Tres prototipos de mexicanos como propuesta: «Juan Perez Jolote, La vida Inutil de Pito Perez y Macario»

 Juan Rulfo [Fragmento de «Macario»]

…Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche…

LA VIDA INÚTIL DE PITO PÉREZ
JOSÉ RUBÉN ROMERO
Fragmento

«Una vez, al calor de las copas, que era el clima más propicio para Pito Pérez, se organizó una timba, y Pito, por no dejar de beber de gorra, quedóse en ella como un simple mirón de la partida. Pero algún chivato dio el soplo a la policía, que se presentó de improviso y cargó con todos y con todo, como suele suceder, inclusive con Pito Pérez, a quien importábale un remoquete igual al suyo el ir a la cárcel.

Al llegar su turno, el Prefecto interrogó a Pito Pérez:

– Diga usted la verdad. ¿En aquel garito jugaban con naipes marcados?

– No sé que estarían jugando los otros: yo jugaba a las escondidas.

– ¿Y de quién se escondía usted, señor Pérez?

– De usted, señor Prefecto, a quien no tenía el gusto de conocer, porque no me place la amistad con las autoridades, ni del ramo civil ni del eclesiástico. Todos ofrecen castigarme en esta y en la otra vida y ninguna me brinda un pedazo de pan.

– No diga chirigotas. Usted y sus socios jugaban con barajas marcadas. Confiese, y pronto…

– ¡Pero si aún no llega la Cuaresma!

El Prefecto, iracundo, olvidándose -por un momento nada más- de que las leyes prohiben en nuestro país las torturas corporales, ordenó a uno de los gendarmes que aplicara a Pito Pérez media docena de palos, pero al primero que recibió en la espalda, levantó una mano pidiendo tregua, y dijo al Prefecto:

– Un momento yo no soy burro para que me hagan caminar a palos. Estoy dispuesto a decir lo que he visto y todo lo que sé, pero confidencialmente. Que me perdone Dios si cometo una felonía con mis compañeros y si al descubrir su grave secreto les hago un gran perjuicio.

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– Señor Prefecto, usted sabe cómo son de misteriosos los tahures. Misteriosos y… lo demás, como los ratones, pero yo, por respeto a la autoridad, no lo digo.

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– Eran cinco alrededor de la mesa. Yo lo conté y ví cómo se miraban las manos y cómo ninguno perdía de vista al que barajaba. Y todo en el más absoluto silencio. El que tenía la baraja la fue repartiendo con los dibujos bocabajo. Fíjese usted en el detalle. Cada quien recogía sus cartas, las juntaba, las apretaba y les miraba las puntitas, los filos nada más, como si temieran que las figuras se escaparan. Yo, detrás de ellos, por más atención que ponía, no alcanzaba a ver nada. Pero, espere usted que recuerde, señor Prefecto. Sí ¡ya está! Cuando se descuidaban, yo veía unas cabezas con corona que decían que eran reyes, y los cascos de unos animales que aseguraban que eran caballos. Los jugadores pronunciaban una palabra cabalística, incomprensible para mí, que yo creo que era la seña a que usted se refiere. Decían: paso, paso, y tiraban las barajas en medio de la mesa. Después, volvían a comenzar, porque los amigos de Birján son muy misteriosos, como los ratones…

– Llévense de aquí a este imbécil -gritó el Prefecto sin poder contenerse.

– Gracias, señor -exclamó Pito Pérez, haciendo zalemas-. Usted me ha comprendido, y usted, además, me quiere. Estoy seguro de ello, porque mi familia también me llama imbécil y afirma que me quiere mucho. Espero que mis informaciones le hayan sido útiles, pero, por sus hijos, no diga a mis compañeros, que los he traicionado.

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág.140

Ésta es la historia de Juan Pérez Jolote, un indio maya tzotzil de San Juan Chamula, en México. En este capítulo nos cuenta sobre sus primeros años.

No sé en que año nací. Mis padres no lo sabían, nunca me lo dijeron. Soy indio chamula, conocí el Sol allá en el lugar de mis antepasados que está cerca del Gran Pueblo, en el paraje de Cuchulumtic.

Me llamo Juan Pérez Jolote. Lo de Juan, porque mi madre me parió el día de la fiesta de San Juan, patrón del pueblo. Soy Pérez Jolote porque así se nombraba a mi padre. Yo no sé cómo hicieron los antiguos, nuestros «tatas», para ponerle a la gente nombres de animales. A mi me tocó el del guajolote.

