La Migración en Querétaro

Crónica de una migración

El caso Querétaro 

Agustín Escobar Ledesma 

 

La Jornada Semanal 

Al igual que las mariposas monarcas emigran de México a Estados Unidos, los primeros días de enero de cada año, miles de queretanos salen de regreso a ese país. Muchos de ellos son adolescentes que por primera ocasión se aventuran al otro lado. Durante los meses de febrero, marzo y abril es cuando la gran mayoría abandona su tierra, aunque el resto del año el flujo migratorio no cesa.  

Es en los primeros días de enero cuando los migrantes que estuvieron con sus familias durante las vacaciones retornan al otro lado. Migración circular, le denominan los académicos a la gente que va y viene a su país de origen. El contacto para ir a Nuevo Laredo, Tamaulipas, en uno de los múltiples viajes que los migrantes de Huimilpan realizan al año para cruzar la frontera norte, lo establecí con el dueño de un autobús turístico.  

La cita para emprender el viaje fue en la gasolinera ubicada a un lado de la carretera a Huimilpan, municipio ubicado a unos treinta kilómetros de la ciudad de Querétaro. El autobús, con aire acondicionado, televisión, wc y música estereofónica, es tripulado por Ultiminio, curioso nombre que solamente una ocasión había escuchado antes, allá por la década de los sesenta, cuando el boxeador cubano-mexicano Ultiminio Ramos fue campeón mundial.  

Soy la primera persona en abordar el autobús, situación que aprovecha Ultiminio para ultimar detalles. Puesto que voy en calidad de investigador, me instruye para que no tome fotos ni entreviste a los migrantes con grabadora, que cuando se suban, él me señalará quién es el “caminador” –Ultiminio me dice que así se conoce a quienes los cruzan al otro lado, que no les dicen coyotes– que lleva a los migrantes. También menciona que en los retenes no les diga a las autoridades que estoy haciendo una investigación sobre los migrantes, porque entonces los voy a echar de cabeza.  

–Diles que vienes conmigo, que eres mi ayudante, que tú te encargas de lavar el autobús.  

Ultiminio tiene unos sesenta y cinco años de edad, es moreno, delgado y apenas y rebasa el metro y medio de estatura; su hijo es su ayudante, un muchacho gordo muy moreno, que andará entre los catorce y dieciséis años de edad. Ultiminio se queja; menciona que en la semana estuvo enfermo del estómago, que evacuó sangre y se siente débil porque durmió poco, aun así dice sentirse listo para manejar veinticuatro horas seguidas de ida y vuelta a Nuevo Laredo, Tamaulipas. Entre sus pertenencias lleva el medicamento que el doctor le recetó.   

Agentes de la Border Patrol detienen a un par de migrantes.Foto: Notimex/ Joaquín Murrieta

A los pocos minutos se acercan los primeros jóvenes a bordo de algunas camionetas en que los van a dejar sus parientes. Se asoman al autobús y preguntan que si es el camión de el Lápiz, el chofer contesta afirmativamente. Enseguida suben sendas mochilas para apartar lugares, después se bajan a fumar y a platicar. Poco a poco van llegando más muchachos, la mayoría fluctúa entre los veinte y los treinta años de edad, el más joven es un adolescente que si acaso andará en los dieciséis años, y me llama la atención porque llega a bordo de una camioneta roja de la que descendieron dos personas más, una mujer y un hombre, su padres seguramente. Ella lo abraza y le da un beso en la frente y se va con el hombre sin volver la vista atrás.  

Desde lejos, pero al mismo tiempo lo más cerca posible al grupo de jóvenes que se va reuniendo, escucho sus pláticas que versan sobre lo ocurrido en las fiestas decembrinas del puente Guadalupe-Reyes. Que uno de El Bimbalete acuchilló a otro de La Noria es lo más relevante. Que quién sabe si Los Chorris se animarán a ir a Estados Unidos este año. Otros hacen referencia a algunos de sus compañeros, entre los que se encuentran el Toño, la Muerte, el Pulpo, el Chiva, Chinchay, el Costa, el May, el Moto, Ángel, el Pasha, el hijo del difunto Macoy, etcétera. Por sus pláticas infiero que a los jóvenes que llevará el autobús a Nuevo Laredo, una vez cruzando el río Bravo y, después de una caminata de diez horas, los estarán esperando varios vehículos y se dividirán en tres grupos, el primero con rumbo a Lousiana, el segundo con destino a Alabama y el último a Florida; casi todos van a trabajar a la industria de la construcción.  

