Franco y entrañable relato de un escritor y crítico sobre la imagen en movimiento

El virus del celuloide (confesiones de un cinéfilo)

Rafael Aviña

Franco y entrañable relato de la fascinación de un escritor y crítico ampliamente establecido sobre la imagen en movimiento, compartida desde la infancia con su padre hasta pasar la estafeta y continuarla con su propio hijo. La conclusión, frente al llamado séptimo arte, es simple: “La cinefilia en efecto no se elige, se contagia, se adquiere sin saberlo. Una suerte de virus ¿benigno? del cual no se puede huir, aunque uno intente evitarlo.”

 

Para Oli y Rai

La primera vez que me adentré en un cine tendría unos cuatro o cinco años. En ese entonces, pensaba que los personajes de las películas se encontraban detrás de la pantalla. Al cerrarse el telón y encenderse las luces, corría para confrontar detrás de las cortinas a King KongGunga Dinlos tres lanceros de Bengala, o al Ceniciento. Meses después descubrí que aquellas imágenes surgían de un proyector; eso sucedió la vez que me llevaron a una clínica de salud para vacunarme y entramos por azar a un pequeño auditorio donde exhibían un inquietante documental sobre la vida de los insectos, en 16mm, y pude ver de cerca aquel aparato.

Mi padre nos llevaba al cine dos o tres veces por semana, siempre a programas triples y a cines
de segunda y tercera corrida: el Máximo, el Alarcón y el Florida fueron un segundo hogar. Rara vez acudíamos a un cine de primera, aunque recuerdo 20 mil leguas de viaje submarino, con Kirk Douglas y James Mason, que vi en el Palacio Chino, aunque mis favoritos eran los relatos sesenteros Serie b como El caimán humano El hombre con la vista de rayos x. En el ocaso de los sesenta, me inquietaba observar en los fotomontajes colocados en el exterior de las salas a los mismos actores o actrices encarnando diferentes personajes; empecé a hilar que esos mundos eran inventados, pero me causaban la misma curiosidad.

Mi papá adoraba el cine de Hollywood y sus figuras esenciales eran Humphrey Bogart, Errol Flynn, Tyrone Power, James Cagney, Henry Fonda. Veía sus películas decenas de veces y reconocía repartos enteros, incluidos los secundarios. La cinefilia estaba en sus genes. Acudía de manera asidua a aquellos palacios fílmicos en donde se nutría de tramas increíbles desde su más tierna edad, cuando descubrió por vez primera ese invento mágico que proyectaba sueños y deseos y uno podía evadirse de la estrechez, la soledad y el hambre en la penumbra de una sala oscura.

El cine lo atrapó desde aquella afortunada ocasión en que su padre, Rosendo, quien emprendió la aventura de cruzar a Estados Unidos como bracero, regresó años después con algo de dinero para comprarse un taxi cocodrilo y, a su vez, un viejo proyector de cine Pathè Baby de 9.5 mm con perforación al centro, que incluía una peliculita de escasos minutos titulada Una calurosa recepción. Se trataba de una cinta sin sonido, realizada tal vez en los años treinta, con un expedicionario blanco que tropezaba en una isla africana con hambrientos caníbales más negros que su alma y cubrían sus cuerpos desnudos y paganos con faldas hechas de ramas y follajes, y adornaban sus encrespadas melenas con un hueso.

Esa ingenua comedieta de aventura y suspenso despertó sus más profundos sueños, concibiendo en su imberbe mente de escasos seis o siete años, asombrosas sensaciones. Aquello había sido un espectáculo increíble e impensable para un niño como mi padre, que había tenido que lidiar con una infancia cargada de penurias y cuyos primeros juguetes no habían sido otra cosa que un balero, un trompo de madera, una cubeta repleta de centenares de corcholatas de refrescos y cebadas y un minúsculo teatrito de yeso, que él mismo había elaborado con la ayuda de su hermano Carlos y la madre de ambos, que en algunas ocasiones les preguntaba a sus hijos: “¿Cenamos o vamos al cine?, y ellos decidían siempre alimentarse de imágenes.

Con el tiempo entendí que la cinefilia no era una elección. No se dice de la nada: “Me voy a convertir en cinéfilo”, o “voy a ver tal número de películas”, etcétera. Una cosa es que a alguien le guste el cine, discutirlo incluso, y otra que en verdad las películas lo obsesionen y las disfrute, por más elementales que sean. La cinefilia en efecto no se elige, se contagia, se adquiere sin saberlo. Una suerte de virus ¿benigno? del cual no se puede huir, aunque uno intente evitarlo. Cuando veía películas con mi padre siendo yo un adulto, sabíamos las escenas de memoria, diálogos incluidos y, no obstante, la sonrisa y la expectación se mantenían intactas.

