Contra la censura y la superficialidad / Entrevista con Pier Paolo Pasolini

Contra la censura y la superficialidad / Entrevista con Pier Paolo Pasolini

Enzo Biagi

Multifacético, pues también fue actor, filósofo, novelista, dramaturgo, pintor y controvertida figura política, aquí declara con enorme sencillez y seriedad: “Un buen futbolista: después de la literatura y el erotismo, para mí el futbol es uno de los grandes placeres.”

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–Pasolini, ¿usted era bueno en la escuela?

–No, no mucho porque era algo irregular. Concretamente, estaba sobre el ocho. En ocasiones llevaba a casa un ocho en griego, a veces un miserable seis. Lo que me atraía, sobre todo, era el latín. Me gustaba más traducirlo oralmente que por escrito.

–¿Cuáles eran sus sueños de esa época?

–Es una pregunta que me sorprende porque mi vida se caracteriza precisamente por no haber pedido ningún deseo.

–Usted, por ejemplo, ¿alguna vez se sintió víctima de una injusticia?

–Sí, pero son sucesos personales que nunca quise generalizar.

–¿Quién ha influenciado más su vida, su padre o su madre?

–Los primeros tres años, mi padre, aunque después los olvidé completamente; en seguida, mi madre. La relación con mi padre era un infierno. Me daba pena porque lo hizo todo mal: nacionalista, profascista; primero estuvo en el frente francés, luego prisionero en Etiopía. Volvió con que era un derrotado. Comprendió por qué debían caer sus ideales. Quiso a toda costa que siguiera mis estudios, mi vocación. Cuando murió, tenía el rango de coronel. La madre era exactamente lo contrario: amaba el valor, la verdad, la bondad.

–¿Su familia era religiosa?

–No, mi padre practicaba una religión de tipo formal, de ir a la iglesia los domingos para la misa grande, a la que van los burgueses, los ricos. Mi madre, en cambio, tenía una religión rural, campesina, tomada de su abuela; una religión muy poética, aunque para nada convencional, para nada confesional.

–Los relatos que le contaba su madre durante la infancia, ¿influyeron en la formación de su carácter?

–Los relatos no tanto; sus ideas sí, esa manera de pensar conformada por todos esos deseos que usted me preguntó antes: ser buenos, cordiales, generosos, entregarse a los demás, de la fe y de la sabiduría, etcétera.

–Usted tenía un hermano. ¿Se llevaban bien?

–Sí; quiero decir, pelábamos mucho, como sucede entre hermanos, pero fundamentalmente nos queríamos bastante y nos llevábamos muy bien.

–Él estaba en la Resistencia.

–Sí.

–Y usted no.

–No, es cierto. Yo no era un partidista armado, sino uno ideológico. Siempre estaba en contacto con mi hermano y escribía artículos para el periódico de la Resistencia.

–Pasolini, ¿cómo se las arreglaba con los cadetes de la escuela fascista?

–Por un lado, guardo un recuerdo terriblemente deprimente, porque pasaban horas sin hacer nada bajo el sol y entonces los muchachos, atrapados entre el aburrimiento y el frenesí, comenzaban a decir tonterías, locuras. Las conversaciones entre adolescentes me deprimían. Cuando el profesor Antonio Rinaldi vino a nosotros para ser el suplente de Historia del Arte y no supo qué hacer ni qué decir –era un muchacho también–, nos leyó un poema de Rimbaud; en ese momento el antifascismo se acrecentó en mí.

–¿Cómo se siente al ser constantemente cuestionado?

–Quien trabaja como yo, sumergido en lo que hace, permite que los demás hablen. De vez en cuando me llegan cosas, pero la verdad es que no me importa mucho.

–Usted escribió: “Sobre el plano existencialista, soy un agitador universal. Mi desconfianza desesperada respecto a todas las sociedades históricas, me ha llevado hacia una forma de anarquía apocalíptica.” ¿Qué mundo sueña?

–Durante un tiempo, de muchacho, creí en la revolución como lo hacen los jóvenes en la actualidad. Ahora creo un poco menos. Estoy en este momento apocalíptico y veo ante mí un mundo doloroso, cada vez más horrible. No tengo esperanza, de modo que ni siquiera diseño un mundo con un futuro para mí.

–Me parece que ya no cree en los partidos políticos. ¿Qué propone a cambio?

