Las mal llamadas «mascotas» en tiempo de pandemia

Gatos para un tiempo de pandemia

Hermann Bellinghausen

Entre lo mucho que sacó a relucir el aislamiento mundial de 2020: la relación con los animales domésticos (evitemos el peyorativo mascotas) ocupa un lugar prominente en las vidas humanas. Sobre todo perros y gatos, especies que proverbialmente no congenian. Al igual que sus respectivos seguidores, reaccionan con la intransigencia de un partido político. Acompañantes en la soledad y el tedio, se incorporan al hogar y con cada uno de sus habitantes desarrolla una relación particular. En tiempos de pandemia, el perro sirve como pretexto para salir, hacer recorridos a pie, desahogar algo, cruzarse con otros perros y otras gentes, recoger excremento y guardarlo en bolsitas. Los amos siempre tienen algo que decir a su perro, que del Chihuahua en adelante es imperioso, reclama horarios. Los gatos no. Si tienen vida callejera, y puede ser muy intensa, es cosa suya y el amo ni se entera, a menos que llegue herido o preñada. Seres de interiores –sala, comedor, recámara, ventana, regazo– están sin estar. Les encantan las siestas. Y son tan eléctricos.

El prestigio literario de los gatos es mayor que el de los perros. De hecho, el gato se convirtió en sujeto de la poesía moderna. Como de tantas otras cosas, podemos culpar a Baudelaire. Están siempre del lado misterioso, lo cual ayuda mucho a la lírica. El perro gusta a los narradores sólidos, como Mann, Kafka, Berger, London, Bulgákov. Y a los peripatéticos. El gato presupone más ambigüedades, más arte. Se aviene a la contemplación, el ocio, la lentitud, el sueño, la curiosidad sutil, la sorpresa inagotable. Incluso en la narrativa de Poe o Soseki, es poético.

El factor felino plantea un constante desafío suprahumano. Por semisalvaje, seduce. Algo tigre, algo pantera, algo jaguar u ocelote, obedece sólo a quien le obedece. Mientras al perro nada humano le resulta ajeno, a los gatos quien no es su súbdito no les interesa. Su plasticidad y frecuente belleza los hace decorativos, como cojín persa. Encontraron su pintor en Foujita y un lugar en las tiras cómicas. El viejo Eliot nos legó un tratado práctico de los insondables gatos en la forma de un poemario infantil. Toca allí la cuestión de los nombres, las personalidades, el submundo callejero donde organizan travesuras y enfrentan a la policía. El de los trenes, el de los teatros, el detective, el Napoleón del crimen. El musical Cats, de Lloyd Weber, fue una adaptación eficaz de Eliot que luego degeneró en lugar común, chabacanería y maquillaje de mal gusto.

Si a Borges lo fascinaba el tigre y a Rilke la pantera, claro que les iban a gustar los gatos. Igual que a Cortázar y su bicho Theodor Adorno. Prestidigitadores en el país de las maravillas de Carroll, tienen un no sé qué de filósofos, aunque sólo sea por apariencia. Un gato sentado, mirando no sabemos a dónde, es Buda o un ídolo egipcio en atención suprema a todo lo que se mueve o podría moverse. Juega, no caza. Dios para el ratón y la mosca, que no son sus víctimas, sino sus juguetes. Se entretiene solo.

A Szymborska le preocupa que el amo muera y lo abandone sin horarios ni esa precisa presencia. Tal fue el drama de orfandad y extravío que Monsiváis dejó al morir, tanto en sus gatos como en sus últimos discípulos. El amo es evanescente, como Cartier Bresson cuando autorretrata su sombra sobre un gato negro. El retrato hablado de Neruda en una oda me parece muy completo. Asienta que no evolucionó de feo y torpe a bestia formidable, como los demás animales: Sólo el gato / apareció / completo / y orgulloso: / nació completamente terminado / camina solo y sabe lo que quiere. Arrogante vestigio de la noche, tiene unidad de ser y de propósito. De la cola al ojo de topacio hendido es un solo artefacto infalible y misterioso. El poeta se declara incapaz de descifrarlo.

En ¿Cómo discutir con un gato? (Urano, 2018), el retórico moderno Jay Heinrichs propone pensar humanamente tal como actúa un gato. Lo considera maestro de la negociación y la persuasión. Postula que el gato, ese manipulador, nos enseña que cuando hay un desacuerdo, no es buena idea recurrir al enfrentamiento directo. Aconseja imitar su capacidad de acecho: esperar el mejor momento, bluffear, revelar la verdad y hacerse respetar. Agréguese a ello que no hay un problema suficientemente grande como para no darle la vuelta.

Por encima de la autoayuda y los ensayos astutos, el multicitado animal resulta inaprehensible. Suele tener orígenes oscuros y plebeyos, los especímenes de raza son una franca minoría, aún en hogares acomodados. A contrapelo de la diversidad canina en tamaño y aspecto, cualquier gato es todos los gatos. Resuelve crímenes y ecuaciones, dicta versos y ataja ratas. Sus caprichos y acrobacias lo hacen improbable robot. Irrepetible, libidinoso, seductor, en su fingida indiferencia demuestra conocer bien las leyes de la física y el deseo.

 

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