Definir la belleza y la fealdad, conceptos inherentes al asunto de este artículo,

La belleza de lo feo

José Rivera Guadarrama

Definir la belleza y la fealdad, conceptos inherentes al asunto de este artículo, ciertamente plantea varios retos a la estética, la filosofía y la historia. Aquí se presentan las ideas esenciales en torno a esta discusión que no parece llegar a conclusiones definitivas, pues hay que reconocer que “la perfección, o la idea de belleza, aún no se logra y que, tal vez, nunca podamos alcanzarla, debido sobre todo a nuestra total y natural imperfección que nos caracteriza a todos”.

 

Dentro de la historia del arte se piensa que hay pocas obras, incluso escasas, consideradas como bellas dentro de las disciplinas a las que se circunscriben, Mientras se da por hecho que es fácil encontrar propuestas feas, debido a que carecen de sentido estético. Por lo tanto, el oxímoron la belleza de lo feo no es un simple juego de palabras o figura retórica. Al contrario, expone toda una complejidad en cuanto a sus definiciones.

Lo anterior viene acentuado, además, por las características actuales del mercado del arte. Así, lo bello se limita a todo aquello que es útil, a lo práctico, a lo que se puede utilizar sabiendo que dará algún resultado económico y positivo, mientras que lo feo da la apariencia de que se quedó circunscrito o reservado en el conocimiento más antiguo, en un incompleto arcaico. Es en este sentido que la cuestión respecto a qué hace bella o fea alguna obra de arte no es fácil de resolver.

Los antiguos griegos usaban el vocablo aischron (feo), pero no hay datos suficientes que ayuden a dilucidar las características específicas de ese término. El concepto de belleza lo utilizaban en dos formas: una, para referirse al comportamiento honorable de los ciudadanos, que los hacía valerosos en el combate y representaba un aspecto ético importante para el desarrollo de aquellas sociedades. Otra, para la belleza corporal en sí.

Un ejemplo es el caso del filósofo griego Sócrates, de quien Alcibíades decía que era feo cuando callaba, pero hermoso cuando hablaba. Es sabido que aquel pensador tenía los ojos saltones, nariz chata, labios gruesos, era de baja estatura, calvo y obeso. Sin que esto resulte peyorativo, podemos considerar que no era muy agraciado de cuerpo. Sin embargo, era un sabio. Es decir, su belleza estaba en su pensamiento, era interna. Para él, lo externo era una cuestión que no lo acomplejaba. Eso es respecto a las personas, pero ¿qué pasa con las obras de arte? ¿Hay alguna forma de saber si algo artístico es bello o feo?

El cuadro del santo feo

En su libro La historia del arte (1995), Ernst Gombrich cita el caso de Caravaggio, a quien la Iglesia católica le encomendó un cuadro de san Mateo para colocarlo en un altar de Roma. Cuando lo terminó, los obispos se escandalizaron por considerar que carecía de respeto hacia el santo. El resultado fue una pintura que describía a un personaje con la cabeza calva, descubierta, con los pies llenos de polvo, sosteniendo sin ningún cuidado un voluminoso libro. El lienzo no fue aceptado y, por lo tanto, Caravaggio tuvo que repetirlo hasta que resultara de buen agrado.

Aquellos quienes dictaminaron en esa ocasión el valor del cuadro, ¿en qué se basaron? Por fortuna, las dos versiones de la pintura se pueden apreciar en el libro mencionado. Así, podemos confirmar que, desde siglos atrás, las divergencias respecto a lo que debe ser considerado bello es un asunto casi arbitrario.

Se considera que en la naturaleza también existen el bien y el mal. Así es como la mayoría de las veces asociamos o diferenciamos lo bello de lo feo, como una antítesis, un simple juego de opuestos. Sin embargo, dentro de la naturaleza, en las cosas que vemos y percibimos, esas diferencias no existen, no tienen ningún significado. Es en la vida práctica donde el ser humano les da ese sentido, pero casi siempre desde su utilidad inmediata. Por lo tanto, no es fácil prescindir de esas ideas preconcebidas. Pero los artistas que mejor lo consiguen producen con frecuencia las obras más interesantes. “Ellos son los que nos enseñan a contemplar nuevos atractivos en la naturaleza, la existencia de los cuales nunca nos pudimos imaginar”, asegura Gombrich.

Lo bello, la felicidad, el placer y la verdad

Para algunos filósofos, el asunto tiene que ver más con el sentido del gusto. En su Disertación sobre las pasiones (1757), David Hume consideraba que la percepción natural del gusto es fundamental para la capacidad humana de emitir juicios morales y estéticos. En ese caso, la belleza es un concepto que sólo está en nuestras sensaciones, es inherente a los humanos y que, sobre todo, está determinado en función de nuestras experiencias. Entonces, las reglas generales de la belleza se derivarán de la observación de lo que nos agrada o desagrada, anteponiendo una relación específica entre formas y sentimientos.

