Pandemia: entre la política y la cultura

Pandemia: entre la política y la cultura

José A. Castro Urioste

Cada quien tiene su lista. Es el mayor dolor que la pandemia nos ha creado: una lista de familiares y amigos que no alcanzaron a librarse de estos tiempos. Jaime, Guillermo, Summer, Andrés, Antonio con quien había hablado cuatro días atrás… En cualquier rincón del planeta cada quien tiene su lista. Tal vez nunca se descubra a ciencia cierta el origen de la pandemia y se reduzca ese posible origen a un conjunto de hipótesis. Sí queda claro, indudable, irrefutable por decir lo menos, el impacto que el Covid-19 ha tenido, sigue teniendo, tendrá. Un impacto globlal. Un impacto nunca antes imaginado por la manera en que hoy vivimos la historia. Ningún país, ninguna ciudad, ninguna aldea es immune a la pandemia. Un impacto, también, de guerra. Sólo por citar unos casos, en Estados Unidos han fallecido 586 mil personas y ese número se incrementa. En sólo un día de la primera semana de mayo se confirmaron más de 412 mil contagios en India y una serie de centros hospitalarios informaban la carencia de oxígeno para pacientes en cuidados intensivos. A no dudarlo, un impacto equivalente al de una guerra internacional. En conflictos bélicos anteriores como la segunda guerra mundial, fueron asesinados 407 mil soldados estadunidenses, 380 mil italianos, 403 mil británicos. Estados Unidos perdió 116 mil vidas en la primera guerra mundial y 56 mil en el emblemático conflicto en Vietnam que duró varias décadas, cifras que son largamente superadas por las consecuencias del Covid-19 en esa sociedad. La pandemia, parece obvio afimarlo, tiene consecuencias mortales equivalentes o mayores a los más grandes enfrentamientos militares de la humanidad. Tal vez la pregunta también resulte obvia: ¿estamos entonces en una tercera guerra mundial con las características singulares de un conflicto bélico del siglo xxi? Y si fuera así, ¿qué podría significar este conflicto en la estructura de poder internacional?

Si miramos hacia un siglo atrás y un poco más, la historia puede afirmar que era Gran Bretaña el país considerado como el centro del capitalismo internacional. Sociedades como las latinoamericanas y africanas desarrollaban relaciones comerciales –básicamente de exportación de materias primas– con el imperio inglés en condiciones de naciones ubicadas en el cinturón de la periferia. Si miramos hacia un siglo atrás o más, antes de la primera guerra mundial, Estados Unidos empieza a erigirse como el nuevo imperio. En sus escritos el poeta y ensayista cubano José Martí se lo advierte a la comunidad latinoamericana. Lo vislumbra con clarividencia. La primera guerra mundial, en cierto modo, reafirma un proceso sobre el desplazamiento de poder en las relaciones internacionales que se estaba desarrollando. Confirmó lo que parecía ser obvio, lo que marcaba el inicio de una nueva etapa en la historia. Estados Unidos se transforma en el centro del capitalismo internacional dejando de lado al dominio británico. No significó que Gran Bretaña se transformara en un país neo-colonizado, sino que su rol no volvería a ser el de líder. Significa, y como confirmación de ese poder, que muchas sociedades empiezan a desarrollar relaciones comerciales con Estados Unidos y Estados Unidos comienza a controlar con mayor intensidad territorios latinoamericanos (había empezado a hacerlo a partir de la apropiación de buena parte de México y de su injerencia en la guerra en Cuba en 1898).

Un caso equivalente sucede con la segunda guerra mundial. Previo al inicio de este conflicto bélico el mundo empezaba a caracterizarse por una estructura bipolar entre un modelo político-económico liderado por Estados Unidos, y otro, considerado en más de un momento por cierto sector de América Latina como alternativo, que es el comunismo liderado por la Unión de Repúblicas Socialista Soviéticas a partir del triunfo de la Revolución Rusa en 1917. Después de la segunda guerra mundial se reafirma ese conflicto entre el mundo capitalista y mundo comunista sintetizado en la llamada Guerra fría que implicó la disputa tanto del control del planeta como de la conquista del espacio. La división entre una Alemania
Occidental y Oriental fue, entre otros aspectos, una manifestación más de este conflicto y la caída del Muro de Berlín es el símbolo final de un período en la historia contemporánea. En todo caso, la segunda guerra mundial ratifica enfáticamente, firma y sella, un proceso histórico que se venía desarrollando.

