La gran Araceli Ardón vista por Manuel Naredo

«La iniciativa privada tiene que participar en la promoción del arte»
Diario de Querétaro

 

Manuel Naredo

«Puede ser que te encuentres con un rostro conocido, probablemente ayudado de un bastón para caminar y rodeado de nietos, pero a esa persona, con la que nunca has hablado en la vida, la viste joven, caminando con paso firme, en la época más plena de su vida, y reconoces en ese rostro lleno de arrugas y con la aureola de las canas, al hombre joven que caminaba las mismas calles hace veinte o treinta años, y de alguna manera eso te da una sensación de consuelo, de seguridad, de fortalecimiento de tu identidad, de saber que estás en casa en estas viejas calles del centro de la ciudad».

Es Araceli Ardón, la comunicóloga, la escritora, la promotora cultural, quien lo asegura con un dejo nostálgico en la voz: «Regresar al Centro Histórico es una caminata llena de anécdotas y de historia».

Araceli, por esas cosas circunstanciales y raras de la vida, no nació en Querétaro, pero de aquí son siete u ocho generaciones que le antecedieron, y sobre todo, ella de aquí se siente, como se traduce del profundo cariño que le tiene a sus calles y casonas, a su pasado y presente.

«Querétaro es una ciudad muy rica en historia, en anécdotas, que se ha enriquecido gracias a la vida, a las costumbres y las tradiciones de las personas que han vivido aquí», dice sobre la ciudad a la que siempre ha regresado tras ausencias de estudios y trabajo educativo, principalmente en los Estados Unidos.

Conoce bien de esos personajes de Querétaro de los que habla, pues la literatura y el periodismo, dos de sus pasiones más conocidas, la han acercado en distintas épocas a ellos.

«Yo escribo desde la preparatoria y he publicado y dirigido pequeños suplementos o revistas de cultura desde la carrera», me cuenta, «y empecé a entrevistar a personajes queretanos cuya vida me parecía fascinante».

Y cita algunos nombres: Manuel de la Llata, Antonio Pérez Alcocer, Esteban Paulín González, José Guadalupe Ramírez Alvarez, o Roberto Ruiz, de quien escribió su biografía. «Hubo una época en que mis entrevistados tenían alrededor de cien años, y todos estos viejos me llenaron de historias que fueron haciendo un pozo al fondo de mi propio ser, que en mi caso, es la base de mi literatura».

Me cuenta cómo es que el destino la hizo nacer en San Miguel de Allende:

«Uno de los tíos de ni mamá, don Pascual Muñoz, tuvo durante muchos años una joyería en los bajos de lo que hoy es la Casa Azul de la Marquesa, y entusiasmó a mis papás para que pusieran una joyería en San Miguel cuando comenzaba la emigración de jubilados extranjeros, pero no prosperó ese negocio y se regresaron a Querétaro».

Estudió la primaria en el legendario Plancarte, en la Colonia Cimatario, y luego la Prepa en la Universidad -«en el claustro de los jesuitas», puntualiza cuando a esa etapa se refiere-.

«Después de nuestro colegio no había más que cerro», recuerda sobre el Plancarte. «Las profesoras nos llevaban a los alrededores a pescar desde grandes arañas hasta toda clase de chapulines, y recolectábamos hojas de diferentes hierbas para los estudios de biología y de botánica».

«Me tocó el privilegio de que la mayor parte de mis compañeros siguieron estudiando, y algunos de ellos han tenido funciones importantísimas», asegura sobre aquellos con los que compartió aula a través de esas etapas básicas o en la carrera de Ciencias de la Comunicación en el Tecnológico de Monterrey. Sostiene que con los que viven lejos mantiene una constante comunicación a través de las redes sociales. «Son amigos para toda la vida. Hay entre nosotros mucha camaradería».

Estudiante de literatura hispanoamericana en Harvard y ganadora del Premio Rosario Castellanos de periodismo en 1988, desde muy jovencita tuvo la oportunidad, aquí en Querétaro y gracias a Paula de Allende, de conocer a personalidades literarias a las que luego, con el paso del tiempo, valoró más profundamente a través de su obra. Carlos Moinsiváis, José Emilio Pacheco, Eraclio Zepeda, Andrés González Pagés, Rosario Castellanos, Alejandro Aura, Jaime Augusto Shelley, Hugo Gutiérrez Vega, o Edmundo Valadés, son algunos ejemplos.

