Xavier Villaurrutia: una experiencia latinoamericana
Esta es una historia doble: la de una lectora, Ida Vitale, que lee por primera vez a Xavier Villaurrutia en su Montevideo natal durante los años de la Segunda Guerra Mundial, y la de un poeta y dramaturgo, el mismo Villaurrutia, que es revisado aquí con precisión y originalidad.
Palabra que no sabes lo que nombras.
Palabra, ¡reina altiva!
Llamas nube a la sombra fugitiva
de un mundo en que las nubes son las sombras.
A mí mismo me prohíbo
revelar nuestro secreto,
decir tu nombre completo
o escribirlo cuando escribo.
Prisionero de ti, vivo
buscándote en la sombría
caverna de mi agonía.
Y cuando a solas te invoco,
en la oscura piedra toco
tu impasible compañía.
…me estoy mirando mirarme por mil Argos…
…sin más pulso ni voz y sin más cara.
sin máscara como un hombre desnudo
en medio de una calle de miradas.
y jugar con las fichas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño”.
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
Xavier Villaurrutia ya alcanzó ese estado de la gloria –al menos en México– que suele ofrecer la quietud herrumbrosa del cuarto de los trastos, cuyo contenido no se toca, por ese temor –que ahora siento– de no decir nada nuevo. La poesía siempre plantea dificultades y tan difícil es estrenar sutilezas en rápidas aproximaciones a lo ya consagrado como lo es el no equivocarse al distinguir y elegir entre lo novísimo. De ahí que, para intentar dilucidar cuál fue la significación de su obra en el marco latinoamericano, retroceda y me justifique tras otra, que tenía una suma muy discreta de años, dieciséis o diecisiete, y una desesperada ignorancia (el fardo más pesado desde que disponía de razón).
La ignorancia puede llevarnos al juego del libro sin tapas, aventura con riesgo de errores, tiempo perdido, adquisición de vicios, pero que, al cabo de un tiempo, afirma el gusto y lleva a saber, al menos, lo que no se quiere. Se leen cosas que nada ata entre sí, buenas, malas, extrañas, duraderas o borradas de inmediato. Al fin, se establece una jerarquía y aparecen referencias que se convierten en casilleros a llenar con otro autor, otro libro, una palabra no entendida, nuevas responsabilidades pendientes. Historia cuyos deberes aun se prolongan, y es la de tantos que carecieron de un maestro de tiempo completo, no siendo los otros suficientes. Al revés de Mallarmé, no he leído todos los libros, pese al remoto propósito, y hace mucho que sé que eso está bien.
En esa época atesoré dos hallazgos sin referencias previas: uno fue una plaquette con L’art et la mort, de Antonin Artaud, de bajo tiraje, que no sé cómo llegó a una librería montevideana y me hizo señas. El otro fue Nostalgia de la muerte, de 1938, rojo ciruela con letras blancas, de Sur, la benemérita editorial argentina, cuyo prestigio cultural tantos españoles refugiados ayudaron a cimentar y en la que confié a ojos cerrados. Pocos libros estuvieron tan unidos al espacio tiempo de una casa de azotea que me ofreció dos experiencias: el paso del Zeppelin, una noche de luna, y, una tarde, el lento hundimiento del Graf Spee, barco alemán acorralado frente a Montevideo por elementos de la flota inglesa, durante la Segunda Guerra Mundial. A esa azotea llevaba ciertos libros. Los de estudio se leían abajo, porque una interrupción no importaba. Uno como el de Villaurrutia pedía soledad. Sus fronteras eran misteriosas, conflictivas, comunicaban con otros territorios no menos conflictivos y misteriosos. Allí encontré por primera vez una cita de Michael Drayton. Con el tiempo olvidé esto por completo, leí al poeta inglés y escogí a mi vez otra cita.
