El hombre en busca de sentido  Un estremecedor relato

El hombre en busca de sentido
 
Un estremecedor relato en el que Viktor Frankl nos narra su experiencia en los campos de concentración.

 
Durante todos esos años de sufrimiento, sintió en su propio ser lo que significaba una existencia desnuda, absolutamente desprovista de todo, salvo de la existencia misma. 
 
Él, que todo lo había perdido, que padeció hambre, frío y brutalidades, que tantas veces estuvo a punto de ser ejecutado, pudo reconocer que, pese a todo, la vida es digna de ser vivida y que la libertad interior y la dignidad humana son indestructibles.
 
En su condición de psiquiatra y prisionero, Frankl reflexiona con palabras de sorprendente esperanza sobre la capacidad humana de trascender las dificultades y descubrir una verdad profunda que nos orienta y da sentido a nuestras vidas.
 
La logoterapia, método psicoterapéutico creado por el propio Frankl, se centra precisamente en el sentido de la existencia y en la búsqueda de ese sentido por parte del hombre, que asume la responsabilidad ante sí mismo, ante los demás y ante la vida. 
 
¿Qué espera la vida de nosotros?
 
El hombre en busca de sentido es mucho más que el testimonio de un psiquiatra sobre los hechos y los acontecimientos vividos en un campo de concentración, es una lección existencial. Traducido a medio centenar de idiomas, se han vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Según la Library of Congress de Washington, es uno de los diez libros de mayor influencia en Estados Unidos.
 

«Uno de los pocos grandes libros de la humanidad». 

Karl Jaspers
 
Se trata de uno de los libros de psicología más leídos y referenciados. 
Es manual de lectura obligada por los especialistas en Recursos Humanos, y fuente también de existencialismo y vitalismo. 
En el fondo de este libro subyace el tema central del existencialismo: vivir es sufrir; sobrevivir es hallarle sentido al sufrimiento. 
 
Resulta reconfortante su lectura desde varias perspectivas: para conocer detalles de una historia pasada que no debemos repetir, pero tampoco olvidar; para profundizar en una filosofía del Hombre absolutamente optimista y vitalista; para conocer una rama de la psiquiatría. Por tanto, la lectura de este libro se recomienda a todo el mundo, al margen de edades y profesiones.

Reseña-crítica
 
 «Hay cosas que deben haceros perder la razón, o entonces es que no tenéis ninguna razón que perder»
«Ante una situación anormal, la reacción anormal constituye una conducta normal»
«Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo» (Nietszche)
«Et lux in tenebris lucet» (y la luz brilló en medio de la oscuridad)
 
 
 
LA EXPERIENCIA EN LOS CAMPOS
 
• El libro pretende dar respuesta a la siguiente pregunta:
 
 ¿Cómo incidía la vida diaria de un campo de concentración en la mente del prisionero medio? 
 
Se recogerán a continuación extractos del libro:
 
• Frankl distingue tres frases: la fase que sigue a su internamiento, la fase de la auténtica vida en el campo y la fase siguiente a su liberación.
 
• El síntoma que caracteriza la primera fase es el shock.
 
• Nos dijeron que dejáramos nuestro equipaje en el tren y que formáramos dos filas, una de mujeres y otra de hombres, y que desfiláramos ante un oficial de las SS. Por sorprendente que parezca, tuve el valor de esconder mi macuto debajo del abrigo izquierda. Ninguno de nosotros tenía la más remota idea del siniestro significado que se ocultaba tras aquel pequeño movimiento de su dedo que señalaba unas veces a la izquierda y otras a la derecha, pero sobre todo a la derecha. No podía hacer otra cosa que dejar que las cosas siguieran su curso, como así sería a partir de entonces muchas veces más.
 
• Después nos contaron la verdad: los que habían sido señalados a la izquierda eran considerados muy débiles y llevados directamente a las cámaras de gas. Lo descubrí al preguntarle por mi amigo a un prisionero que llevaba ya tiempo en Auschwitz. Señaló a las chimeneas y dijo: «allí es donde está su amigo, elevándose hacia el cielo».
 
• A partir de ese momento, borré de mi conciencia toda vida anterior. Lo único que poseíamos era nuestra existencia desnuda.
 