«En esas reuniones en casa de Paula de Allende, o en la Casa de la Cultura que dirigía su hermana Lupita, tuve el enorme privilegio de conocer a personajes cuya importancia no pude aquilatar en ese momento, pero que logré asimilar a lo largo de los años», reconoce justo antes de platicarme su trato con el recientemente galardonado con el Premio Cervantes.

«Estudiando en Boston, fue José Emilio Pacheco a dar unas conferencias y ahí tuve el inmenso placer de enseñarle la ciudad de Cambridge, Massachusetts, y de caminar con él durante dos días, como su anfitriona y amiga, por las librerías y los cafés».

«Mi relación con Carlos Fuentes era cotidiana», me cuenta también sobre aquellos años en Harvard, «y puedo decir que fue uno de los mentores que más influyó en mi vida. Es un hombre extraordinariamente inteligente, un gran profesor y una estrella que brillaba con luz propia en una universidad donde había veinte premios Nobel».

Con ese entusiasmo que le caracteriza se refiere también a la poeta Silvia Soto -«mujer sensible, inteligente y talentosa», dice de ella- y al trabajo que ésta realiza alrededor de los soldados norteamericanos y mexico-norteamericanos en Irak y Afganistán.

Araceli nos ha recibido en una de las salas de la Galería «D.R.T», empresa para cuya Fundación trabaja intensamente desde su regreso de Santa Bárbara, donde estuvo por dos años y donde el tema de Fray Junípero Serra fue una constante. En los muros la colorida obra de Oscar Munderik sirve de mudo testigo de nuestra charla.

Me habla de aquella época en la que junto a su marido -han visto crecer ambos a sus hijos Ana Paula y Rafael- montó una fructífera empresa editorial:

«Trabajábamos doce o catorce horas todos los días, y decidimos que nuestra casa y nuestra oficina tenían que estar en el mismo lugar», recuerda con un dejo de nostalgia. «La vida de los editores de libros es muy pesada; a veces tienes que trabajar la noche entera para llegar a tiempo. Fue una época muy rica».

Epoca en la que, entre otras muchas cosas, editaron durante cinco años el tradicional Heraldo de Navidad y buena cantidad de libros de historia, de poesía o narrativa. «Esta es la gran riqueza de este trabajo», reconoce mientras degustamos un café. «Pude empaparme de las anécdotas, las leyendas, las tradiciones, costumbres y valores de Querétaro».

Pero si hubo un tiempo que marcó la vida de Araceli Ardón, ése fueron los ocho años que se mantuvo al frente del Museo de Arte de Querétaro, en el antiguo convento de San Agustín, justo después de haber entregado otra década a su colaboración con la Asociación de Amigos de ese mismo centro cultural, de la que llegó a ser presidente durante un lustro.

«Es un lugar fascinante y uno de esos trabajos adictivos, porque uno quisiera continuar trabajando cuando ya es hora de ir a casa», refiere sobre el Museo y el maravilloso edificio que lo alberga. «Me encanta el espacio, que tiene una riqueza histórica invaluable por todo lo que ha sido desde la exclaustración de los frailes agustinos».

Recuerda sus funciones como hospital durante el Sitio de la ciudad, y el largo siglo en el que fue Palacio Federal, antes de convertirse en el Museo que es hoy. «Retoma su función de casa de arte y cultura, porque inicialmente fue la casa de estudios mayores de arte y filosofía de la Orden Agustina», precisa. «Tuvo esa jerarquía como convento».

«Pero a mí me une una emoción muy personal con ese edificio», también me confiesa: «En diciembre se hacían, durante muchos años, los bailes de Navidad en ese espacio, y los jóvenes de la sociedad queretana se reunían para bailar con los ritmos de las orquestas más importantes. El veinticinco de diciembre de 1955, un muchacho guapo, talentoso, inteligente y enamorado, le propuso matrimonio a su novia. Ellos eran mis papás, y aquella noche se definió la vida de mi familia».

