Una breve vista a la tumba de un gran poeta, Manuel Acuña (1849-1873)

Las cenizas de Manuel Acuña

Marco Antonio Campos

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A Claudia Berrueto


Es la mañana soleada del 26 de agosto, un día antes de los 172 años del nacimiento de Manuel Acuña. Acompañado de Víctor Palomo, su mujer Cynthia y de la poeta Claudia Berrueto, llego al cementerio de Santiago. Palomo, que ha escrito una notable novela sobre Manuel Acuña (El pasado), compra en el puesto media docena de claveles rojos. No puede haber mejor guía que Palomo. Ha explorado los íntimos rincones de la vida y la obra de su coterráneo ilustre.

En la puerta del cementerio está sentado un viejo, con unos lentes gruesos, quien parece acumular todos los años en un siglo. Nos sonríe con bonhomía. Me parece salido de un personaje del cuento “El nahual”, de Manuel José Othón.

Palomo nos encamina a la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, un breve espacio bardeado en medio del panteón y en el que ya no cabe ni un alma.

El brillo del sol, entre ligeras sombras que dejan las ramas de los árboles, ilumina la tumba de Acuña. En una pequeña caja al pie hay ya unas flores blancas de plástico. Palomo deposita junta a ellas los claveles rojos. En la cabecera, se ve esculpida en una lápida vertical, la cara de Acuña. Su rostro lejano y triste lo tomó el escultor de un retrato de infortunio al final de su breve vida. En esos últimos meses de 1873 Ireneo Paz, quien lo trató, recordaría cincuenta años después a Manuel Acuña sentado, solo y cabizbajo, en una mesa del café La Concordia, con la cara de quien sufre mucho. En la lápida horizontal se lee escuetamente: manuel acuña (1849-1873). Y abajo: GOBIERNO DEL ESTADO DE COAHUILA (27-08-1949).

De pronto surge una mariposa que se posa en los claveles rojos, una coincidencia, claro, pero que nos hace recordar el terceto de “Ante un cadáver”: “En tanto que las grietas de tu fosa/ verán alzarse de su fondo abierto/ la larva convertida en mariposa.”

Comento que está bien cuidada la tumba. Palomo nos cuenta de una mujer llamada María del Refugio, dueña de una tienda de abarrotes en Ciudad Juárez, quien viene desde hace nueve años todos los 27 de agosto a traerle flores y se queda todo el día. La señora pagó a un cantero para cambiar la lápida, resquebrajada por el centro, por una nueva. De inmediato me hace asociar lo que pasó hace casi siglo y medio: “Es como si repitiera lo que hizo Soledad, la lavandera de la Escuela de Medicina, quien muy probablemente lo amó, que le llevaba flores y puso una cruz de hierro y una losa con sus iniciales en su tumba de pobre en el cementerio de Campo Florido en Ciudad de México después de 1873. Hay como repeticiones furtivas en el tiempo de los desdichados.”

Palomo entrevistó hace varios años (hay un video) a la juarense María del Refugio y al cantero, quien, pagado por ella, remozó en 2013 la entonces desmedrada tumba. A mediados de agosto de cada año, Refugio le habla para que haga los cuidados debidos para que esté impecable cuando ella llegue los 27 de agosto. El cantero se llama Víctor Manuel Hernández González y tiene su propio taller. Curioso: los dos Víctor: el cantero que cuida la tumba y el novelista que cuida literariamente la memoria de Acuña. Cuando Palomo pregunta en el video si el gobierno de Coahuila se ocupa en algo de la tumba, el cantero repone que no. A Palomo le interesa esencialmente algo: si Hernández González, al remozar por primera vez la tumba deteriorada, vio la urna que contenía las cenizas. El cantero contesta que arregló parte de la tumba, no toda, pero no vio nada. Tal vez, dice, estaban enterradas más abajo o en alguno de los lados.

–Pero ¿estarán las cenizas…? –pregunto a Palomo.

Él y su esposa, Claudia Berrueto y yo nos miramos escépticos.

Damos una vuelta por la Rotonda. Me alegra ver que yacen allí Juan Antonio de la Fuente, intachable político liberal, el historiador Carlos Pereyra y el pintor Rubén Herrera, y para la picaresca nacional, presidiendo el recinto, Óscar Flores Tapia, gobernador de Coahuila de 1975 a 1981, quien afirmaba que su fortuna y sus bienes raíces los había ganado con las regalías de sus libros.

A punto de salir del panteón de Santiago sale un hombre de una oficina. Parece el director o encargado del sitio. Le agrada que vengamos a visitar a Acuña en la víspera de su onomástico, porque “lo tienen muy olvidado”. Hablamos de la señora que visita la Rotonda cada año. “Mañana de seguro estará”, nos dice. Le preguntamos también si están o no las cenizas de Acuña en la tumba. Nos contesta de una manera ambigua que nos deja más la duda.

Afuera del cementerio cae un sol de treinta grados y hay una humedad en el aire que presagia lluvia.

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