Patricia Highsmith y la simplicidad del mal

Patricia Highsmith y la simplicidad del mal

Javier Aranda Luna

Patricia Plangman alza los brazos para mostrar sus senos firmes, desnudos. Es 1942, acaba de dejar la universidad y la retrata su amigo Rolf Tietgens. Ella tiene 21 años y le gusta leer a Kafka en voz alta. Escribe textos de cómics para poder tener una vivienda con baño ( Captain Midnight, Spy Smasher y Golden Arrow). Lee a Poe, Conrad, Dostoyevski la impacta.

Ocho años después publica su primera novela. La portada es sencilla pero le gusta. Sobre el fondo rojo sobresalen los dibujos de un puñado de cartas, un revólver y un compás. A la semana de estar en librerías Alfred Hitchcock, que ya es toda una leyenda en la industria cinematográfica con más de 40 cintas, lee de un tirón la novela y pide a su asistente que compre los derechos. No quiere que su fama lo obligue a pagar demasiado.

La autora es Patricia Highsmith, el seudónimo de Patricia Plangman. Aunque la avaricia de Hitchcock resulta escandalosa (pagó 7 mil 500 dólares y la cinta recaudó en un año más de 700 millones de dólares), Highsmith nunca se quejó. El libro se vendió como nunca y otros cineastas voltearon a ver su trabajo.

Algunos críticos han querido encontrar en la rapidez de los diálogos y las descripciones muchas veces sugeridas en las novelas de Highsmith la influencia del cine en su obra. Lo cierto es que ella nunca fue una aficionada al cine y la concisión del lenguaje y la agilidad de diálogos tienen que ver más, me parece, con su aprendizaje en la escritura de cómics, donde la imaginación del lector termina de construir los discursos narrativos y lo visual es apenas un parpadeo. Los cómics de los 40, hay que decirlo, eran a su manera literarios y no como ahora un ramillete de onomatopeyas por página.

Según el cineasta Wim Wenders –quien llevó a la pantalla El amigo americano–, al leer las historias de Highsmith nos observamos a nosotros mismos. De una pequeña mentira inocente se deriva de golpe una historia horrible y lo terrible es que puede ocurrirnos a todos. Es por ello por lo que sus historias son verdaderas, por lo que casi hablan de la verdad, pese a toda la ficción. Constatan que las pequeñas cobardías y la indulgencia mediocre hacia uno mismo o hacia los demás son las cosas más peligrosas que hay.

Rafael Calero ha escrito que en Extraños en un tren se encuentran todos los ingredientes del universo de Highsmith: la falta de escrúpulos morales de sus personajes la débil frontera que separa lo que está socialmente aceptado de lo que no está y la más débil entre el bien y el mal. Es cierto. A la escritora, además, no le interesan los sermones dentro de la novela, sino la explicación sicológica del mal que parece surgir a veces sin por qué.

Dice Bruno, uno de los protagonistas de Extraños en un tren: “Cualquier per-sona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de circunstancias, sin que tenga absolutamente nada que ver con el temperamento. La gente llega hasta un límite determinado… y sólo hace falta algo, cualquier insignificancia, que les empuje a dar el salto. Cualquier persona”.

Ajena al circo literario, Patricia Highsmith dejó su país y lo que representa el sueño americano. Pro palestina, tuvo su corazón del lado izquierdo y su preferencia sexual la llevó a escribir su segunda novela, El precio de la sal, en 1952, con el seudónimo de Claire Morgan, donde aborda la relación de dos lesbianas. Sólo después de 37 años la publicó con su nombre con el título de Carol.

Enrique Vila-Matas –un novelista con abundantes referencias literarias en sus libros– envidiaba que Highsmith pudiera ser una escritora tan astutamente simple, y que además se divirtiera al escribir.

En el centenario de su nacimiento, Patricia Highsmith cada día escribe mejor. Le bastan Extraños en un tren y su serie sobre Ripley para seguir acompañándonos por muchos años más.

 

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