Conocí la tierra de cerquita, porque desde muy pequeño me llevaba mi padre a quebrarla para la siembra. Me colocaban en medio de mi padre y mi madre cuando trabajaban juntos en la milpa. Era yo tan tierno que apenas podía con el azadón. Estaba tan seca y tan dura la tierra, que mis canillas se doblaban y no podía yo romper los terrones. Esto embravecía a mi padre, y me golpeaba con el cañón del azadón, y me decía:

-¡Cabrón, hasta cuándo te vas a enseñar a trabajar!

Algunas veces mi madre me defendía, pero a ella también la golpeaba.

Ahora pienso que tuve mala suerte con ese padre que me tocó. Bien me daba cuenta que a otros niños sus papás los trataban con muchas consideraciones y con harta paciencia los enseñaban. Pero a mí ese padre, con su trago y sus golpes, hizo que se me creciera el miedo en la barriga y ya no quería aguantarme junto a él, no me fuera a matar en un descuido.

Un día domingo, a la hora en que pasa por el camino la gente que vuelve de San Andrés, después de la plaza, me acerqué a una mujer zinacanteca y le dije llorando:

-Mira, señora, llévame para tu casa, porque mi papá me pega mucho. Aquí tengo mi seña todavía, y acá, en la cabeza, estoy sangrando. Me pegó con el cañón de la escopeta.

-Bueno -me dijo la mujer-. Vámonos.

Y me llevó para su casa donde tenía sus hijos, en Nachij.

No muy cerca de esta casa, en otro paraje, había una señora viuda que tenía cincuenta carneros. Cuando supo que yo estaba allí, vino a pedirme diciendo a la mujer que me había traído:

-¿Por qué no me das ese muchacho que tienes aquí? No tiene papá, no tiene mamá. Yo tengo mis carneros y no tengo quién me los cuide.

Luego me preguntó la mujer que me trajo:

-¿Quieres ir más lejos de aquí, donde tu papá no te va a encontrar?

-Sí -le dije. Y me fui con la mujer de los carneros, sin saber adónde me llevaba… pero más lejos.

No recuerdo cuántos meses estuve con aquella mujer; pero fue poco tiempo, porque me fueron a pedir otros zinacantecos. Eran hombre y mujer, me querían para que cuidara sus frutales. Le dieron a la viuda una botella de trago, y me dejó ir.

Yo sentía ganas de jugar a Pedro Iguana con otros niños, o ser un «cazador» en el juego de escarbar la moneda, pero los grandes nomás me daban trabajo. Mi nuevo trabajo era espantar los pájaros que se estaban comiendo las granadas y los plátanos. Aquí, mis patrones tenían dos hijos. Eran muy pobres. Para vivir sacaban trementina de los ocotales y la llevaban a vender a Chapilla. Siquiera los viejos me compraron unos huaraches.

Un día me llevaron a tierra caliente a buscar maíz. Allá trabajaban los zinacantecos haciendo milpa. Llegaron con un señor que tenía montones de mazorcas. Todos ayudamos al señor del maíz en su trabajo; unos desgranaban metiendo las mazorcas en una red y golpeando duro con unos palos, otros lo juntaban y lo encostalaban. A mí me puso a trabajar el dueño, como si fuera mi patrón, y todo el día estuve recogiendo frijol del que se queda entre la tierra. Cuando terminé, me puso a romper calabazas con un machete, para sacarles las pepitas.

Cumplimos tres días de trabajo. Luego los viejos se fueron con sus hijos y yo me quedé para desquitar el maíz que se habían llevado. Con el dueño del maíz estuve partiendo calabazas, hasta que se juntaron otros quince días. Y aunque los viejos tenían que desquitar más cargas de maíz, ya no me dejaron allá. Me dio gusto irme con ellos a su casa porque las plagas y los mosquitos de tierra caliente no dejan dormir. Me dieron para mí una carguita de caracoles de río y eso me puso más contento.

Pasó el tiempo y me volvieron a llevar a tierra caliente. Esta vez los viejos se habían quedado en casa: fui solo con los dos hermanos. Llegamos donde vivía el hombre que tenía el maíz y me dejaron vendido con él por dos fanegas. Llevábamos cuatro bestias y los dos hermanos las cargaron con el maíz que recibieron a cambio de mí. Entonces me dijeron:

Aquí quédate. Volvemos por ti dentro de ocho días.

Pero ya no volvieron.

Lloré porque iba a quedarme lejos. Los viejos no me pegaban. Nunca me regañaron… Tal vez me querían; pero eran pobres y no tenían maíz, no tenían tierra… ­¡Cómo volver a su casa si me habían vendido para tener qué comer!

Todos los días llegaba un ladino que vivía en una hacienda cerca de Acala. Era el dueño de la tierra, y el zinacanteco del maíz le pagaba por sembrar en ella… Este ladino iba a ser mi nuevo dueño.

