Memoria de mis bateristas muertos

Memoria de mis bateristas muertos

Gustavo Ogarrio

La reciente desparación del baterista de los Rolling Stones, Charlie Watts (1941-2021) desata aquí la memoria y organiza el pensamiento crítico sobre una época de formación entre dos siglos, el XX y el XXI. Las percusiones, en manos de bateristas excelsos, tienen ese modo primitivo de agitar la vida.

 

Elegir un baterista… o encontrárselo como quien tropieza con una canción en la radio y la va asimilando, para meses después ya tararearla y jugar con ella en la lengua y en los dedos que golpean la mesa en su simulacro desafinado y torpe de la música haciéndose. Elegir una memoria… o dejar que un silbido se envuelva con el pasado para llevarnos a esas canciones que morirán con nosotros. Bateristas remotos que se pierden en el tiempo con sus vaquetas en las manos, el tom de piso y esos tambores, con sus platillos no siempre puntuales en la persecución del compás o en la secuencia alterada de algún clásico. Pero los bateristas también mueren o se bajan del escenario para siempre o se pierden en la oscuridad de cuevas en las que tocan una y otra vez el cover favorito de feligreses que los siguen durante años.

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Charlie Watts y la llanura vacía

Hubo una época en la que los covers me parecían lo más triste de la música: no disfrutaba con ese simulacro, con esa evocación siempre deformada y condenada al eterno retorno. Pero también hubo momentos en los que me parecía que el cover revelaba una lucha titánica contra el destino, una herejía que se expresaba mejor cuando los herejes en turno alteraban con intenciones casi demoníacas las canciones “originales” y las dejaban irreconocibles.

Sin embargo, llegó el 24 de agosto de 2021, el día mundial de la muerte de los bateristas. Circuló la noticia con su embeleso mediático de tragedia y de inmortalidad recién comenzada: había muerto Charlie Watts, el baterista de los Rolling Stones. La llanura se vacía de golpe, el caleidoscopio del pasado se altera de forma definitiva; se precipitan en la memoria las portadas de figuras psicodélicas o con flores al lado de los rostros y se narran de mil formas las herejías del viejo Watts: un baterista de jazz que se refugió en un blues de masas y que condujo rítmicamente el rock and roll de los Rolling Stones; un puñetazo de Watts contra el rostro apergaminado de Mick Jagger en Ámsterdam para recordarle que no es “su baterista”, esgrima elegante contra ese sentido posesivo de estrella del rock and roll que somete de manera artera a sus más cercanos; Watts en el desenfado atemperado del golpeteo preciso; yéndose para siempre con ese redoble en el tren nocturno de los disparos: “Gimme Shelter”.

Leo un mensaje en redes sociales: “Los Rolling Stones se empiezan a ir de este mundo.” Y desde que se escuchaba “Brown sugar” en el tocadiscos de mi primo, que vivía en la casa de enfrente, quizás en 1984, yo ya sospechaba que no había otro mundo; que la consistencia de éste era tan dura y tan amplia que había muchos mundos que nacían a la menor provocación en su estómago; cortinas de terciopelo que separaban en grandes cuartos vidas y realidades atroces, casi siempre acompañadas de unas cuantas canciones. Lo que quiero decir es que al escuchar a los Rolling Stones ya intuía el despliegue de ese contrapunto entre sombras y colores a través de los años. ¿Cuándo nos comenzamos a ir de este mundo? ¿En qué momento los tambores y las guitarras dibujadas en las paredes de los caminos hacia la nada se combinaban con los propios círculos concéntricos de nuestras imberbes experiencias inaugurales?

Descubrí tardíamente el álbum Sticky Fingers, con canciones como “Can’t you hear me knocking” que me alteraban de una manera hasta entonces desconocida. Sin embargo, nuestra gran perturbación salía de “Paint it black”, del álbum Aftermath: nos concedía cualidades hasta entonces inadvertidas, un poder sobre nuestras propias emociones, un teñirse de oscuridad en un ritual de negación del mundo; un cuarto oscuro en el que se bailaba sin coreografía; éramos ese narrador de la canción que va dejando en negro a todas las realidades. De “Paint it black” salía una gracia lóbrega, una rebelión contra la hipocresía del mundo de los adultos, de todo sentido de autoridad; nacía una sensualidad sonora de danza primigenia en la guitarra inicial de Keith Richards y en el llamado de los tambores de Watts, para sucumbir en la belleza del arrullo en la voz de Mick Jagger al final de la canción. Desde entonces, cada vez que la escucho mi cuerpo y mi mente terminan exhaustos.

Vivos y muertos: Miguel Enríquez y Tino Contreras

Pertenezco a una generación que soportó la canonización idealizada al extremo de la música de los años sesenta y que, de alguna manera, tuvo que redescubrirla por cuenta propia, a veces a escondidas y en otras tantas ocasiones a contracorriente de una bucólica imposición. Una generación a la que ni los Beatles ni los Rolling Stones, por ejemplo, le sirvieron totalmente para construir la experiencia directa de sus golden years. Quizás es más potente y secreta nuestra relación con el punk: que todos los reinos se desplomen, que nadie salve a las reinas desquiciadas que crecen y se reproducen en jardines perennes. Y cuando digo punk también me refiero a esa manera en que fue asimilado en nuestras periferias de casas endebles al pie de barrancas y basureros inmensos, en rituales que articulaban la velocidad de la batería, la guitarra y el bajo en su absoluta desnudez, con penachos multicolores, rapados estrambóticos en la cabeza y el aterrizaje de los Ramones en el exbalneario de Pantitlán, en septiembre de 1992.

