«La Neptuno» se aleja del puerto, más allá de las escolleras y las islas.

El Golfo y su doble
Hermann Bellinghausen
Barcazas de motor con cinco o seis a bordo recogen en las aceras del muelle a sus capitanes, hombres circunspectos, pulcramente vestidos que estacionan allí sus carros de cuatro plazas, por el día. Apenas clarea a espaldas de los astilleros, los tanques mamut y las bodegas del puerto. Con ánimo pardo, el mar espera la resolución del aire en día.

Dos banderas nacionales no más grandes que una camisa ondean entre las antenas de la Neptuno. Se respiran tibio las bocanadas salobres. Un parloteo sale del radio en un idioma pastoso plagado de números y claves mientras la embarcación deja el muelle y se interna en el golfo grande, tan grande como un mar de océano. El pronóstico del clima es claro. Ayer y antier hizo norte y causó estragos, tiró casetas, palapas y palmeras, rompió puertas y ventanas. A más de un cristiano dejaron hecho una sopa las olas que azotaron el malecón, los muelles y la costera.

Oleaje de temer. Aquí mismo, donde la Neptuno y otras barcas reglamentarias realizan una última escala antes de zarpar hacia aguas internacionales, la noche anterior las aguas golpeaban con furia, en muchedumbre ganosa, desesperada, queriendo pasar sobre el embarcadero. Roca, concreto y hierro lo impedían. Rabiosas, dando azotes certeros encrespaban en blanco la barrera del hombre, así como luego van a reventar contra los acantilados y los rompeolas. Aguas que el viento y la luna alborotan sin piedad.

Por momentos se juntaba tanta ola y tantísima agua agitada que lograban saltar sobre el muelle para caer al otro lado, de nuevo al agua, de nuevo lo mismo, sin forma ni sosiego, mero líquido en una masiva conjunción acuática. De qué sirven tanta fuerza, tanta espuma, tanto estruendo resuelto en nada.

La mañana clarea, pero hasta hace pocas horas las nubes eran de plomo y el viento era inclemente, arrebataba las gorras, frenaba la caída libre de las gaviotas. Sólo el robusto pelícano atravesaba las capas del aire derrochando caligrafía fastuosa. Desde horas de la tarde se vio que el ventarrón no iba a perdonarle a nadie la chamarra, la bolsa, el sombrero ni la compostura. Quería robarse cortinas, papeles, pelotas.

Entre navíos de la Marina Mercante, cañoneras de la Armada, remolcadores erizados de llantas usadas de tráiler y desproporcionados cargueros abrumadoramente cargados de contenedores con cualquier cosa del Atlántico, la Neptuno se aleja del puerto hacia el horizonte, más allá de las escolleras y las islas.

*

Los verdaderos pájaros de cuenta son amos del timing. En cuanto perdí de vista a la rutinaria Neptuno en ruta a su día laboral, un pelícano de tantos se posó en una farola a la altura de mi balcón sobre el muelle, indolente como gato. Me miraba con sus ojillos sin mostrar interés alguno. El sol calentaba un poco más, la ciudad de Veracruz despertaba a base de gritos y motores. Consideré propicio el momento y dije: Permítame, señor pelícano, la interrogación. Los pelícanos desconocen la perplejidad, son cazadores solitarios. Pero sé que me escuchaba.

“Pocas aves como usted tienen el don del viento a tal escala, sin lo monumental del cóndor sobre la cordillera y tantos otros zopilotes en cerros pelones, ni la perspicacia atroz de las águilas y los gavilanes. Usted lo tripula con naturalidad de pluma y navega una sinfonía de movimientos silenciosos.

“Es un magistral esquife de sí mismo. ‘Alas para qué las quiero, cuando las quiero’, parece decirse. Que cuando no las necesita es libre cual sábana desprendida del tendedero, aunque sí lleva dirección al navegar por todo lo alto. Sus ojillos avizoran los mejores peces desprevenidos, que no ven venir del otro reino la flecha de largo pico, el buche, la prisión postera que los arrebata y transporta vivos a un nido en las rocas.

Impune ladrón de barcos pesqueros, mercados y muelles, usted no conoce depredador, nadie lo odia, ni la policía, ni los marineros, ni las estúpidas gaviotas. Para colmo, sabe de danza. En coreografías de lino y seda transcurre sobre el horizonte que se le ponga a su bandada de alas carismáticas. Tal precisión colectiva proporciona alegría y placer estético a quien la mira. Dígame, solo o en parvada, ¿cómo le hace?.

No se preocupe el lector, no mentiré ni es una fábula. Sin soltarse de la farola portuaria estilo art decó, el pelícano de marras se rascó agitadamente bajo el ala izquierda y volvió a su postura original. Entrecerró los párpados pellejudos. Ignoró mis palabras. Bien que las oyó, nos separaban pocos metros. Pasado un rato, el suficiente para yo aceptar la inutilidad de mi discurso, el pelícano desperezó sus alas de admirable envergadura, tomó las calles del aire sobre las azoteas, giró en redondo y aleteando a ratos, a ratos sólo deslizándose, perdió su figura mar adentro, por donde mismo se había ido la Neptuno hacía no mucho.

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