Creíamos que eran «cosas que pasaban en África» y, de pronto, las tenemos a
la vuelta de la esquina… se trata del hambre.
Jaime Septién
Creíamos que eran «cosas que pasaban en África» y, de pronto, las tenemos a la vuelta de la esquina. Se trata de la más mortífera arma de destrucción del tejido social que pueda enfrentar una ciudad, un país; se trata del hambre.
La crisis de alimentos que afecta al planeta nos afecta a todos. Así, sin adjetivos. Aunque salgan a los medios de comunicación con mil planes, eliminar los aranceles a los granos, elevar las cuotas de importación, subsidiar a los productos de la «canasta básica» (cada día más «básica»), los políticos no podrán detenerla. Por la simple razón de que fueron ellos los que la han creado, junto con sus aliados, los acaparadores y los especuladores locales o mundiales.
De 1950 al año 2000, la población mundial creció 2.7 veces, mientras que la producción de alimentos creció 7.5 veces. Hoy tenemos más comida que nunca. Y más hambre que nunca. Al año mueren 15 millones de personas de hambre; un ser humano cada dos segundos… ¿De dónde parte esta brutal injusticia? Del egoísmo que consiste en tasar al otro como un objeto; de la falta real —no abstracta, que de ésa se llenan la boca los líderes del planeta— de amor por los demás; finalmente, de la ausencia de temor de Dios.
Esperar la solución de los gobiernos, de las trasnacionales o de los caciques locales es esperar peras del olmo. Contrariamente a lo que nos recitan sus voceros (en los periódicos, en la televisión), el hambre se puede y se debe combatir desde mí o desde ti, atendiendo a una palabra tan manoseada pero tan rica como lo es la palabra solidaridad. Los primeros cristianos nos dieron la pauta: en sus comunidades a nadie le faltaba lo necesario porque todos ponían en común lo que les sobraba.
Primero que nada, hagámonos responsables de otra familia o de otra persona que lo estén pasando mal. Colaboremos fomentando la cero tolerancia ante el desperdicio. Busquemos consumir poco y, de lo poco, solamente lo necesario. Ahorremos no para atesorar sino para que otros tengan; seamos capaces, conforme vamos volviéndonos viejos, de desprendernos, de compartir lo nuestro, de velar por la vida de los otros. Que la muerte nos encuentre ligeros de equipaje para que, al final de la tarde, seamos juzgados por las obras del amor.
No son soluciones «científicas», ya lo sé, pero son las que parten del corazón, y son las que de verdad cuentan.