Educar en libertad
¿Con qué sustento moral estimularía a sus alumnos para conocer y ejercer sus propios derechos?
Tanto la educación pública básica en México como la organización sindical de los maestros de este nivel educativo, se encuentran secuestrados por una lógica de poder, donde la obediencia, el silencio y la quietud, son medios y fines de un mismo fenómeno.
Los intereses económicos y políticos de grupo de aquellos que dicen representar a los maestros, como los del gobierno federal en turno, confluyen en una peculiar simbiosis por el control autoritario del espacio educativo.
En su labor docente, un “buen maestro”, y por lo tanto sujeto a reconocimientos laborales, es aquel que no es “problemático”, es decir, que mantiene en orden, quietud y silencio obedientes a sus estudiantes.
En el plano sindical ocurre lo mismo, “un buen maestro” es aquel que “no se mete en problemas” y acata dócilmente los nombramientos y directrices de la dirección sindical.
Las maestras y maestros de las escuelas primarias públicas del Distrito Federal son quienes componen
Sin embargo, varias generaciones de docentes han tenido que luchar para poder ejercer ese derecho. La pregunta obvia es:
¿Por qué tienen que luchar si, de acuerdo con las leyes en la materia, esa es su prerrogativa?
¿Dónde quedó el discurso democrático que reivindica la formación de sujetos críticos, libres, que aprendan a entender, cuestionar y transformar su entorno, a partir del ejercicio de sus derechos?
¿Dónde el elemental derecho de los maestros a elegir a sus representantes?
¿Están guardados en el baúl de los discursos demagógicos, bajo el candado de los poderosos intereses sectarios que defienden la cúpula sindical y el gobierno federal en turno, que abren sólo cuando se requiere endulzar discursivamente las relaciones de privilegio y opresión existentes?
De acuerdo con Paulo Freire, educar para la libertad requiere, como condición indispensable, perder el miedo a ser libres.
Para ello es necesario el reconocimiento crítico de la condiciones de opresión a fin de lograr, mediante acciones transformadoras, la instauración de una situación que posibilite la búsqueda de ser más.
El miedo a la libertad, nos dice Freire, con efectos diferentes se encuentra tanto en opresores como en oprimidos, aunque mientras para los oprimidos significa el miedo a asumirla, para los opresores significa el miedo a perder la libertad de oprimir.
Sin embargo, como dice un irredento y querido amigo, estudioso del sicoanálisis:
El miedo es un estado biológico, pero la cobardía es un estado de conciencia.
En esa lógica, en principio, el miedo es un estado de alerta con resortes biológicos, como el de la adrenalina que, si se controla, puede ser fundamental para la sobrevivencia.
En caso contrario, el miedo tiende a producir desde la parálisis, pasando por la histeria, hasta la autodestrucción.
La cobardía es la rendición, por la razón que sea frente al miedo.
Por fortuna, en el magisterio mexicano, desde siempre han existido personas que reconocieron y sometieron su miedo a la libertad, condición necesaria aunque no suficiente para decidir acciones transformadoras de su entorno y que, además, pasaron a la acción.
Lo mismo sucede en la actual generación de maestros de primaria pública del DF, quienes, ante el intento de imponerles una dirección seccional escogida por una señora de Polanco, cuentan a su favor con una historia de lucha sindical, la heredada y la vivida, que nutre su experiencia y su mística.
Es verdad que en su contra está el belicoso maridaje Gordillo-Calderón, pero también es cierto que, desde hace tiempo, esos personajes se rindieron ante su miedo, lo que, si bien los hace peligrosos, evidencia su enorme debilidad. Sobre todo ante quienes no temen a la libertad y, por lo tanto, no renunciarán a su derecho a decidir.
Carlos Ímaz Gispert