• Supimos que nada teníamos que perder como no fueran nuestras vidas tan ridículamente desnudas. Cuando las duchas empezaron a correr, hicimos de tripas corazón e intentamos bromear sobre nosotros mismos y entre nosotros. ¡Después de todo sobre nuestras espaldas caía agua de verdad!…
 
• La primera noche que pasé en el campo me hice a mí mismo la promesa de que no «me lanzaría contra la alambrada». Esta era la frase que se utilizaba en el campo para describir el método de suicidio más popular: tocar la cerca de alambre electrificada. Esta decisión negativa de no lanzarse contra la alambrada no era difícil de tomar en Auschwitz.
 
• En la primera fase del shock, el prisionero de Auschwitz no temía la muerte. Pasados los primeros días, incluso las cámaras de gas perdían para él todo su horror; al fin y al cabo, le ahorraban el acto de suicidarse.
 
• Les visitaban los más experimentados del lugar y les decían: «Pero una cosa os suplico, continuó, que os afeitéis a diario, completamente si podéis, aunque tengáis que utilizar un trozo de vidrio para ello… aunque tengáis que desprenderos del último pedazo de pan. Pareceréis más jóvenes y los arañazos harán que vuestras mejillas parezcan más lozanas». A ese aspecto lo llamaban, «ser un musulmán». Más pronto o más tarde, por regla general más pronto, el «musulmán» acaba en la cámara de gas.
 
• El prisionero pasaba de la primera a la segunda fase, una fase de apatía relativa en la que llegaba a una especie de muerte emocional. Al llegar a ese punto, sus sentimientos se habían embotado y contemplaba impasible tales escenas. La apatía, el adormecimiento de las emociones y el sentimiento de que a uno no le importaría ya nunca nada eran los síntomas que se manifestaban en la segunda etapa de las reacciones psicológicas del prisionero. La apatía, el principal síntoma de la segunda fase, era un mecanismo necesario de autodefensa. La realidad se desdibujaba y todos nuestros esfuerzos y todas nuestras emociones se centraban en una tarea: la conservación de nuestras vidas y la de otros compañeros.
 
• Comenzamos a observar cómo nuestros cuerpos se devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias proteínas y los músculos desaparecían; al cuerpo no le quedaba ningún poder de resistencia. Uno tras otro, los miembros de nuestra pequeña comunidad del barracón morían.
 
• La desnutrición, además de ser causa de la preocupación general por la comida, probablemente explica también el hecho de que el deseo sexual brillara por su ausencia.
 
• Había dos escuelas de pensamiento: una era partidaria de comerse la ración de pan inmediatamente. Esto tenía la doble ventaja de satisfacer los peores retortijones del hambre, los más dolorosos, durante un breve período de tiempo, al menos una vez al día, e impedía posibles robos o la pérdida de la ración. El segundo grupo sostenía que era mejor dividir la porción y utilizaba diversos argumentos. Finalmente yo engrosé las filas de este último grupo.
 
• Algunos hombres perdían toda esperanza, pero siempre había optimistas incorregibles que eran los compañeros más irritantes. Lo más impresionante eran las oraciones o los servicios religiosos improvisados en el rincón de un barracón.
 
• Incluso en un campo de concentración era posible desarrollar una profunda vida espiritual. No cabe duda que las personas sensibles acostumbradas a una vida intelectual rica sufrieron muchísimo (su constitución era a menudo endeble), pero el daño causado a su ser íntimo fue menor: eran capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza interior y libertad espiritual. Algunos prisioneros, a menudo los menos fornidos, parecían soportar mejor la vida del campo que los de naturaleza más robusta.
 
• La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre. La salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad —aunque sea sólo momentáneamente— si contempla al ser querido.
 
• Sólo sabía una cosa, algo que para entonces ya había aprendido bien: que el amor trasciende la persona física del ser amado y encuentra su significado más profundo en su propio espíritu, en su yo íntimo. Que esté o no presente, y aun siquiera que continúe viviendo deja de algún modo de ser importante.
 
• NOTA – Le habían separado de su mujer en el primer campo de concentración, y seguía pensando en ella, aunque ella ya había muerto.
 
• Esta intensificación de la vida interior ayudaba al prisionero a refugiarse contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de su existencia, devolviéndole a su existencia anterior. A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más intensa, sentíamos también la belleza del arte y la naturaleza como nunca hasta entonces.
 