Todos llevan zapatos tenis, jeans, playera con letras en inglés, chamarra para el frío y cachucha para protegerse del sol; ninguno lleva equipaje pesado, solamente una mochila cargada a la espalda y una bolsa de plástico con latas de atún, sardina, frijoles, tortillas y refrescos de cola. El temor a lo desconocido se asoma en sus rostros. Sin embargo, el resorte principal es la esperanza de cruzar y conseguir trabajo para ganarse unos dólares, porque saben que si se quedan también se van a encontrar con el miedo a enfrentarse a la realidad local que no les ofrece maldita cosa.  

Un poco después el grupo de veinticinco jóvenes está a bordo del autobús; quedan quince lugares disponibles que serán ocupados por otros muchachos que lo abordarán en Dolores Hidalgo, Guanajuato. El Lápiz, que es de los últimos en arribar, le entrega a Ultiminio un fajo de billetes. “Son diez mil”, le dice al mismo tiempo en que le da la orden de arranque del autobús y, con todos los muchachos arriba, se dirige a ellos. “¿Ya nadie falta, verdá?” Una pregunta retórica que sirve para destensar los nervios de los pasajeros, “El que falte que levante la mano”, insiste, ante las risas de los jóvenes. Una vez que todo está bajo control, el Lápiz se dirige nuevamente a todos: “Ora sí ya nos vamos, persínense bien.” Por último, le extiende un billete de a 200 pesos al chofer, “pal’ chesco y pal’ lonche” le dice. Ultiminio enciende el motor y emprende el inicio del viaje a Nuevo Laredo del grupo de jóvenes campesinos provenientes de diferentes comunidades, entre las que se encuentran Lagunillas, El Milagro, Apapátaro, La Noria , Zorrillo, Fresno y Puerta del Tepozán.  

Justo a la ocho de la noche el autobús llega a Dolores Hidalgo, sitio en el que ya espera el otro grupo de quince muchachos. Emprendemos la marcha en medio de la noche. Los aspirantes a migrantes van callados. Aunque es un autobús de turismo que en otras circunstancias iría con gente festiva, comiendo y riendo, la atmósfera es pesada, nadie platica, se nota que todos van angustiados ante el futuro inmediato e incierto que les espera. Por respeto no distraigo a ninguno, sólo platico brevemente con uno de ellos, quien me dice que es la primera vez que intentará, “si todo sale bien”, cruzar al otro lado. Sólo escucho sus palabras, nacidas del desaliento hacia una incierta futura esperanza; no lo veo porque el autobús avanza y lleva todas las luces interiores apagadas, es como un autobús fantasma que se desliza por un túnel que atraviesa la noche. Lo último que vieron los migrantes fueron retazos de su tierra y lo primero que verán, en cuanto amanezca, serán las espinosas orillas del imperio que los atrae, pero que al mismo tiempo los rechaza. Mi interlocutor menciona lo ya sabido: “Aquí ya nomás alcanza pa’ puro comer, los sueldos ya no dan ni para comprar ropa. Si todo sale bien, cruzaremos hasta San Antonio pal’ jale en la construcción; si todo sale bien me ganaré unos dólares pa’ mandarle a mi mujer y mis hijos. Lo bueno es que ya tenemos a dónde llegar.”  

“Si todo sale bien”, una expresión que hace las veces de oración para exorcizar los peligros, para atraer la buena suerte, para evitar ser detenido por la migra, para cruzar el Río Bravo sin ahogarse, para que San Antonio bendito amarre sus animalitos y ninguna víbora le inocule la maldad que almacena en los colmillos. Guardo en mi memoria cada una de sus palabras, porque no puedo, no debo, sacar la grabadora, aunque sea a hurtadillas, eso no sería ético. Memorizo todas y cada una de sus frases, de sus expresiones invisibles en la oscuridad del autobús en marcha, cuyo ronroneo del motor es lo único audible en medio de la oscuridad. Es por eso que ante alguna imperfección del asfalto, la lámina del camión chirría como monstruo herido.   

