El papel de la crítica de poesía

El papel de la crítica de poesía:

Eduardo Milán en sus 70 años

José María Espinasa

 

Yo diría que el papel de la crítica de poesía es mantenernos alerta. La crítica de poesía y el ensayo sobre ella son hoy un género poco leído porque provoca intranquilidad. Tal vez sea el género menos leído de todos en su conjunto, por debajo de la poesía misma y –desde luego– por debajo de los otros géneros ensayísticos. Y sin embargo, tengo la impresión de que a Eduardo Milán mi generación, que es la suya, lo leyó mucho, desde que a fines de los años setenta y sobre todo en los ochenta sus reseñas y notas aparecían con frecuencia en las revistas y periódicos de la época, sobre todo en Vuelta. Nos descubrió autores, propuso temas, recuperó tópicos y provocó polémicas. Hoy día pienso que fue, que ha sido, que es el crítico de poesía con más influencia en los lectores de lengua española (no sólo en México), pues su presencia en el mundo editorial no se limita a nuestro país y es conocido en España, en Argentina, en su natal Uruguay y en otros países de habla
española.

Cuando él empezó a escribir el libro modelo, en cierta manera el paradigma de la crítica, era La máscara, la transparencia, del poeta venezolano Guillermo Sucre. Pero no era el único de su generación. Estaban también Saúl Yurkiévich, Ángel Rama, Tomás Segovia, Hugo Gola, Noé Jitrik, Rafael Gutiérrez Girardot, Emir Rodríguez Monegal, José Miguel Oviedo… y algunos que se me olvidan. Tres presencias tutelares los recorrían como norte de su labor: Jorge Luis Borges, José Lezama Lima y Octavio Paz. El libro de Sucre llamaba la atención por ser el primero en proponer un mapa reconocible en la diversidad de tonos y estilos de la lírica de nuestro idioma. Tendencia que acompañaba la narrativa, con libros como La nueva novela hispanoamericana, de Carlos Fuentes, y unos años después De la barbarie a la imaginación, de R.H. Moreno Durán. Si hay un heredero director del trabajo de Sucre ese es Eduardo Milán, en libros como Ensayos por ahora, En suelo incierto y Yo que se apoya en tierra purpúrea (menciono deliberadamente tres publicados en México y aun disponibles en librerías).

Milán, que había llegado de Uruguay a México, huyendo del enrarecido mundo político del Cono Sur (Chile, Argentina, el propio Uruguay), estaba atento a lo que se hacía en otros países de lengua española y lo compartía con sus lectores mexicanos, tenía los contactos para “estar al día” y anunciarnos las buenas (y las malas) nuevas de las más recientes propuestas poéticas. A su vez tenía una sólida formación teórica no académica y podía leer en otras lenguas, destacando entre ellas el portugués, que no era tan frecuente como ahora entre nosotros. Eso resultaría esencial para sus reflexiones, pues abordaría y nos hablaría de la poesía concreta brasileña. Era –es– un crítico radical, pero no energúmeno ni impositivo, aunque sí muy hábil ante el lector. Sobre todo no fue excluyente, aunque sus preferencias fueran visibles. En las líneas siguientes voy a tratar de sintetizar algunas de sus virtudes.

 

Búsqueda y experimentación

Eduardo Milán supo leer y vincularse con lo que llamamos poesía crítica, que vivía su época dorada en aquellos años, en especial a través de la labor de Octavio Paz en su regreso a México. Casi todos coinciden en señalar lo deslumbrante que fue el Paz de los sesenta y setenta, que alcanza su cenit a principios de los ochenta, cuando Milán empezaba a escribir. También eran los años de la revelación de Paradiso y la proyección de Lezama Lima entre los lectores, de manera paralela y más profunda a la consolidación del Boom latinoamericano. Paz tuvo la inteligencia de darle tribuna en la revista Vuelta, que prolongaba la aventura efímera (apenas cinco años) de Plural. Eso le permitía ser el crítico de poesía mejor posicionado para incidir en los lectores, divulgar la obra de otros y alcanzar para sus ideas y propuestas un terreno fértil, lectores con coincidencias y simpatías, pero también con ganas de discutir y disentir. A su vez, ya en un nuevo siglo, el actual, lo situaba como el mejor aprovisionado para afrontar no la biografía del poeta sino la lectura de la lírica del autor de Los hijos del limo (otro libro central de la crítica poética).