• Los intentos para desarrollar el sentido del humor y ver las cosas bajo una luz humorística son una especie de truco que aprendimos mientras dominábamos el arte de vivir, pues aún en un campo de concentración es posible practicar el arte de vivir, aunque el sufrimiento sea omnipresente. El «tamaño» del sufrimiento humano es absolutamente relativo, de lo que se deduce que la cosa más nimia puede originar las mayores alegrías.
 
• Así, marchamos a un campo auxiliar al de Dachau y para nuestra sorpresa ¡no tenía «horno», ni crematorio, ni gas! Lo que significaba que ninguno de nosotros iba a ser un «musulmán». Esta agradable sorpresa nos puso a todos de buen humor.
 
• Otra vez, vimos a un grupo de convictos que pasaban junto al lugar donde trabajábamos. Y entonces se nos hizo patente y obvia la relatividad del sufrimiento y envidiamos a aquellos prisioneros por su existencia feliz, segura y relativamente bien ordenada.
 
• Los escasos placeres de la vida del campo nos producían una especie de felicidad negativa —»la liberación del sufrimiento». Recuerdo haber llevado una especie de contabilidad de los placeres diarios y comprobar que en el lapso de muchas semanas solamente había experimentado dos momentos placenteros.
 
• Ya he mencionado antes que todo lo que no se relacionaba con la preocupación inmediata de la supervivencia de uno mismo y sus amigos, carecía de valor. Todo se supeditaba a tal fin y amenazaba toda la escala de valores que hasta entonces había mantenido.
 
• Si, en un ultimo esfuerzo por mantener la propia estima, el prisionero de un campo de concentración no luchaba contra ello, terminaba por perder el sentimiento de su propia individualidad, de ser pensante, con una libertad interior y un valor personal. Acababa por considerarse sólo una parte de la masa de gente: su existencia se rebajaba al nivel de la vida animal.
 
• El prisionero de un campo de concentración temía tener que tomar una decisión o cualquier otra iniciativa. Esto era resultado de un sentimiento muy fuerte que consideraba al destino dueño de uno y creía que, bajo ningún concepto, se debía influir en él. Este querer zafarse del compromiso se hacía más patente cuando el prisionero debía decidir entre escaparse o no.
 
• La mayoría de los prisioneros sufrían de algún tipo de complejo de inferioridad. Todos nosotros habíamos creído alguna vez que éramos «alguien» o al menos lo habíamos imaginado. Pero ahora nos trataban como si no fuéramos nadie, como si no existiéramos. (La conciencia del amor propio está tan profundamente arraigada en las cosas más elevadas y más espirituales, que no puede arrancarse ni viviendo en un campo de concentración. ¿Pero cuántos hombres libres, por no hablar de los prisioneros, lo poseen?).
 
• Un prisionero me dijo: «¡Figúrate! Conocí a ese hombre cuando sólo era presidente de un gran banco. Ahora, el cargo de «capo» se le ha subido a la cabeza.»
 
• Dado que el prisionero observaba a diario escenas de golpes, su impulso hacia la violencia había aumentado. La propia irritabilidad personal adquiría proporciones inauditas cuando chocaba con la apatía de otro.
 
• Los responsables del estado de ánimo más íntimo del prisionero no eran tanto las causas psicológicas ya enumeradas cuanto el resultado de su libre decisión. La observación psicológica de los prisioneros ha demostrado que únicamente los hombres que permitían que se debilitara su interno sostén moral y espiritual caían víctimas de las influencias degenerantes del campo.
 
• La influencia más deprimente de todas era que el recluso no supiera cuánto tiempo iba a durar su encarcelamiento.
 
• El prisionero que perdía la fe en el futuro —en su futuro— estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro perdía, asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía. Solía comenzar cuando una mañana el prisionero se negaba a vestirse y a lavarse o a salir fuera del barracón. Los que conocen la estrecha relación que existe entre el estado de ánimo de una persona —su valor y sus esperanzas, o la falta de ambos— y la capacidad de su cuerpo para conservarse inmune, lo saben bien.
 
• La tasa de mortandad semanal en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las Navidades de 1944 al Año Nuevo de 1945. No había otra causa más que la mayoría de los prisioneros había abrigado la ingenua ilusión de que para Navidad les liberarían.
 
• El sufrimiento se había convertido en una tarea a realizar y no queríamos volverle la espalda del tipo del «procedimiento para salvar la vida». Dichas acciones se emprendían por regla general con vistas a evitar los suicidios. Una regla del campo muy estricta prohibía que se tomara ninguna iniciativa tendente a salvar a un hombre que tratara de suicidarse. Por ejemplo, se prohibía cortar la soga del hombre que intentaba ahorcarse.
 