Operativo Guardián de la Border Patrol que vigila la frontera de México con Estados Unidos. Foto: José Antonio López/archivo La Jornada

Me tocó el asiento número 40, a un lado de la puerta del sanitario que tampoco cuenta con un triste foquito que lo ilumine. Quienes entramos al lugar debemos encender un cerillo o, en el último de los casos, atinarle a ciegas al excusado. El olor a amoniaco es penetrante. “No es el fin del mundo”, me digo a modo de consuelo. Así como el grupo de jóvenes migrantes son guiados por el Lápiz , a mí me llevan de la mano las enseñanzas del maestro Kapuscinsky; sus palabras son un faro que me guía en lo incierto: “Para escribir lo que siente la gente, hay que vivir como ellos.”  

En Matehuala, San Luis Potosí, el autobús se detiene. “Tienen veinticinco minutos para tomarse un café”, nos dice Ultiminio. La mayoría permanece a bordo, si acaso nos estiramos y desperezamos mientras sube un muchacho con una cubeta de plástico para lavar el apestoso retrete. Una vez realizado su trabajo, de regreso por el pasillo esparce desodorante con un atomizador en el piso del autobús. Ya nos están matando las pulgas, alcanzo a escuchar a uno de los pasajeros. El comentario trae a mi memoria la época en que los mexicanos iban de braceros por contrato a Estados Unidos, de 1942 a 1964, cuando, para entrar a trabajar, eran fumigados para matarles los parásitos, además de revisarles el ano (tener hemorroides era motivo de rechazo), también les realizaban exámenes sanguíneos para detectar enfermedades, en suma, eran tratados como ganado. Con esas imágenes me quedo dormido.  

–¡Por favor, identificación con fotografía!  

De ese modo, después de viajar durante doce horas continuas, de Dolores Hidalgo, Guanajuato, a Nuevo Laredo, a las seis de la mañana, la recia voz de un agente aduanal nos despertó. Con linterna en mano, revisa los documentos de los cuarenta pasajeros del autobús cuya calefacción hace horas que dejó de funcionar, nuestros pies casi se congelan. Es el último retén del camino a cargo del Instituto Nacional de Migración, ubicado a escasos veinticinco kilómetros de Nuevo Laredo, Tamaulipas, en la carretera federal 260 México-Nuevo Laredo.  

Todos nos identificamos, salvo un muchacho de los que se subieron en Dolores Hidalgo, de unos veinticinco años de edad, quien como distintivo lleva enredado un paliacate azul en la cabeza.  

–No traigo –le dijo quedamente al agente aduanal. Sin embargo, todos supimos de lo que se trataba.  

–¿De dónde eres?  

–De Guanajuato.  

–Quién es el gobernador de Guanajuato?  

–No sé.  

–A ver ¿quién fue presidente de México, que era de Guanajuato?  

–¿Salinas?  

–¡Cómo que Salinas!  

–….  

–¡A ver, acompáñame!  

Después de un minuto a solas con el agente y doscientos pesos de por medio, el joven del paliacate regresa al autobús que reinicia el trayecto a la frontera.  

Es la temida Aduana 26, a cargo de agentes del Instituto Nacional de Migración. En este sitio se les aparece la feroz esfinge a los viajeros, transmigrada en agente de migración. A quienes no se identifican ante su inquisidora mirada, les formula una serie de preguntas dirigidas a detectar migrantes centroamericanos. Ya no es la clásica pregunta aquella que la esfinge de la Antigüedad le formuló a Edipo: “¿Qué animal es aquel que al amanecer anda en cuatro patas, al mediodía en dos y al atardecer en tres?”, no, ahora las preguntas para quienes no se identifican son aparentemente más sencillas. Les puede preguntar, por ejemplo: ¿Para qué sirven el petate, el metate y el molcajete? ¿Cuántas varas mide tu casa?, o bien, hacerlos cantar el himno nacional mexicano. Si las preguntas del agente de migración no son contestadas acertadamente, la esfinge le devora algunos billetes para sumergirse en el mar de la corrupción que asola a nuestro país. Una vez satisfecho su apetito, deja pasar al viajero sin más trámite.  

Apenas pasamos el retén, unos cinco kilómetros adelante, de pronto, cuando creí que la gente dormitaba, el autobús se detuvo. A una señal proveniente de el Lápiz, los cuarenta jóvenes se levantaron de sus lugares, silenciosa y rápidamente. Sin decir agua va, bajaron uno a uno. La operación se realizó en menos de un minuto. El grupo se perdió en la oscuridad previa al amanecer, entre la sombra de los matorrales.  

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