En las últimas décadas se diluye esa estructura bipolar y empieza a generarse una en la cual participan más de dos actores. A manera de hipótesis se puede plantear que la Guerra de Irak y la ejecución de Saddam Hussein pudo haber tenido como objetivo, entre otros, la destrucción de un potencial nuevo actor, el Medio Oriente, una región tremendamente rica con un líder carismático como lo era Hussein. Resulta curioso que en las discusiones diplomáticas sobre la supuesta “legimitidad” o no de la invasion a Irak, la República Popular China, quien esos años no tenía un evidente rol internacional como hoy en día, se mantuviera un tanto al margen como si la estrategia elegida hubiera sido el silencio, el perfil bajo, mientras a nivel interno se cultivaba un intenso desarrollo económico. A no dudarlo, con los años y no en muchos, se genera el resurgir de la República Popular China con un impulso frenético que reconstruye sus propias ciudades y se inserta agresivamente en el mercado global. América Latina, por ejemplo, establece serias y vitales relaciones comerciales con China y en sus mercados, en unos países más que otros, comienzan a abundar productos chinos desde objetos intrascendentes a tecnología. Todo, o casi todo, empieza a ser producto chino. En ese contexto, China pasa a poseer un rol protagónico en el mapa mundial y expresa también actos de poderío internacional a nivel simbólico como la impactante organización de los Juegos Olímpicos de Beijing en 2008, como muestra un botón, en la que destrona del medallero a Estados Unidos y a Rusia.

Ese es el contexto previo a la pandemia, ese es el contexto previo a esta tercera guerra mundial sin disparos ni artefactos nucleares, pero llena de miles de miles de fallecidos en todo el planeta, llena, a ratos, de un global miedo paralizante. ¿Se podría afirma, entonces, que esta tercera guerra mundial, al igual que las otras, estaría produciendo también una reafirmación en el desplazamiento del poder en las relaciones internacionales? ¿Se podría afirmar que esa reafirmación es el desplazamiento de Estados Unidos del centro de poder y la toma de ese lugar de la República Popular China? Solo el tiempo podrá responder categóricamente a esta pregunta. De todas maneras, resulta sugerente el informe de la Comunidad de Inteligencia de Estados Unidos publicado el 9 de abril de 2021 conocido como Annual Threat Assessment (Evaluación Anual de Amenazas). Se admite allí, se reconoce, se alerta en mayúsculas bajo el subtítulo “China push for global power” (La presión de China por el poder global), que el país asiático está tratando de aprovechar la crisis de la pandemia para aumentar su influencia internacional (en parte usando una política de diplomacia de la vacuna) y desafía a Estados Unidos a partir de su éxito en el control de la pandemia, en temas económicos, militares y tecnológicos que abarcan desde posibles ataques cibernéticos que afectarían la infraestructura clave estadunidense, hasta un incremento de su energía nuclear y su presencia en el espacio.

Lo que también resulta tremendamente destacable es cómo se pretende ganar esta posible tercera guerra mundial. No se trata de invasiones con tanques ni de bombardeos aéreos. No se trata de controlar territorios a través de armas imponiendo bases militares ni tampoco de una versión sofisticada de una explosión nuclear. Se trata de una guerra en la que victoria final podría estar siendo obtenida por medio de prácticas culturales. Una guerra en la que la población sobrevive y triunfa por las singularidades de su cultura. Una guerra en que las prácticas culturales centradas en el individualismo y no en el bien común, en un sentido errado del valor de la libertad que se traduce en egocentrismo, llevan a un país a la tasa mayor de contagios y a la tasa mayor de mortandad por la pandemia. En efecto, y como bien se sabe, en Estados Unidos se produce un cuestionamiento al uso de la máscara por parte de cierto sector que la consideraba un atentado a su supuesta libertad. Una respuesta que tiene una raíz cultural. Se propone así la intransigencia individual sobre la salud y la vida de la familia, del grupo, de la comunidad. Uno de los casos extremos de esa reacción ocurre en Michigan, cuando en mayo de 2020 un grupo armado ingresa en el Capitolio estatal para protestar contra la extensión del confinamiento propuesta por gobernadora Gretchen Whitmer. Indudablemente, el gobierno del presidente Joe Biden viene realizando una efectiva campaña de vacunación que, junto a modificaciones tributarias y propuestas financieras, expresa un serio intento de no perder las riendas del liderazgo internacional. Sin embargo, en el ámbito de la vacunación, el presidente Biden se enfrenta a un serio y peligroso reto interno: cierto sector de la sociedad estadunidense, por razones que pueden tener raíces en el temor a lo nuevo o en un rechazo ideológico, se resiste a la vacuna, con lo cual se imposibilita que se pueda alcanzar la llamada “inmunidad del rebaño”, el triunfo sobre la pandemia, y quede abierta la alternativa a que en el tiempo se generen mutaciones del virus y se retome la guerra con mayor intensidad.

No parece haber ocurrido ese rechazo cultural a combatir el virus en la República Popular China. El Annual Threat Assessment afirma que China se ufana de que su sistema (y el elemento cultural es un componente crucial de todo sistema) ha sido más eficaz para controlar la pandemia. La máscara se acató desde un principio. El confinamiento, por doloroso que fuera, se respetó como una regla de beneficio para toda la comunidad. El egocentrismo exacerbado quedó a un lado por la salud y la vida de la comunidad. Termina siendo el poder silencioso de la cultura el que obliga a ceder y doblegar al enemigo colectivo. Parecer ser que este posible desplazamiento del poder global, este triunfo de esta posible tercera guerra mundial, podría estar siendo estratégicamente buscado
no por exclusivos medios militares, políticos o económicos, sino a través de una estocada que posee raíces culturales.

 

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