Heridas de un manual de estilo
Antonio Cajero
«Peca más el corrector que no enmienda, que el escritor que no escribe correctamente», expresa Rosina Conde en sus Apuntes sobre la corrección de estilo. A estas alturas, la mayoría de las editoriales comerciales y universitarias cuentan con correctores de estilo que pulen la redacción final de los documentos en proceso de impresión, es decir, los ajustan a las normas gramaticales y a la línea editorial.
No hay libro que no pase por las manos de este curador de «heridas del texto». Corregir el estilo, la forma particular de escribir de un autor (con sus giros, muletillas, barroquismos, elipsis, por sólo citar los rasgos superficiales de un estilo), no consiste únicamente en enmendar faltas de ortografía, sino en revisar y hacer legibles las ideas de un autor. La pericia del corrector, por ello, incide en varios planos: ortografía, léxico, puntuación, sintaxis y, cuando se requiere, en el contenido y la estructura del texto. Además, el corrector debe partir de una premisa, por mucha que sea la tentación: nunca debe reescribir un documento.
Los manuales de corrección han tomado auge debido, principalmente, a la vindicación de este oficio en las empresas editoriales. Mario Muchnik publicó recientemente sus Nuevas normas de estilo (2006), en una versión «corregida, actualizada y aumentada». Duele como un puñal, sin embargo, su investidura de editor: «El placer de editar tiene un componente de impunidad muy seductor: ‘En mi casa mando yo’, y si un autor no está de acuerdo con mis normas de estilo puede buscarse otro editor.»
En el caso de este celoso editor debe destacarse, pero también condenarse, su obstinación por ofrecer productos impecables formalmente, aun a costa de los contenidos: «Antes de que una obra valga por lo que dice, tiene que valer, en esta casa, por cómo lo dice.» Esta posición se explica no únicamente porque es el dueño de la editorial, sino porque tiene experiencia en el ámbito de la corrección y resulta natural que este Santo Oficio de la escritura prive en su postura como editor. La fórmula, a mi parecer, tiene que equilibrarse: las obras tienen que valer por lo que dicen y por cómo lo dicen. Después de todo, la forma es el fondo; más aún: no hay fondo sin forma.
Mario Muchnik, por mucho que en su casa mande él y por más que sus Nuevas normas sean un utilísimo recurso, comete fallas que no requerirían de su anuencia para corregirlas, acaso en la tercera edición; como dice al principio, nobody is perfect…: habría que devolver su equilibrio a los múltiples anantapodótones, pulir el abuso de la expresión a nivel y la recurrencia del mismismo, heridas que bien pueden restañarse en casa.
Por supuesto, los aciertos de Muchnik resultan considerablemente mayores; sólo hago caso de lo que propone, a manera de invitación: quien emplee su manual de estilo «queda cordialmente invitado por la editorial a proponer correcciones y agregados». Por mi parte, ni correcciones ni agregados: sugerencias de un aficionado. Cabe, sí, rescatar un hecho que los modernos correctores a menudo pasan por alto: «Los correctores de estilo, como los tipográficos, han de trabajar siempre en papel; nunca en pantalla.» Habría que esperar, sin embargo, unas Nuevas nuevas normas de estilo para bien de las publicaciones hoy tan atiborradas de barbarismos, idiotismos y vicios de toda laya.