ONU para lograr un consenso en las intervenciones militares o diplomáticas humanitarias en regiones como Ruanda o Srebrinica, «el gobierno de Canadá, junto con un grupo de importantes fundaciones, anunció a la Asamblea General en septiembre de 2000 el establecimiento de la CIISE«, a la cual se pidió «recabar en todo el mundo la mayor variedad posible de opiniones y que preparara un informe que ayudara al secretario general y a las demás partes interesadas a encontrar nuevos puntos de coincidencia». El informe agrega que debía la comisión dilucidar los aspectos de tipo jurídico, moral, operacional y político que estas intervenciones podían entrañar.

Así, pues, el documento es un importante análisis jurídico, historiográfico, político, diplomático y militar que se sitúa también en el supuesto de un nuevo orden internacional con una nueva idea de los estados y las soberanías. En el contexto de las guerras de intervención y de los ataques del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas de Nueva York, se le tituló prudentemente The responsibility to protect (La responsabilidad de proteger).

Sus aportaciones, cuestionables o no, provienen fundamentalmente de humanistas y requieren de un impostergable, para la salud de la academia y la vida política de los pueblos actuales, un impostergable, decía, análisis independiente, pues en ese reporte se encuentra la nueva formulación de la soberanía de los estados y de la «causa justa» para la intervención militar en guerra preventiva, defensa de pueblos o antiterrorismo.

La política económica global impuesta en el mundo ha producido, por otro lado, un desmesurado avance de la pobreza, un proceso acelerado de concentración de la riqueza en ciertas regiones del planeta y en ciertos estratos sociales de cada una de las economías locales. ¿Qué idea de humanidad supone la libre circulación de capitales y mercancías, pero no la libre circulación del trabajador? ¿Por qué abrir las fronteras para las inversiones y, en cambio, cerrarlas para la inmigración? En los países del llamado primer mundo hay una creciente violencia cultural, laboral, racial, económica y jurídica contra las minorías: sean turcos, población negra, minorías asiáticas o hispánicas. La discriminación racial forma parte de una más profunda gama de exclusiones sociales que invaden áreas políticas, económicas y jurídicas. Otra idea de ser humano surge ahora cuando regiones enteras se tornan prescindibles en la economía del mundo.

En los tiempos todavía no muy remotos de Juan Jacobo Rousseau, la soberanía popular y los derechos esenciales de los ciudadanos se derivaban fundamentalmente de un supuesto político, no histórico, llamado Contrato Social. La globalización está prescindiendo de ese supuesto y ya no es fácil asegurar que la libertad de los pueblos o la soberanía popular signifique la integridad de un Estado. Hay una permanente abdicación de las soberanías en materia de política económica, pues las reglas del comercio no las dictan ya los estados; hay otro poder, tangible en términos financieros y políticos, por encima de ellos.

Hacia un nuevo colonialismo

Estamos viviendo en una época caracterizada, además, por el desplazamiento de las categorías clásicas de la geografía y el ascenso de una nueva forma de composición política y económica del mundo en la que los países se definen con nuevos valores económicos y la población se somete a un nuevo concepto de la naturaleza del hombre y de los derechos humanos. Estamos, en materia económica, ante lo que en buen castellano y en el análisis del pensamiento político clásico debemos llamar un nuevo colonialismo.

Falta ahora, ante estos procesos políticos, sociales y económicos del mundo, empeñarnos en el análisis académico, por fuerza humanístico, no sometido, como en los casos de la Comisión Trilateral o de la CIIS, no sometido, repito, al conflicto de intereses. No es inusual aceptar o rechazar en algunas revistas científicas artículos sobre productos farmacéuticos según apoyen o cuestionen los compromisos o intereses del editor, o que climatólogos nieguen el calentamiento global producido por compañías petroleras o químicas con las cuales tienen lazos económicos o de trabajo. Tampoco es inusual que las corporaciones que financian investigaciones insistan en su derecho de conocer previamente, revisar y, en su caso, aprobar la publicación de reportes de investigación.12

En este sentido y en este contexto, ¿realmente podría cancelarse el concepto de universidad como una comunidad académica? Esta posibilidad ominosa dependería de los intereses privados o públicos, privados o sociales, supranacionales o nacionales, que nosotros propongamos, defendamos o aceptemos fatal o críticamente. Es decir, de nuevo, ¿la educación superior es un segmento del libre mercado que sólo debe capacitar recursos humanos que puedan sobrevivir en la globalización? ¿O el fortalecimiento de la educación misma seguiría siendo el mejor recurso para el fortalecimiento del país entero?

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