• En las horas difíciles siempre había alguien que nos observaba —un amigo, una esposa, alguien que estuviera vivo o muerto, o un Dios— y que sin duda no querría que le decepcionáramos, antes bien, esperaba que sufriéramos con orgullo —y no miserablemente— y que supiéramos morir.
 
• Pero nuestro sacrificio sí tenía un sentido. Los que profesaran una fe religiosa, no hallarían dificultades para entenderlo.
 
• Había entre los guardias algunos sádicos, sádicos en el sentido clínico más estricto. Los que estaban endurecidos moral y mentalmente rehusaban, al menos, tomar parte activa en acciones de carácter sádico, pero no impedían que otros las realizaran. Es preciso afirmar que aun entre los guardias había algunos que sentían lástima de nosotros.
 
• De todo lo expuesto debemos sacar la consecuencia de que hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la «raza» de los hombres decentes y la raza de los indecentes.
 
• La tercera fase vino con la liberación. Cuando finalmente fuimos liberados, se equivocaría quien pensase que nos volvimos locos de alegría. ¿Qué sucedió? Literalmente hablando, habíamos perdido la capacidad de alegrarnos y teníamos que volverla a aprender, lentamente. Desde el punto de vista psicológico, lo que les sucedía a los prisioneros liberados podría denominarse «despersonalización». Todo parecía irreal, improbable, como un sueño. No podíamos creer que fuera verdad.
 
• Sorprende pensar las ingentes cantidades que se pueden comer. Y cuando a uno de los prisioneros le invitaba algún granjero de la vecindad, comía y comía y bebía café, lo cual le soltaba la lengua y entonces hablaba y hablaba horas enteras. La presión que durante años había oprimido su mente desaparecía al fin.
 
• Sólo muy lentamente se podía devolver a aquellos hombres a la verdad lisa y llana de que nadie tenía derecho a obrar mal, ni aun cuando a él le hubieran hecho daño.
 
• A la salida, el hombre que durante años había creído alcanzar el límite absoluto del sufrimiento se encontraba ahora con que el sufrimiento no tenía límites y con que todavía podía sufrir más y más intensamente. Porque había quien regresaba para no encontrar nada ni nadie.
 
• Sin embargo, la experiencia final para el hombre que vuelve a su hogar es la maravillosa sensación de que, después de todo lo que ha sufrido, ya no hay nada a lo que tenga que temer, excepto a su Dios.
 
El análisis y la Logoterapia
 
• ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.
 
• El ser humano es alguien completa e inevitablemente influido por su entorno. Pero, ¿y qué decir de la libertad humana? ¿No hay una libertad espiritual con respecto a la conducta y a la reacción ante un entorno dado? ¿Es que frente a tales circunstancias no tiene posibilidad de elección? En verdad el hombre tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos heroicos, los cuales prueban que puede vencerse la apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física.
 
• Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino. Y allí, siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna.
 
• Es esta libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace que la vida tenga sentido y propósito. Pero también es positiva la vida que está casi vacía tanto de creación como de gozo y que admite una sola posibilidad de conducta; a saber, la actitud del hombre hacia su existencia, una existencia restringida por fuerzas que le son ajenas. El sufrimiento es un aspecto de la vida que no puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la muerte. Sin todos ellos la vida no es completa.
 
• El modo en que un hombre acepta su destino y todo el sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con su cruz, le da muchas oportunidades —incluso bajo las circunstancias más difíciles— para añadir a su vida un sentido más profundo.
 
• Es verdad que sólo unas cuantas personas son capaces de alcanzar metas tan altas. De los prisioneros, solamente unos pocos conservaron su libertad sin menoscabo y consiguieron los méritos que les brindaba su sufrimiento, pero, aunque sea sólo uno el ejemplo, es prueba suficiente de que la fortaleza íntima del hombre puede elevarle por encima de su adverso si no.
 
• Toda la narración desemboca en una pregunta: el sentido de la vida. Y aquí está el gran descubrimiento de Frankl: nadie puede decirle a nadie en qué consiste ese sentido: cada uno debe hallarlo por sí mismo y aceptar la responsabilidad que su respuesta le dicta. «La última de las libertades humanas», es la capacidad de «elegir la actitud personal ante un conjunto de circunstancias».
 