Hay cierto desfase en nuestro modernismo cultural y político, no fuimos hijas ni hijos de la carretera ni del grito de los años sesenta. Quizás por esto mismo, debo confesar que nunca fui un fanático de “Los Stones”, como les decía Miguel Enríquez, ese otro baterista entrañable con ojos de batracio que pasó por Follaje y por el grupo de Nina Galindo y que finalmente se exilió en Morelia, donde lo conocí. El primero de mis bateristas muertos. El primero al que vi tomar las baquetas con una tranquilidad casi obscena para tocar y cantar sin estridencias “Hoochie Coochie Man”, de Muddy Waters. Era evidente que ahí se había hecho un nudo entre el blues, la batería de Charlie Watts y la alucinada calma de Miguel Enríquez. Podíamos hablar durante horas de álbumes como Sticky FingersAftermath, Their Satanic Majesties RequestBlack and blue… Más bien, Miguel podía decir con una sencillez brutal las virtudes de esos discos y, sobre todo, explicar el complejo movimiento de manos en las percusiones y relacionar esas y otras canciones con huidas nocturnas y recuerdos mediante expresiones contundentes que después se revelaron como presagios: “no me gusta regresar a la Ciudad de México… preferiría olvidarla”; “lo que me encanta de Morelia es que sólo me tritura por dentro”; “mantener el tempo y no llenarlo todo de detallitos que despistan”. Desde entonces no confío en los bateristas “espectaculares” o hiperactivos. Su frenesí me distrae, la mano en lo alto con la baqueta girando entre los dedos tampoco me impresiona. Prefiero a los bateristas esfinges, como Charlie Watts y Miguel Enríquez. Rocas que cuando tocan parece que mantienen el tempo en una tumba mental de pensamientos lejanos y con la mirada distraída que raramente pasa por la tarola.

A pesar de las plegarias sin adornos con platillos finos de poco peso y aleaciones de cobre, a pesar de los tiempos sincopados que por un momento parecían eternos, muere también Lucifer… Orfeo en los tambores que acompañan a ese sintetizador cargado de figuras catedralicias… muere Tino Contreras y junto a él, en este río mortal de perfumes sonoros, se va también a Juan Carlos Novelo. Con este último muere también una evocación mía de infante. Novelo vivía en la casa de al lado, en la calle de Melchor Ocampo en el Barrio de Santa Catarina… y por las tardes que se volvían noches tocaba a oscuras durante largas horas llenas también de un olor concentrado a casa vieja con humedad y de techos altísimos. A veces nos dejaba pasar al ensayo. Tirados en el piso para que, sin hacer ruido, escucháramos ese arrullo de tambores y platillos que se desdoblaban por el universo que surgía de la sombra de Novelo moviendo los brazos. Infantes sin destino, desordenados palillos chinos regados en el suelo, listos para crecer en este mundo sin entrañas… Quizás era 1982, Novelo organizaba en su casa fiestas en las que tocaban Botellita de Jerez, Kerigma y Cecilia Toussaint, entre otros, para obtener fondos y abrir la Rockola. Yo los escuchaba desde mi cuarto que estaba en lo alto, abría la ventana y dejaba que esa música destruyera en mí lo que quedaba del aroma conventual del catecismo y el sonido de las campanadas de la iglesia llamando a la última misa del día.

Una esfinge habla de otra

He conocido otros bateristas que no han muerto y con los que he conversado. Me llama la atención la manera en que se decantan las historias alrededor de las percusiones. Quizás por el año de 1988, Francisco Lirola, baterista que tuvo un grupo que se hacía llamar Viapax, nos enseñaba los discos casi prohibidos del reggae afrocaribeño y afroamericano y ya hacía conjeturas sobre el futuro a partir de la manera en que The Clash y The Police articulaban el punk y el reggae en ese tiempo. Hace unos días, otro baterista hijo secular del punk, Carlos Guevara el Goldo, me recomendó un disco que ha salido recientemente y que tiene algo de insólito, algo de enigmático, algo de hermosamente falaz en el mundo de los covers y de las repeticiones a destiempo, que parece una broma y una ilusión anacrónica para nuestra generación: Rocket to Kingston, de alguien que firma irónicamente como Bobby Ramone; una herejía muy tardía en la que Bob Marley es interpretado a la velocidad de las canciones de The Ramones. El sueño de Lirola hecho obtusamente realidad más de treinta años después. Patricio Iglesias, el gran baterista de Santa Sabina, nos dijo –una mañana cristalina después de una noche de bruma existencial en El Diablo de Coyoacán– que paradójicamente una corriente subterránea de modos de tocar la batería había decantado en esa pieza e problemática del pop de los años ochenta: “Don‘t you (Forget about me)”, de Simple Minds, compuesta por Keith Forsey y Steve Schiff; un tema impuesto al grupo escocés y que al inicio no tomaron muy en serio, era una pieza hecha ex profeso para la película The Breakfast Club (de esas historias juveniles estadunidenses que colmaron de sueños irreales a nuestra generación), con la batería de Mel Gaynor.

Para mí los Rolling Stones murieron hace tiempo, al pie de las últimas conversaciones con Miguel Enríquez. Los últimos álbumes conversados fueron seguramente Tatoo YouSteel Wheels… Voodoo Lounge, quizás también Brigdes to Babylon. Parte de sus funerales fueron para mí la primera y única vez que los escuché en vivo, en 1995. Eran otra banda muy distinta a la que nos había enseñado ese acto dionisiaco del color negro. Por cierto, no tocaron “Paint it black”. Alguna vez le pregunté a Miguel Enríquez por qué no tocaba con su grupo en Morelia covers de los Rolling Stones si era su banda favorita: me dijo que eran imposibles, que eran un grupo que no podía replicarse, mucho menos con ese baterista devoto del tempo. Ha sido la única vez que he escuchado hablar a una esfinge de otra esfinge.

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