Devota de Darío y del panteón nacional: Herrera y Reissig, Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira; de la Mistral y de Neruda, aún no conocía a Vallejo, a Huidobro, a Girondo. Fascinada con los clásicos, el Siglo de Oro, el 98 y la generación del 27, manejaba una riqueza ordenada de formas que se someten sin tortura al pensamiento, cuyas inflexiones dominan y modulan. Quien progresa por una literatura con tan gran densidad de tradición registra cambios, a menudo notables, sin sufrir sobresaltos. Adoré los sonetos de Gerardo Diego, consciente de la acrobacia que los hacía distintos pero no menos perfectos que un soneto clásico. Y me acostumbré a esa perfección de armonía y bonanza, aunque tantas veces el dolor precediera a la serenidad de la obra acabada. El dolor romántico me parecía de mucho prestigio y aún no me tomaba en serio el delicioso capricho saltimbanqui de la Fábula de Equis y Zeda, del mismo Diego, publicada en 1930, que hoy debería saber de memoria más allá de una cita vuelta oportuna metáfora: “Todo es pendiente que al patín convida.”
Pero la angustia, congelada y estatuida (en quietud mortal y marmórea de estatua vuelta fantasma) empecé a descubrirla en Villaurrutia, aunque esto sólo sea un episodio más de ese encuentro accidental de la lluvia sobre alguien sin paraguas.
La modernidad en que se amparan las vanguardias puede reconocerse en ciertos rasgos estilísticos de invención nada reciente. No es pecado disponer de recursos prestigiados por autores, grupos, escuelas, movimientos del pasado. En cambio, lo es desentenderse del peso, en términos de novedad, de los instrumentos que ayudan a dar el paso adelante, con firma al pie, si exigimos a la creación literaria total conciencia de sus artificios y de las normas de las que se aparta y a las que modifica.
Xavier Villaurrutia, crítico sagaz, que además ejerció una crítica de sostén de sus compañeros de grupo, en Una botella al mar, dice: “Pensará usted que yo hago de la angustia una poética, y tal vez no se equivoque.” En ese mismo texto –crítica que se disfraza de carta para ser más suave– aprovecha para rebelarse contra los juegos de palabras de Ortiz de Montellanos advirtiéndole que los suyos, sí, nunca son inmotivados o gratuitos, a la vez que los reconoce como un recurso que, si en la poesía española se remonta a Lope de Vega, en las de lengua inglesa o francesa tienen antiguo e indiscutido empleo. Es verdad que el gran hallazgo del Nocturno en que nada se oye
Esperanza López Parada
Fragmento
…me estoy mirando mirarme por mil Argos…
…sin más pulso ni voz y sin más cara.
sin máscara como un hombre desnudo
en medio de una calle de miradas.
y jugar con las fichas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño”.
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
Xavier Villaurrutia ya alcanzó ese estado de la gloria –al menos en México– que suele ofrecer la quietud herrumbrosa del cuarto de los trastos, cuyo contenido no se toca, por ese temor –que ahora siento– de no decir nada nuevo. La poesía siempre plantea dificultades y tan difícil es estrenar sutilezas en rápidas aproximaciones a lo ya consagrado como lo es el no equivocarse al distinguir y elegir entre lo novísimo. De ahí que, para intentar dilucidar cuál fue la significación de su obra en el marco latinoamericano, retroceda y me justifique tras otra, que tenía una suma muy discreta de años, dieciséis o diecisiete, y una desesperada ignorancia (el fardo más pesado desde que disponía de razón).
La ignorancia puede llevarnos al juego del libro sin tapas, aventura con riesgo de errores, tiempo perdido, adquisición de vicios, pero que, al cabo de un tiempo, afirma el gusto y lleva a saber, al menos, lo que no se quiere. Se leen cosas que nada ata entre sí, buenas, malas, extrañas, duraderas o borradas de inmediato. Al fin, se establece una jerarquía y aparecen referencias que se convierten en casilleros a llenar con otro autor, otro libro, una palabra no entendida, nuevas responsabilidades pendientes. Historia cuyos deberes aun se prolongan, y es la de tantos que carecieron de un maestro de tiempo completo, no siendo los otros suficientes. Al revés de Mallarmé, no he leído todos los libros, pese al remoto propósito, y hace mucho que sé que eso está bien.