• Como decía Nietzsche: «Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo». Siempre que se presentaba la oportunidad, era preciso inculcarles un porqué —una meta— de su vivir, a fin de endurecerles para soportar el terrible como de su existencia.
 
• Los prisioneros se preguntaban: «¿Sobreviviremos a este campo? Pues si no, este sufrimiento no tiene sentido.» La pregunta que, a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra: ¿Tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes? Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al internamiento.
 
• Comparada con el psicoanálisis, la logoterapia es un método menos retrospectivo y menos introspectivo. La logoterapia mira más bien al futuro. Por eso hablo yo de voluntad de sentido, en contraste con el principio de placer (o, como también podríamos denominarlo, la voluntad de placer) en que se centra el psicoanálisis freudiano, y en contraste con la voluntad de poder que enfatiza la psicología de Adler. La logoterapia difiere del psicoanálisis en cuanto considera al hombre como un ser cuyo principal interés consiste en cumplir un sentido y realizar sus principios morales.
 
• Y yo me atrevería a decir que no hay nada en el mundo capaz de ayudarnos a sobrevivir, aun en las peores condiciones, como el hecho de saber que la vida tiene un sentido. Los más aptos para la supervivencia eran aquellos que sabían que les esperaba una tarea por realizar.
 
• El sentido de la vida difiere de un hombre a otro, de un día para otro, de una hora a otra hora. Así pues, lo que importa no es el sentido de la vida en términos generales, sino el significado concreto de la vida de cada individuo en un momento dado.
 
• El amor constituye la única manera de aprehender a otro ser humano en lo más profundo de su personalidad. El amor es un fenómeno tan primario como pueda ser el sexo. Normalmente el sexo es una forma de expresar el amor. El sexo se justifica, incluso se santifica, en cuanto que es un vehículo del amor, pero sólo mientras éste existe.
 
• Otro cauce para encentar el sentido de la vida es por vía del sufrimiento. El sufrimiento deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido, como puede serlo el sacrificio.
 
• Uno de mis pacientes, al considerar su vida como si estuviera en el lecho de muerte pudo, de pronto, percibir en ella un sentido, sentido en el que también quedaban comprendidos sus sufrimientos. Por idéntico motivo, se hizo patente que una vida tan corta como, por ejemplo, la de su hijo muerto, podía ser tan rica en alegría y amor que tuviera mayor significado que una vida que hubiera durado ochenta años.
 
• De suerte que la transitoriedad de nuestra existencia en modo alguno hace a ésta carente de significado, pero sí configura nuestra responsabilidad.
 
• Se trata de enseñar a los desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente. Vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Y, a veces, lo que se exige al hombre puede ser simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz. Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues ésa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar. Su única oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga.
 
• La libertad, no obstante, no es la última palabra. La libertad sólo es una parte de la historia y la mitad de la verdad. La libertad no es más que el aspecto negativo de cualquier fenómeno, cuyo aspecto positivo es la responsabilidad. De hecho, la libertad corre el peligro de degenerar en nueva arbitrariedad a no ser que se viva con responsabilidad. Por eso recomiendo que la estatua de la Libertad en la costa este de EE. UU. se complemente con la estatua de la Responsabilidad en la costa oeste.
 
Transparency Vow
 
Psiquiatra austriaco fundador de la logoterapia, versión original del análisis existencial. Estudió en la Facultad de Medicina de Viena y fundó la Policlínica Neurológica de Viena, donde se expandiría la denominada «tercera escuela vienesa de psicoterapia».
 
Frankl creó la logoterapia para estudiar la naturaleza y cura de las neurosis. Si para Freud, la raíz de esta angustiosa enfermedad está en la ansiedad que se fundamenta en motivos conflictivos e inconscientes, para Frankl en muchas ocasiones está en la incapacidad del paciente para encontrar significación y sentido de responsabilidad en la propia existencia.
 
Nació en 1905 y con 37 años fue enviado junto a su mujer a los campos de concentración. 
 
En su libro «El Hombre en busca de sentido» recoge su vivencia, desde una perspectiva psiquiátrica, en los campos de Auschwitz y Dachau.
Título del libro
 
«El Hombre en busca de sentido»
Editorial: Herder
Autor: Viktor Frankl
1ª edición: 2008 (2007 en Francia)
140 páginas
Precio: 12,25 euros
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