Si no se está escribiendo,
Bien detenida la mirada en la vida y en la obra de Ricardo Garibay, se divisa en un instante, “la fiera infancia» que de alguna forma es «la senda del perdedor», y al mismo tiempo es la admiración del mexicano por la mujer, se nota su coqueteo con el cine, del que luego se burla, es la crónica del lujo y el hambre en el México que recrea, es su entrada tardía al camino de la literatura, siendo ésta, su liberación del infierno de la infecundidad.
Denostado por su personalidad y su comportamiento irreverente y pendenciero, murió haciendo lo único que siempre quiso:
Leer y Escribir
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Así pensaba y así vivió Ricardo Garibay, hijo predilecto de Tulancingo, Hidalgo, su ciudad natal, a la que regresó muchos años después, nada más porque le iban a poner su nombre a un callejón lodoso, a espaldas de un cine. Desde luego, rechazó el gesto y le indicó al gobernador que por lo menos se merecía una calle de cien metros «con un camelloncito».
¿Por qué escribo?, se preguntaba Ricardo Garibay y se contestaba así mismo: “Es un hondo placer escribir. El que haya logrado el adjetivo imprescindible, la imagen exacta, la idea claramente expresada me creerá. También me creerá el que haya languidecido tras el poema o el que haya anhelado el mundo de la calle, despreocupado, placentero, mientras maldice su vocación y pelea consigo mismo”.
En una larga entrevista que sostuvo Ricardo Garibay con Javier Sicilia y Patricia Gutiérrez-Otero para la revista Ixtus en 1997, en la que el punto de partida fue la espiritualidad, ocurrió algo insólito al hablar sobre la nostalgia que sentía por no haber cumplido con el dogmatismo cristiano. El hombre de recio carácter lloró ante sus entrevistadores, se derrumbó el intelecto y la jactancia del gran escritor.
En la literatura de Garibay es casi impensable hablar de las mujeres sin un nexo con la divinidad, «es el lado secreto de la luna», aseguraba. Creyente sin credo, su estilo de vida le costó una tremenda carga de culpas.
Y aunque un poco tarde, se han venido sucediendo poco a poco las cosas que se le negaron en vida: los homenajes, los reconocimientos, los estudios académicos, las antologías y las recopilaciones.
“Un hombre ama a una mujer. La mujer lo despide. El hombre se queda sin la más bella razón de existir, que era esa mujer. Nada podrá devolverle el sentido de la vida. Eso es desesperación”.
Ricardo Garibay era con mucho, más sabio y opulento que Jaime Sabines como escritor, y sin embargo, durante mucho tiempo trataron de considerarlo como si no fuera nadie.
¿Por qué? Por su manera de ser, por sus ganas de estar continuamente en violencia contra el mundo. Simplemente, si podían premiar a otro en vez de él, lo premiaban.
Era una manera de no hacerle caso. No había nada expreso contra él, más que el silencio». Pero Ricardo Garibay contestó así cuando se le preguntó al respecto: «A mí no me ningunean, yo soy el que los ninguneo a ellos.»
Polígrafo consumado, se abismó en todos los géneros (quizá sólo le faltó incursionar a fondo en la poesía) y todos dominó: novela, cuento, crónica, ensayo, memorias, artículo periodístico, semblanza, comentario, viñeta, retrato, reportaje, guión cinematográfico, teatro…
“Nada es tan fascinante como contar lo que hace un ser humano en la vida, en cualquier día. Si hay lucidez literaria, ahí estará todo, todos los secretos de la existencia estarán ahí”.
Manuel Gutiérrez Oropeza afirmó: «Por la rotundez con que aborda el género, porque sabe convertir lo cotidiano en extraordinario, los cuentos de Ricardo Garibay deberán ocupar un sitio de memoria en una sociedad con mejores lectores.»
El hidalguense publicó casi sesenta libros y lamentablemente, como bien lo apuntó Emmanuel Carballo, lo eclipsó la gloria de sus condiscípulos en el Centro Mexicano de Escritores en 1952-53, Juan José Arreola y Juan Rulfo, autores «más bien estreñidos», en sus palabras.
Al principio los tres subían como la espuma, uno tras otro, se sucedían cuentos de cada uno de ellos, a cuál más valioso. Así fue hasta que en 1955 Garibay se detiene.
La obra de Ricardo Garibay es paradójica, controvertida y desigual, como su propia personalidad.
En el largo estante que ocupan sus libros, al lado de obras eminentemente alimenticias, como algunas recopilaciones de sus artículos periodísticos y reportajes hechos por encargo de algún funcionario, se encuentran novelas y cuentos fundamentales de la literatura mexicana: Beber un Cáliz, La casa que arde de noche, Triste domingo, Fiera infancia y otros años, Par de Reyes…
En los 10 volúmenes que conforman las Obras Reunidas de Ricardo Garibay, el autor comparte sus propias visiones y sentires acerca de la literatura y la vocación del escritor, experiencias a las que asistió no como quien tiene una revelación sino a través de una poderosa necesidad, acaso una necedad, que él mismo expresaba de la siguiente manera:
“El oficio hay que practicarlo una vez y otra vez, y otra vez, y todos los días, y no tener más afán que esa necesidad de seguir escribiendo”.
Nunca, nadie, en la historia de la literatura mexicana, escribió tanto y tan bien como él, y a pesar de ello nunca una obra fue tan ninguneada por la cultura oficial, los suplementos culturales, las revistas literarias y los estudios académicos como la suya.
A los jóvenes escritores recomendaba: «Ser sumamente humildes frente a su oficio y sumamente soberbios frente a los demás, no arrodillarse jamás ante nadie, ser verdaderamente un lépero ante la autoridad y un perro con la cola entre las piernas ante el propio afán de escribir; nada más.»
Dice Vicente Leñero: «El de Tulancingo Hidalgo nunca llegó a ser lo que quería y debió ser por derecho propio: un escritor reconocido arrolladoramente, premiado y aplaudido por un público unánime, en punta de los que conforman su generación y de los que vinieron después y no alcanzaron a forjar un estilo tan propio, una prosa de cadencias tan bravas, un amor tan perfecto al oleaje feliz de las palabras.»
Al citar un pasaje de una novela de Bukowski, Ricardo Garibay le concede el reconocimiento de «una abismación literaria que es erotismo de limpia especie».