Por otro lado, para Immanuel Kant, la diferencia estética de lo bello o lo feo tiene que ver más con la adversidad y lo terrible. En su Crítica del juicio (1790), Kant indica que el gusto es la capacidad que profiere juicios estéticos sobre el placer o displacer que provoca cualquier objeto. En su opinión, el arte debe ser puro y desinteresado.

Mediante estos análisis, pareciera que la belleza sólo debe estar enfocada a producir felicidad para que, al mismo tiempo, implique una verdad. Da la impresión de que su ruta va dirigida a conseguir un mismo resultado. En la literatura ocurre algo similar. En diversas obras, los héroes son fuertes y bellos. De manera que, al superar lo trágico, el espectador aumentará su admiración por ellos. Sus hazañas los colocarán como figuras inquebrantables y valerosas, mientras que pocos lamentarán la muerte de una persona abyecta, despreciable, fea y sin valentía. No se sienten identificados con esta última.

Por fortuna, la libertad del arte no puede encontrar suficiente satisfacción en la limitación a lo considerado correcto. Es más, en ciertas condiciones, puede llegar a ser incorrecto sin por ello contradecir a lo bello. Hay ahí una interesante verosimilitud ideal.

Por lo tanto, el gusto no sólo es una capacidad de enjuiciamiento, no es por sí mismo una actividad creadora. Lo que importa no es aquella satisfacción que produce lo que se puede entender por la obra total. Al contrario, su valor estético
lo podría obtener mediante el procedimiento eficaz para llegar a lo que se pretende.

La estética de lo feo

En su Estética de lo feo (1992), Karl Rosenkranz dice con mayor claridad que el examen de la idea de lo feo es inseparable del análisis de la idea de lo bello. Este concepto, sin duda, constituye una parte imprescindible de la Estética. “Como no hay ninguna ciencia a la que se le pueda asignar esto, es correcto hablar de una estética de lo feo”, asegura.

Rosenkranz intenta mostrar cómo lo feo tiene su positiva condición previa de lo bello, lo sitúa antes, resalta el paso previo entre lo deforme y el resultado posterior. Lo feo también genera asuntos vulgares, incluso a la misma altura de lo sublime, lo desagradable en lugar de lo agradable, la caricatura en lugar de lo ideal, de manera que, todas las artes y todas las épocas del arte, se puede extraer la aclaración del desarrollo de estos conceptos mediante ejemplos adecuados, sobre todo porque la teoría de las bellas artes,
la norma del buen gusto, la ciencia de la estética que nos enseñan en las academias, ha sido elaborada desde la perspectiva europea. Debido a esto, asegura Rosenkranz, “la elaboración del concepto de lo feo, a pesar de que en todo momento se trata sobre él, ha quedado atrasada”. Es necesario, entonces, que la estética de lo feo describa su origen, sus posibilidades y modalidades. De esta manera podrá hacerse útil para el artista y para quien la percibe.

Humberto Eco sitúa su análisis en un parecido orden de ideas. En Historia de la fealdad (2007), establece que “tenemos una imagen estereotipada del mundo griego, nacida de la idealización de que la civilización griega se hizo en la época neoclásica. En nuestros museos vemos estatuas de Afrodita o de Apolo que exhiben una belleza idealizada en la blancura del mármol”. De ahí que nuestra idea de lo bello se limite a contemplar las obras que intentan asemejarse a aquellas formas.

En cuanto a la fealdad, Eco la analiza desde tres perspectivas: “la fealdad en sí misma, la fealdad formal, y la representación artística de ambas”, y determina que “sólo a partir del tercer tipo de fealdad se podrá inferir lo que eran en una cultura determinada los dos primeros tipos”. Además, cita el caso de los horribles monstruos en el mundo heterodoxo de los alquimistas, “donde simbolizaban los distintos procesos para obtener la piedra filosofal o el elíxir de la eterna juventud, y cabe suponer que a los ojos de los adeptos a las artes ocultas no eran espantosos sino seductores”.

De esta manera es como la estética de lo feo obliga a trabajar con estos conceptos, cuya discusión y mención puede ser considerada un atentado contra las buenas costumbres. Sin embargo, no es del todo así. Viéndolo en retrospectiva, durante muchos siglos, los artistas no siempre han sido hábiles para representar rostros y actitudes humanas como lo son ahora. Lo impresionante e imprescindible del arte es que nos brinda la oportunidad de analizar cómo, a pesar de todo, hay individuos que se han esforzado en plasmar los sentimientos que quieren transmitir, usando los medios y herramientas a su alcance, mostrando que la perfección, o la idea de belleza, aún no se logra y que, tal vez, nunca podamos alcanzarla, debido sobre todo a nuestra total y natural imperfección que nos caracteriza a todos como especie humana.

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