Entrevista con José Luis Martínez
Mi amigo Juan José
A mediados de 1999, el historiador, bibliófilo, ensayista, diplomático y funcionario cultural José Luis Martínez, recientemente fallecido el pasado 20 de marzo, nos concedió una entrevista, aún inédita, para hablar acerca de su amigo de infancia, Juan José Arreola, que en ese entonces se hallaba enfermo de hidrocefalia.
El autor de Nezahualcóyotl, Hernán Cortés, La expresión nacional, El ensayo mexicano moderno I y II y Literatura mexicana. Siglo XX, entre innumerables ensayos, revivió diversas anécdotas de su relación con Arreola.
Juan José Arreola y yo nacimos el mismo año, en 1918. Somos viejos los dos, pero pobrecito, a él le ha ido más mal que a mí, porque tiene hidrocefalia, y los doctores tienen que curárselo. Eso le ha impedido hacer buen uso de los sentidos, no puede hablar el pobre, ni moverse. Dicen que nada más puede ver y sentir, pero no moverse. Ha de ser horrible eso. Me da pena su situación. Yo lo vi hace poco, antes de su mal, en Guadalajara. Siempre que voy allá trato de buscarlo.
Yo nací en un pueblo de Jalisco que se llama Atoyac, muy cercano a Ciudad Guzmán (antes Zapotlán el Grande). Pensando que en ese pueblo no había escuelas suficientes, mi padre decidió que nos fuéramos a Ciudad Guzmán, que es uno de los pueblos grandes de Jalisco. Ahí me inscribieron en un colegio de monjas, donde conocí a Juan José.
Era una escuela de párvulos, que luego se convirtió en un kinder. Éramos los únicos varones en un salón de clases de puras niñas. Pero a Juan José y a mí nos sentaban juntos en una banca. Ambos teníamos una nana que nos llevaba a la escuela; la mía se llamaba Lupe y la de él Agustina.
Después coincidimos los dos en la primaria, en una escuela llamada Renacimiento. Tuvimos como maestros a los hermanos Aceves, a quienes apreciábamos mucho, porque nos despertaron el gusto por la lectura y por las letras: nos hacían leer en voz alta. Todavía recuerdo aquellas recitaciones de versos: «El ruiseñor cantaba, la noche era divina…» A esa escuela íbamos, Juan José y uno de sus hermanos, Rafael, que era muy simpático.
Los hermanos Arreola eran muy ingeniosos y listos. Tenían un padre que les enseñaba cosas prácticas: armar y desarmar bicicletas y relojes. Desarmar un reloj era muy difícil, y armarlo era mucho más por los pequeños instrumentos. Los relojes eran más grandes que los de ahora, se usaban de bolsillo. Los de los ferrocarrileros eran muy apreciados.
Arreola era muy bueno para andar en bicicleta y en general para el uso de la imaginación y la palabra. Recuerdo que él inventó una religión,
Nos reuníamos a la hora del recreo en un corral de la misma escuela. Era un pesebre abandonado donde simulábamos nuestros sacrificios y encerrábamos a nuestros rehenes que íbamos a sacrificar. Los padres de familia fueron a quejarse porque sus niños estaban perturbados por eso. Y nos prohibieron ese juego complicado.
En su libro de memorias, Memoria y olvido, Juan José me atribuye una frase bonita: «Y
Cuando salimos de Zapotlán y nos fuimos a vivir a Guadalajara, dejé de ver a Juan José. El hizo su vida pintoresca desde entonces. Cuando yo estaba viviendo en México por los años cuarenta, empecé a leer en revistillas de Guadalajara (Occidente, Eos, Pan) cuentos suyos. Y escribí un artículo en Letras de México, recordando a aquel amigo de infancia y celebrando la calidad de sus cuentos muy bien escritos. Pero prefiero su novela La feria, me parece su mejor obra.
No entiendo por qué le gustaban tanto los libros de Giovanni Papini, al que leí en mi adolescencia, pero ahora yo no me interesa. Es un autor muy obcecado y atormentado. Orso Arreola rescata en su libro El último juglar los diarios de su padre, muy sentimentales, pero carecen de la imaginación literaria de Juan José.
En la época de Poesía en Voz Alta, mi esposa y yo íbamos a ver las representaciones que organizaba Juan José, sobre poemas del Siglo de Oro español y de piezas cortas. Era el recitador y animador, vestido como los payasos antiguos, con zapatos de punta. Era muy delgado y ágil.
Una vez lo invité a cenar saliendo de
Tal vez porque se había puesto mal del estómago que nunca se recuperó. Pero se había arreglado la vida con el vino. Se emborrachaba continuamente.