Pese a aquella experiencia inolvidable, Araceli no cambia por nada los dos años que vivió en Santa Bárbara, en California, invitada por Westmont University, los que cataloga como «un paréntesis espléndido y dos de los mejores años de mi vida».

«Vivir en California es una experiencia interesantísima», me cuenta con intensidad en las palabras, «muy distinta a la de haber vivido en el norte de los Estados Unidos, porque yo había ya vivido en Oregon y en Boston».

«Hay una percepción muy distinta de México. La visión de nuestro país es muy rica, interesante y cercana. Lo que pasa en México repercute de una manera muy fuerte en la sociedad».

Pero quizá uno de las experiencias más aleccionadoras que pudo vivir Araceli Ardón en estos dos años californianos fue la participación que la iniciativa privada puede tener en el mundo de la promoción artística y cultural, experiencia que, sin duda, le ha servido para su actual trabajo en la Fundación de Desarrollos Residenciales y Turísticos.

Me habla con entusiasmo de instituciones como el Castillo de San Simeón -creado por el magnate del periodismo William Randolph Hearst-, el Museo Paul Getty -el espacio dedicado al arte más grande del mundo con catorce hectáreas de extensión-, o Huntington -en la zona de Pasadena-.

«Es una maravilla el darse cuenta que no todo lo puede hacer el gobierno y que es factible un trabajo conjunto con los organismo privados, en beneficio de la comunidad».

«Me siento muy honrada y feliz de dirigir la Fundación D.R.T., que es una muestra de cómo una compañía puede derramar beneficios a favor de la comunidad en la cual se establece, a través del arte y la cultura», asegura convencida. «También hemos apoyado a muchas organizaciones de asistencia social. Formar parte de este proyecto verdaderamente me tiene fascinada».

Ya para terminar le pregunto por sus gustos personales en el mundo del arte, y muy especialmente en esos ámbitos en los que se ha especializado, practicándolo, como es la literatura, o promoviéndolo, como son las artes visuales.

«Estoy de fiesta por el premio Nobel de Vargas Llosa», responde de inmediato sonriendo. «Vargas Llosa me ha fascinado desde que tenía unos catorce años; lo seguí a lo largo de treinta años, leyéndolo de manera intensa, y trasmitiendo su literatura a mis estudiantes, tanto de México como de los Estados Unidos. Es un triunfo de las letras en español y de los autores de América Latina».

«Además es un tipo simpático», sigue diciendo sobre el recientemente galardonado, «un hombre enamorado de su mujer y un abuelo feliz».

Ya hablando de artes plásticas cita a Luis Filcer -«el pintor más importante de la Revolución en México», lo cataloga»-, recalca sobre los buenos artistas que en todas las ramas tiene ya Querétaro, pero se detiene con especial intención en el maestro Leonardo Nierman.

«Tengo la fortuna, el privilegio, de contar con la amistad cercana de muchos de los mejores pintores de México, pero en este momento puedo citar a Leonardo Nierman, con quien tengo ya un compromiso matrimonial para la próxima vida».

Y luego explica dicho compromiso, aclarando la amistad que une a su matrimonio con el del conocido artista, cuya obra escultórica puede descubrirse en varios sitios de nuestro centro histórico.

«Cuando estaba gestionando la donación de las tres esculturas, que me las fue dando poco a poco, mediante una serie de conversaciones y reuniones, Nierman me dijo: Está bien Araceli, le voy a dar esta escultura, pero quiero que usted y yo nos casemos en la próxima vida».

Tras nuestra charla, nos acompañamos, calle abajo, hasta la bella Plaza de Armas queretana. Pienso, durante el trayecto, en la historiadora Leonor Bautista, el personaje de la novela que Araceli Ardón escribió durante su estancia en Santa Bárbara y a la que situó, desde luego, en este Querétaro de belleza incalculable. La imagino acompañándonos mientras recuerda, a cada rincón y casona, la incalculable riqueza de esta ciudad en la que nos tocó, a los tres, el privilegio de vivir.