Me quería llevar con él porque no tenía hijo y estaba solo con su mujer. El señor que me compró se llamaba Leocadio. Al día siguiente, de madrugada, oí que relinchaba su caballo. Habló con el dueño del maíz. Llegaba para llevarme. Me montó en las ancas de su caballo, y fui con él a su casa.

Al llegar me entregó con su señora diciéndole:

-Mira, hijita, aquí traigo este muchachito que se llama Juan, para que nos sirva en el día. Para que traiga agua en el tecomate y para que le dé de comer a los coches. Le entregas un machete viejo para que rompa las calabazas.

Cuando estuve con el señor Leocadio, supieron las autoridades que el señor tenía un huérfano y le avisaron que me iba a recoger el gobierno para ponerme en un internado. Y un día, por la mañana, llegaron dos policías cuando yo ya había regresado de la ordeña. Me preguntaron de dónde era y les dije que era chamula. También tuve que decir que mis papás estaban vivos y que salí huido de mi casa porque me golpeaba mucho mi papá.

Llamaron por teléfono a San Cristóbal y de allí a Chamula, para mandar llamar a mi padre con los mayores del pueblo. Antes que llegara mi padre, le dije al señor presidente:

-No quiero ir con él, no sea que me vaya a matar por el camino.

Cuando mi padre llegó, eso le dijo el presidente, y que yo iría si iba mi madre a buscarme. Mi padre volvió a Chamula y yo me quedé con el señor presidente.

A los quince días volvió solo mi papá y me dijo:

-Ya no te voy a pegar… Vamos a la casa, tu madre llora por ti.

Yo no sé si le creí que ya no me iba a pegar; me regresé nomás para no darle penas a mi madre.

Habían pasado siete meses desde que salí de mi casa. Ocho días después de haber vuelto, mi padre empezó de nuevo a darme con cueros, mecapales y palos, y a decir que había sufrido mucho para encontrarme. Ahora me tocaba a mí sufrir la lluvia de golpes y de insultos. Me daban hartas ganas de huirme otra vez, mucho más lejos de tierra caliente, y ya no regresar, ni siquiera por mi mamá.

Un día pidió mi papá doce pesos a un habilitador de los que andan enganchando gente para llevarla a trabajar a las fincas. Cuando llegó el día para salir al camino, no lo encontraron porque estaba emborrachándose, y me llevaron a mí en su lugar para que desquitara el dinero que él había recibido. Fue conmigo mi tío Marcos. Hicimos cuatro días de camino.

La finca estaba en tierra caliente y tenía plantaciones de cacao y de hule. Pero no trabajé como los demás; sólo traía agua de un pocito para un caporal. Los hombres fueron contratados por un mes y les pagaron doce pesos. Cuando cumplieron el mes, llegaron otras cuadrillas a la finca para ocupar su lugar. Mi tío y yo volvimos a nuestras casas.

Todos los días, desde que regresé, iba con mi mamá a traer leña al monte. Una vez fuimos los tres: mi papá, mi mamá y yo. Llevábamos una bestia que era muy cimarrona: no se dejaba cargar. Yo detenía el lazo de la bestia; pero mi mamá no aguantaba la carga de leña que iba a ponerle encima. Entonces mi papá cogió una raja de leña y nos dio con ella. A mi mamá le pegó en la cabeza y le sacó sangre. Volvieron a cargar la bestia, y después de pegarle también a ella, recibió la carga.

Volvimos al paraje; pero yo me quedé en el camino y me fui a San Cristóbal. Conocía el camino por que mi papá y mi mamá me llevaban con frecuencia cargado de zacate para venderlo allá.

Cuando llegué, me encontré en la calle con un hombre que buscaba gente para las fincas de Soconusco. Le dije que si me llevaba, pero de huido, ésa era la verdad, porque mi papá me pegaba. Él me dijo que con mucho gusto me llevaría. Fue a hablar con el habilitador, y luego me preguntó que cuánto dinero quería. Yo le dije que lo que me diera, pero que no fuera mucho. Eso dije y recibí doce pesos.

Llegué a una finca de Soconusco donde ganaba diez centavos diarios. Trabajaba con los patojos, pues aparte trabajaban los hombres y aparte nosotros. Los hombres lo hacían por tarea. Yo limpiaba las matas de café para que no criaran monte.

El patrón y el caporal me querían mucho y con frecuencia el caporal me mandaba por la tierra de los tacanecos acompañando a su mujer. Yo me sentía a gusto.

Pasó un año, y me siguieron dando diez centavos diarios por que me descontaban para desquitar lo que me habían adelantado. Así se me fue haciendo costumbre desquitar.