–No; si usted me dice que yo no creo más en los partidos, me coloca en la indiferencia, y yo, la verdad, no soy ningún indiferente. Tiendo más hacia una forma de anarquismo que hacia una forma ideológica de partido, eso sí. Pero no es que no crea en los partidos.

–¿Por qué usted afirma, por ejemplo, que la burguesía está triunfando? Pero, al mismo tiempo, ¿no critica también al Partido Comunista? ¿Eso no lo coloca como precursor de la impugnación?

–Sí, objetivamente esto es verdad. La burguesía está triunfando porque la sociedad neocapitalista es la verdadera revolución de la burguesía. La civilización del consumo es la auténtica revolución de la burguesía. Y no veo otra alternativa, porque, en realidad, también en el mundo soviético una característica del hombre es no haber llevado a cabo la revolución, vivirla, etcétera, sino la de ser también un consumista; en cierto modo, la revolución industrial está uniformado al mundo entero.

–Usted siempre luchó contra la hipocresía. ¿Cuáles son los tabúes que quiere destruir? ¿Los prejuicios sobre el sexo, la omisión de las realidades más crudas, la falta de sinceridad en las relaciones sociales?

–Eso pensaba todavía hace diez años. Ahora ya no digo más estas cosas porque no me lo creo: la palabra esperanza se borró de mi vocabulario. Así que sigo luchando por verdades parciales, momento por momento, hora por hora, mes por mes, pero no me meto en proyectos a largo plazo porque ya no creo en ellos.

–¿Qué tipo de personas valora más?

–A los jóvenes obreros, porque ponen menos esquemas –menos filtros– entre ellos y la realidad. Tuvieron la gran suerte de no ir a la escuela, de no crear un mundo más enfermo, más pálido, más retorcido, lleno de ideas equivocadas, cuyo modelo ahora es divulgado por la televisión.

–En el fondo, esta sociedad que no le gusta le ha dado todo; le ha dado el éxito, notoriedad…

–El éxito no es nada, es la otra cara de la censura… no sé cómo decirlo. Y después el éxito siempre termina haciendo daño al hombre. De primer momento puede emocionar, puede dar pequeñas satisfacciones y cierta vanidad. Pero en realidad, cuando lo consigues, te das cuenta de que es perjudicial para el hombre. Por ejemplo, encontrar a mis amigos aquí, en la televisión, no es bueno. Afortunadamente, hemos podido ir más allá de los micrófonos y la cámara y construir algo real, sincero; pero como reflector, resulta dañino, falso.

–¿Por qué, qué es lo que le parece tan anormal?

–Porque la televisión es un medio de masas y un medio de masas no puede sino mercantilizarnos y alienarnos.

–Pero este medio es el que lleva los quesos a la casa, como usted alguna vez escribió; ahorita mismo lleva sus palabras a los hogares. Estamos discutiendo con gran libertad, sin ninguna inhibición.

–No, no es verdad.

–Sí, es verdad, usted puede decir todo lo que quiera.

–No, no puedo decir todo lo que deseo.

–Lo dice…

–No, no, porque sería acusado de ofensivo, de despreciar el código fascista italiano. En realidad no puedo decirlo todo. Y además, aparte de esto, frente a la ingenuidad y el desamparo de algunos oyentes, yo mismo prefiero no decir ciertas cosas. Por lo tanto, me autocensuro. Pero no es tanto eso; es el medio de masas en sí: desde el momento en que alguien nos escucha desde la pantalla, tiene una relación de inferior a superior, que es una relación terriblemente antidemocrática.

–Yo creo que en algunos casos es una relación de igualdad, que el espectador que está delante de la pantalla revive, a través de sus vicisitudes, también algo suyo; no está en un estado de inferioridad. ¿Por qué no puede ser igual?

–En teoría, sí. Algunos espectadores que, culturalmente, por privilegio social, están a la par, van a tomar estas palabras y las harán suyas; pero, en general, las palabras que caen de la televisión siempre caen desde lo alto, incluso las más democráticas, también las más verdaderas, las más sinceras… No hablo de nosotros en este momento en la televisión; hablo de la televisión en sí misma como medio de comunicación de masas. Supongamos que esta noche también estuviera con nosotros una persona humilde, analfabeta, interrogada por el entrevistador. El hecho sería visto –desde la pantalla– con un aire de autoridad, porque, desafortunadamente, ocurriría como si fuera una clase. Hablar desde la televisión es hablar siempre desde el sermón, incluso cuando éste está disfrazado de pluralidad.