En esa época atesoré dos hallazgos sin referencias previas: uno fue una plaquette con L’art et la mort, de Antonin Artaud, de bajo tiraje, que no sé cómo llegó a una librería montevideana y me hizo señas. El otro fue Nostalgia de la muerte, de 1938, rojo ciruela con letras blancas, de Sur, la benemérita editorial argentina, cuyo prestigio cultural tantos españoles refugiados ayudaron a cimentar y en la que confié a ojos cerrados. Pocos libros estuvieron tan unidos al espacio tiempo de una casa de azotea que me ofreció dos experiencias: el paso del Zeppelin, una noche de luna, y, una tarde, el lento hundimiento del Graf Spee, barco alemán acorralado frente a Montevideo por elementos de la flota inglesa, durante la Segunda Guerra Mundial. A esa azotea llevaba ciertos libros. Los de estudio se leían abajo, porque una interrupción no importaba. Uno como el de Villaurrutia pedía soledad. Sus fronteras eran misteriosas, conflictivas, comunicaban con otros territorios no menos conflictivos y misteriosos. Allí encontré por primera vez una cita de Michael Drayton. Con el tiempo olvidé esto por completo, leí al poeta inglés y escogí a mi vez otra cita.
Devota de Darío y del panteón nacional: Herrera y Reissig, Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira; de la Mistral y de Neruda, aún no conocía a Vallejo, a Huidobro, a Girondo. Fascinada con los clásicos, el Siglo de Oro, el 98 y la generación del 27, manejaba una riqueza ordenada de formas que se someten sin tortura al pensamiento, cuyas inflexiones dominan y modulan. Quien progresa por una literatura con tan gran densidad de tradición registra cambios, a menudo notables, sin sufrir sobresaltos. Adoré los sonetos de Gerardo Diego, consciente de la acrobacia que los hacía distintos pero no menos perfectos que un soneto clásico. Y me acostumbré a esa perfección de armonía y bonanza, aunque tantas veces el dolor precediera a la serenidad de la obra acabada. El dolor romántico me parecía de mucho prestigio y aún no me tomaba en serio el delicioso capricho saltimbanqui de la Fábula de Equis y Zeda, del mismo Diego, publicada en 1930, que hoy debería saber de memoria más allá de una cita vuelta oportuna metáfora: “Todo es pendiente que al patín convida.”
Pero la angustia, congelada y estatuida (en quietud mortal y marmórea de estatua vuelta fantasma) empecé a descubrirla en Villaurrutia, aunque esto sólo sea un episodio más de ese encuentro accidental de la lluvia sobre alguien sin paraguas.
La modernidad en que se amparan las vanguardias puede reconocerse en ciertos rasgos estilísticos de invención nada reciente. No es pecado disponer de recursos prestigiados por autores, grupos, escuelas, movimientos del pasado. En cambio, lo es desentenderse del peso, en términos de novedad, de los instrumentos que ayudan a dar el paso adelante, con firma al pie, si exigimos a la creación literaria total conciencia de sus artificios y de las normas de las que se aparta y a las que modifica.
Xavier Villaurrutia, crítico sagaz, que además ejerció una crítica de sostén de sus compañeros de grupo, en Una botella al mar, dice: “Pensará usted que yo hago de la angustia una poética, y tal vez no se equivoque.” En ese mismo texto –crítica que se disfraza de carta para ser más suave– aprovecha para rebelarse contra los juegos de palabras de Ortiz de Montellanos advirtiéndole que los suyos, sí, nunca son inmotivados o gratuitos, a la vez que los reconoce como un recurso que, si en la poesía española se remonta a Lope de Vega, en las de lengua inglesa o francesa tienen antiguo e indiscutido empleo. Es verdad que el gran hallazgo del Nocturno en que nada se oye
y jugar con las fichas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño”.
