Pasajes de la vida, de dos mujeres: La gran narradora Elena Garro y su hija, Helena Paz Garro

Garro y Paz, dos Elenas en París

Vilma Fuentes

Conocí a Elena Garro un verano de 1966, frente a la Embajada de Bolivia en México, durante un mitin para pedir la liberación de Regis Debray. Acababa de llegar a esta manifestación cuando escuché a dos mujeres rubias hablar en francés. Discutían entre ellas sobre la actitud que deberían tomar. Eran Elena Garro y su hija Helena Paz. Era la primera vez que las veía en persona.

Desde ese momento, las cosas sucedieron con una rapidez que no me dejó ver pasar el tiempo. Con ellas, como me fui percatando con los años, el tiempo cambiaba de ritmo, rebelde al tictac, saltando de la aceleración desenfrenada a la inercia. Me vi secuestrada por ellas. Me hicieron trepar a un auto con chofer y directo a Palacio Nacional, donde nos recibió el secretario particular del entonces presidente. Madre e hija hablaban al mismo tiempo arrancándose la palabra. El tipo prometió que el gobierno mexicano intervendría ante el boliviano y mandó llevar al coche de las Elenas una caja de champagne. Ya en el auto, hablaban en francés para que el chofer no comprendiera. Volvieron a la Embajada de Bolivia donde se hicieron aplaudir.

De ahí me llevaron a su residencia en Las Lomas, donde esperaban unos campesinos en el jardín. En la sala me saludó un hombre de edad, quien me dijo en voz muy queda: “Soy Juan de la Cabada.” Cuando sirvieron de comer a los campesinos, Elena Garro me dijo que nosotras comeríamos más tarde. Después de los tacos servidos en platos de cartón para los campesinos, siguió la comida en platos de plástico para los manifestantes que iban llegando. Al fin, al anochecer, pasamos al comedor donde nos sirvieron en platos de porcelana con cubiertos de plata. Volvieron al francés “para que los sirvientes no entendieran”.

Una decena de años más tarde, en París, en una exposición de José Luis Cuevas, dos rostros se pegaron al mío: “Vilma, ¿te acuerdas de mí?”, me gritó al oído cada una. Eran las Elenas. Llegaban de Madrid, donde, decían, encontraron refugio en un hospicio de ancianos. Las perseguían desde su salida de México y no tenían un quinto. A partir de esa noche, me llamaban a diario varias veces y yo iba a visitarlas a menudo en un departamento de dos piezas en un entresuelo situado arriba de una tienda de lámparas. La dueña les pasaba la factura de su electricidad y se veían obligadas a pagarla para que no las corrieran. Helenita sufría uno de los cánceres que se autodiagnosticaba de vez en cuando. Elena telefoneaba por larga distancia a sus editores reclamando dinero. Las facturas telefónicas eran de unos quince mil francos. Por su parte, Helenita no podía controlar sus deseos de un nuevo vestido de marca. Podían morirse de hambre pero con abrigos de visón.

La relación entre las Elenas, fui percatándome, era patológicamente simbiótica. Helenita sabía cómo exacerbar los miedos de Elena para manipularla a su antojo. Garro la amenazaba con el infierno. Una tarde, ya en el último departamento, varias piezas en una planta baja del barrio XVI, donde vivieron en París, mientras entrevistaba a Elena a pedido de Armando Ponce para Proceso, sonó el timbre. Era Helena. Había olvidado su llave. Traía una gran bolsa de plástico. “¿De dónde vienes? ¿Qué traes ahí?”, preguntó Elena. “Vengo de la lavandería.” “Mientes, saca lo que traes”, le ordenó Elena sacando de inmediato ella misma la ropa. Del fondo, extrajo dos vestidos aún con las etiquetas. “¿Ves cómo mientes? Sabes todo lo que debemos y vas a gastarte lo que no tienes.” “Ay, mamá, era una oportunidad única. Estaban en barata.” “En barata, ¡veinte mil francos! ¿Con qué pagaste?” “Con cheque.” “Sin fondos, vas a ir a dar a la cárcel.” La discusión siguió subiendo de tono. “Te vas a ir al infierno. Maldita seas.” Vi a Helena arrodillarse y pedir perdón: “No, no me maldigas. Mira, mamita, una escritora como tú no puede mandar a su hija al infierno, de veras, escribes mejor que papá.” La cólera de Elena Garro pareció calmarse. “Además, mamá, no te he dicho lo que me puso nerviosa. Hoy, en el Consulado (donde Paz le había conseguido un puesto), vi de nuevo al tipo ése que me pareció un espía y lo oí decir: es la hija de una antisemita.” “Un agente del Mossad, tienes razón, me persiguen. Cuando no es la KGB, es la CIA o los otros.” Elena olvidó las compras de Helenita.

Las Elenas pasaban días y noches echándose las cartas o leyendo el I Ching. Tratando de saber el porvenir, llegaban a preguntar a cartas y Libro de mutaciones si decían la verdad. Cuando el dinero les urgía, Helenita telefoneaba diciendo que su madre se estaba suicidando o ella en fase final de un cáncer. Una madrugada me llamó llorando: su mamá se había suicidado respirando el gas del horno. Yo debía pasar a pedir dinero a tal o cual para pagar la funeraria. Cuando llegué a su casa, Helena me recibió con una sonrisa radiante pidiéndome el dinero y agregando: “Un milagro, un milagro de la Virgen del Pilar, mamá resucitó.”

Resucitada y con sus guantes negros, Elena escribía sobre la princesa Anastasia y sus memorias de la guerra de España donde, al ver una matanza, creyó perder la razón. O la perdió.

 

 

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