–Creo que esto también puede ocurrir con los libros y los periódicos. Cada uno de nosotros permanece con sus ideas… Continúo con la entrevista. Hace años, por la novela Muchachos de la vida, usted fue uno de los primeros escritores italianos llamados a los tribunales, acusado de obscenidad, y fue defendido, si recuerdo bien, por Carlo Bo, crítico católico. A la distancia de los años, ¿cómo juzga a ciertos escritores eróticos de hoy y el aumento del erotismo en el cine, en las librerías, en los puestos de periódicos?

–Para mí el erotismo en la vida es algo hermoso, y también en el arte. Es un elemento al que tiene derecho la ciudadanía en una obra como cualquier otro. Lo importante es que no sea vulgar. Por vulgar no me refiero a lo que generalmente se entiende como mal gusto, sino a una exposición sexista cuando observamos el objeto del erotismo. La mujer, en las películas o revistas eróticas, es apreciada por el artista como un ser inferior. Entonces, en este caso, la miramos vulgarmente y, por lo tanto, el erotismo se transforma en algo puramente vulgar y comercial.

–Usted es incansable: poemas, guiones, ensayos, debates, viajes; parece casi una compulsión.

–Si no trabajo, me siento triste.

–Sin el cine, sin la escritura, ¿qué otra cosa le habría gustado ser?

–Un buen futbolista: después de la literatura y el erotismo, para mí el futbol es uno de los grandes placeres.

–¿Recuerda algún momento de alegría, momentos felices?

–Alguna época, uno o dos días hermosos, pero los olvidé. Aquí mismo, hace poco, hacia el final del verano, un día me fui en coche para comenzar el Decamerón. Algunas noches en África, solo. En Kuwait, estaba solo y esperaba algo…

–¿Por qué siempre solo?

–La soledad es algo que aprecio muchísimo.

–¿Qué lo ofende más, qué lo enfurece?

–La superficialidad. Decir cosas por repetirlas, por convención.

–¿Cómo es que un marxista como usted a menudo se inspira en personajes que aparecen en el Evangelio, o en los testimonios de los devotos de Cristo?

–Volvemos siempre a mi manera muy íntima de vivir las cosas. Evidentemente, mi mirada hacia las cosas del mundo, hacia los objetos, no es una mirada natural o laica. Las veo siempre un poco como milagrosas, cada objeto para mí es milagroso: tengo, por así llamarlo, una visión deformada, quizá no testimonial, pero sí, en cierto modo, religiosa del mundo. Por eso vierto esta forma de ver las cosas en mis obras.

–¿El Evangelio lo consuela?

–No busco consuelo. Busco, humanamente, una pequeña alegría de vez en cuando, alguna pequeña satisfacción, pero las consolaciones son siempre retóricas, insinceras, irreales. ¿Usted se refiere al Evangelio de Cristo?

–Sí.
–Entonces, en este sentido, excluyo totalmente la palabra consuelo.

–¿Qué es para usted el Evangelio?

–Para mí el Evangelio es una grandísima obra del pensamiento, que quizá no consuela, pero que llena, que une, que regenera, que pone en movimiento los propios pensamientos. Pero el consuelo… ¿Qué sentido tiene la consolación? Consuelo es como la palabra esperanza.

–¿Nunca reza?

–Dejé de sentir culpa a los catorce años.

–¿Por qué?

–Por una experiencia inexplicable. Compré, en un puesto de la calle, Macbeth y El idiota de Dostoievski, y me puse a leerlos. Quizás dejaron algo en mí. Vivía en Bolonia y entraba todos los días en la iglesia de la avenida Nosadella, donde repetía la misma oración miles de veces, alcanzando un abandono místico. Durante una misa lo decidí: nunca más.

–¿Cuál ha sido su más grande dolor?

–Dicho así, a quemarropa, no puedo responder. Quizá la muerte de mi hermano. Especialmente el dolor de mi madre al enterarse de su muerte.

–¿Es infeliz?

–¿De carácter? En absoluto. Soy apasionado, alegre. Algunas cosas me hacen sufrir terriblemente, casi de una manera patológica, pero me recupero muy pronto, y me libero.

Traducción de Rafael Bernal

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