Cinefilia: herencia y contagio

Confieso que nunca intenté inculcarles a mis hijos la obcecación por el cine; es decir, que aquello no pasara de un simple entretenimiento. Por supuesto, a ambos les fascinó desde pequeños. Me angustié cuando, siendo una niña, mi hija
se decantó por la fotografía. Se empeñó en convertirse en fotógrafa y lo consiguió con su propio esfuerzo, entendí su pasión por la imagen fija y eso me tranquilizó, aunado a que eso le trajo paz y logros profesionales. Cuando mi hijo alcanzó la mayoría de edad y observé que su gusto por
el cine era en efecto alto pero moderado, sentí un cierto alivio, más aún cuando ingresó a la Facultad de Derecho. No obstante, hacia 2018, cuando cumplió veinte años empecé a notar una inusual fascinación por el cine y pensé: “Bueno, el cine nos gusta a todos, ya se le pasará…” En 2019 aquello iba en aumento. Después nos alcanzó el horror de la pandemia y me encerré a piedra y lodo. Para entonces, él había entrado ya en una dinámica fílmica imparable y a estudiar alemán en paralelo a su carrera. No sólo empezó a quedarse más y más días conmigo sino que, en breve, pasó de conminarme a ver maratones de cine a exigírmelos, incluso rompiendo nuestros horarios de sueño y comida…

Veíamos de todo… Amarga pesadilla, con Jon Voight y Burt Reynolds, o Los olvidadosLos 400 golpes Festín de sangre, de Herschell Gordon Lewis; La marca de la pantera, con Nastassja Kinski, o Cayó de la gloria el diablo, del Perro Estrada; Bye Bye Brasil Suddenly, con Frank Sinatra y Sterling Hayden; El fantasma del paraíso, de Brian De Palma, o 24 horas de placer, con Silvia Pinal y Mauricio Garcés; Orfeo negro, de Camus, y Orfeo, de Diegues; Un hombre y una mujer, de Lelouch; Funhouse, de Tobe Hooper, o Santo contra el estrangulador; no existía límite. Cada vez que venía tenía que seguirle el ritmo de cuatro o cinco películas al día; no conforme, cargaba con decenas de mi colección de devdés para verlas en su casa. A su vez, llegaron Mubi, Netflix, hbo, Prime, Filmin Latino y otras plataformas donde podía encontrar clásicos mundiales o cintas contemporáneas.

De inmediato ubicó a sus favoritos y revisó sus filmografías completas, o casi: Buñuel, Ismael Rodríguez, Alcoriza, José Estrada, Cazals, Fons, Hermosillo, Escalante, Reygadas, Kiarostami, Panahi, Majidi, Farhadi, Saura, Almodóvar, Bigas Luna, Medem, Kitano, Siono, Koreeda, Welles, Aldrich, Carpenter, Jarmusch, Scorsese, De Palma, Ferrara, Spike Lee, Lynch, Villeneuve, Cronenberg, Truffaut, Godard, Malle, Varda, Fellini, Leone, Sorrentino, Angelopoulos, Zvyagintsev, Haneke, Seidl, Herzog, Akin, Petzold y varios otros…

No comprendía cómo le daba el tiempo para ver cine, leer, sus clases de alemán y la Universidad. Porque no sólo eran películas, sino también la discusión de literatura y música, sobre todo jazz y soundtracks. Además de cine, leíamos y discutíamos sobre Leñero, Capote, Spota, Elizondo, Pacheco, Agustín, García Ponce, Benedetti, Vargas Llosa, Pessoa, Hancock, Monk, Davis, Montgomery, Martino, Baker, Barbieri, Deodato y más. Fue para mí como regresar a su edad, a los tiempos donde todo eso giraba en mi cabeza y en mis emociones, disfrutando cada secuencia, cada track, cada libro, cada contexto.

En esa vorágine, un día decidió abrir un sitio de Instagram para escribir sólo de cine mexicano, al que tituló Matiné, como homenaje a la cinta de Hermosillo, y su primera intervención fue con Los mediocres, de Servando González, una de las películas más raras y excepcionales de nuestro cine. Gracias a su obstinación me sustrajo de mi encierro y me convenció para que asistiéramos al Festival de Cine de Morelia y ahí disfrutamos al máximo tanto de La mano de Dios y Titane, como de El hombre sin rostro y La mujer murciélago. No obstante, en un país como el nuestro, donde las oportunidades para los jóvenes son escasas, tomó una determinación vital. Hace unas ocho semanas decidió irse a trabajar por un año a Quebec; un empleo arduo y honrado en donde no importan sus estudios, aficiones o sus regocijos. Sin embargo, ese aliciente por encontrar nuevos horizontes en lo desconocido lo convenció y se fue con la intención de trastocarse en lo que ya es: un hombre de verdad. Se marchó para obtener experiencias, nuevas visiones y amistades, a ganar dinero y valerse por sí mismo lejos del confort y el calor familiar. Al igual que su bisabuelo se fue de bracero, aunque con visa de trabajo.

En sus primeras horas libres, lo primero que buscó en el pueblito quebequense al que llegó, fue el cine local y las librerías. Unos días después, a él y a sus compañeros mexicanos que viajaron a la misma aventura laboral, los llevaron a una tienda de segunda mano para que se abastecieran, si así lo requerían, de ropa invernal o accesorios. Me llamó excitado y feliz para contarme que no compró ropa, pero sí varios devdés región 1 a un dólar: All That Jazz, del gran Bob Fosse, entre ellas.
En ese momento no me cupo la menor duda: Rai estaba infectado por el virus de la cinefilia, el mismo que a mi padre le sirvió de escape y fascinación y lo acompañó hasta el final. Yo tuve la fortuna de que mi placer cinéfilo me valió para vivir, lo que agradezco en el alma. A sus veintitrés años y con una carrera terminada, desconozco por cuáles senderos llevarán la cinefilia, las letras, la música y el Derecho a mi hijo, pero sé que serán buenos, sabiendo que no tiene temor a la vida. Lo que es un hecho irrefutable es que lo extraño, como me sucedió con mi hija cuando se fue en su momento, y aunque echo de menos su compañía, sus discusiones cinéfilas y las emociones compartidas, escucharlo tan contento me devuelve la fe en la vida y, por supuesto, en el cine…

 

Esta entrada fue publicada en Mundo.