No lo ha hecho. O mejor dicho: lo ha hecho de una manera peculiar, inteligente y acertada, repartiendo ensayos y juicios sobre ella a través de los comentarios a otros poetas o, si se ocupa específicamente de Paz, repartiendo los textos en diferentes libros. Él ha seguido una línea estrategia que podemos calificar de fragmentaria, alejándose de la monografía y el tratado y a veces acercándose a la síntesis aforística. De Lezama a su vez tomó ese aliento mítico de las eras imaginarias, acercándolas a través suyo a los diversos neobarrocos del continente literario en español. Desde la trinidad Borges-Lezama-Paz, Milán privilegia autores y textos vinculados a la búsqueda y experimentación, no esconde su admiración y simpatía por las vanguardias ni oculta sus fuentes teóricas –Blanchot, Deleuze, Derrida, Foucault– ni la necesidad de encontrar originalidad en lo que lee. Curiosamente, tampoco renunció a un posicionamiento político de izquierda no dogmática, que podía criticar abiertamente y con dureza a la ortodoxia marxista, a los socialismos realmente existentes y a hacer lo mismo con la derecha y los capitalismos salvajes posteriores a la caída del Muro de Berlín.

Aquella paradoja, que volvió los cascajos del Muro piezas de museo y objetos para coleccionistas, también supo advertirle los peligros de la fragmentación crítica. Sus reseñas, que le dieron un lugar notable en los ochenta, alimentaron, reescritas y repensadas, sus libros a partir de los años noventa. Supo sumar una inteligente forma de difusión a la vez que, discreta pero firmemente, desarrolló una obra notable como poeta (de la que me ocuparé en otro lugar). Supo darse cuenta de lo que estaba pasando: México había vivido desde los años cincuenta una primavera en la publicación de revistas, pero se acercaba a su fin, vinculada
al reloj vital de Octavio Paz. Además, la transición española había provocado un renacimiento de la industria española en los últimos setenta y primeros ochenta, contrastando con el panorama más negro que gris en los países del sur del continente americano. A eso hay que sumar la amenaza por los cambios que provocaba la aparición de la web. Paz muere en 1998 y con él la revista Vuelta, después de treinta y cuatro años. Un nuevo siglo se anuncia, pero tal vez su novedad sólo fuera cronológica. Milán afrontó la situación pasando de ser un autor sin libros a tener una numerosa bibliografía.

Lo que la lectura de sus reseñas provocaba, las ganas de leer al autor analizado, también está en sus libros. Son una invitación a conocer y compartir las lecturas y sobre todo no pretende sustituir al autor y su obra por una teoría; no anula el referente, lo provoca a hacerse presente. Así es como ha conseguido que autores desconocidos en México estén ahora muy presentes –pienso en Héctor Viel Temperley– y que algunos mexicanos sean leídos más allá de las fronteras –Gerardo Deniz, David Huerta, Coral Bracho. Por otro lado, la web ha paliado, aunque no resuelto, las dificultades de circulación de eso autores secretos o semisecretos de los que se ocupa. Pongo el ejemplo de Jorge Medina Vidal: hasta que Milán habló de él, para mí era un absoluto desconocido. Por otro lado, su discurso, ligado a la poesía crítica, ha tenido un arraigo difícil en un lector distinto del de los años setenta y ochenta, y su trabajo como factótum o partícipe en varias antologías no ha sido tan acertado como debería. Supo distinguir y tuvo el valor de señalar el tradicionalismo de la poesía mexicana, a pesar de Paz y Poesía en movimiento, y eso provocó una relación ríspida, no fluida, con la lírica del país en que vive, en especial la de sus estrictos contemporáneos. Lo que me lleva a dudar de que en estos años veinte del nuevo siglo su labor haya echado raíces en los nuevos lectores, dos ripiosas novedades que dan un resultado más bien conservador.

Hay que tener en cuenta que la relación entre los lectores y el ensayo, en especial el ensayo que se ocupa de la poesía, no pasa por un buen momento. El ejercicio hecho párrafos arriba de enumerar los críticos presentes en los años sesenta se vuelve más difícil en los ochenta: Piglia, Echavarren, Balza, Moreno Durán en América Latina, Sánchez Robayna y Casado en España, Ponte en Cuba y no muchos otros. Más grave aún: la conversación sobre poesía se ha vuelto muy rala, sin densidad, sin continuidad. ¿En dónde están los lectores? La compleja propuesta de Eduardo Milán se enfanga en ese contexto y nos corresponde sacarlo a la luz. Sirvan estas palabras como homenaje y para agradecerle enormemente su labor.

 

Esta entrada fue publicada en Mundo.