Pórtico de Jaime Septién

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Escrito por Jaime Septién   
Domingo 23 de Noviembre 2008
PÓRTICO

Image Dedicamos este número —en la fiesta de Cristo Rey del Universo— a recordar una lucha que durante años fue silenciada: la de la masa católica contra el gobierno de Plutarco Elías Calles por haberse sentido agredida en sus creencias.

Por Jaime Septién

Dedicamos este número —en la fiesta de Cristo Rey del Universo— a recordar una lucha que durante años fue silenciada: la de la masa católica contra el gobierno de Plutarco Elías Calles por haberse sentido agredida en sus creencias. Fue una guerra civil de tres años (1926-1929) que ha dejado hondas cicatrices en el cuerpo de la Patria; cicatrices que no se pueden cerrar alzándonos de hombros.

Durante años nos vendieron la idea que se trató de un movimiento de fanáticos en contra de un régimen emanado de la Revolución, con altos ideales de justicia y libertad. Más aún: que se trató de un movimiento agrario y político, cuando no fue lo uno ni lo otro: los cristeros no querían tierras, tampoco el poder: les interesaba mayormente tener abiertos los templos, bautizar a sus hijos, recibir la Sagrada Comunión, casarse y morir como Dios manda.

El gran historiador Jean Meyer —de quien incluimos en este número una entrevista realizada exclusiva para El Observador— ha dicho que la guerra cristera fue «una reacción de legítima defensa» del pueblo católico mexicano que, de pronto, vio cómo una minoría en el gobierno, comandada por «el turco» Elías Calles, se le iba a la yugular, quitándole el legítimo derecho a profesar la religión de sus padres. En voz de otro grande ya fallecido, don Luis González, «para los pueblos, la Iglesia es la madre y el Estado el padre; pues bien, en 1926 los hijos (los pueblos) vieron al padre borracho golpear a la madre: se indignaron».

A 82 años de distancia seguimos preguntándonos qué pudo haber pasado y qué no debería volver a pasar. Las cifras de muertos rondan los 250 mil; muchos de ellos, del lado cristero.  Tras los «arreglos» de 1929, la matazón continuó. Y también el recelo de un pueblo católico en contra de sus autoridades arrogantes y —la mayor parte de ellas— infestadas de odio anticlerical. Ese recelo de nada nos ha servido. La Iglesia se ha visto impedida para volcar su riqueza de caridad, obras y tradición a favor de los pobres, de la paz y del entendimiento. Ojalá que este número contribuya a repensar la historia y a buscar nuevos caminos para un país al que le urge cerrar capítulos de odio e inaugurar un nuevo modo de vivir juntos.

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