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
Xavier Villaurrutia ya alcanzó ese estado de la gloria –al menos en México– que suele ofrecer la quietud herrumbrosa del cuarto de los trastos, cuyo contenido no se toca, por ese temor –que ahora siento– de no decir nada nuevo. La poesía siempre plantea dificultades y tan difícil es estrenar sutilezas en rápidas aproximaciones a lo ya consagrado como lo es el no equivocarse al distinguir y elegir entre lo novísimo. De ahí que, para intentar dilucidar cuál fue la significación de su obra en el marco latinoamericano, retroceda y me justifique tras otra, que tenía una suma muy discreta de años, dieciséis o diecisiete, y una desesperada ignorancia (el fardo más pesado desde que disponía de razón).
La ignorancia puede llevarnos al juego del libro sin tapas, aventura con riesgo de errores, tiempo perdido, adquisición de vicios, pero que, al cabo de un tiempo, afirma el gusto y lleva a saber, al menos, lo que no se quiere. Se leen cosas que nada ata entre sí, buenas, malas, extrañas, duraderas o borradas de inmediato. Al fin, se establece una jerarquía y aparecen referencias que se convierten en casilleros a llenar con otro autor, otro libro, una palabra no entendida, nuevas responsabilidades pendientes. Historia cuyos deberes aun se prolongan, y es la de tantos que carecieron de un maestro de tiempo completo, no siendo los otros suficientes. Al revés de Mallarmé, no he leído todos los libros, pese al remoto propósito, y hace mucho que sé que eso está bien.
En esa época atesoré dos hallazgos sin referencias previas: uno fue una plaquette con L’art et la mort, de Antonin Artaud, de bajo tiraje, que no sé cómo llegó a una librería montevideana y me hizo señas. El otro fue Nostalgia de la muerte, de 1938, rojo ciruela con letras blancas, de Sur, la benemérita editorial argentina, cuyo prestigio cultural tantos españoles refugiados ayudaron a cimentar y en la que confié a ojos cerrados. Pocos libros estuvieron tan unidos al espacio tiempo de una casa de azotea que me ofreció dos experiencias: el paso del Zeppelin, una noche de luna, y, una tarde, el lento hundimiento del Graf Spee, barco alemán acorralado frente a Montevideo por elementos de la flota inglesa, durante la Segunda Guerra Mundial. A esa azotea llevaba ciertos libros. Los de estudio se leían abajo, porque una interrupción no importaba. Uno como el de Villaurrutia pedía soledad. Sus fronteras eran misteriosas, conflictivas, comunicaban con otros territorios no menos conflictivos y misteriosos. Allí encontré por primera vez una cita de Michael Drayton. Con el tiempo olvidé esto por completo, leí al poeta inglés y escogí a mi vez otra cita.
Devota de Darío y del panteón nacional: Herrera y Reissig, Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira; de la Mistral y de Neruda, aún no conocía a Vallejo, a Huidobro, a Girondo. Fascinada con los clásicos, el Siglo de Oro, el 98 y la generación del 27, manejaba una riqueza ordenada de formas que se someten sin tortura al pensamiento, cuyas inflexiones dominan y modulan. Quien progresa por una literatura con tan gran densidad de tradición registra cambios, a menudo notables, sin sufrir sobresaltos. Adoré los sonetos de Gerardo Diego, consciente de la acrobacia que los hacía distintos pero no menos perfectos que un soneto clásico. Y me acostumbré a esa perfección de armonía y bonanza, aunque tantas veces el dolor precediera a la serenidad de la obra acabada. El dolor romántico me parecía de mucho prestigio y aún no me tomaba en serio el delicioso capricho saltimbanqui de la Fábula de Equis y Zeda, del mismo Diego, publicada en 1930, que hoy debería saber de memoria más allá de una cita vuelta oportuna metáfora: “Todo es pendiente que al patín convida.”
Pero la angustia, congelada y estatuida (en quietud mortal y marmórea de estatua vuelta fantasma) empecé a descubrirla en Villaurrutia, aunque esto sólo sea un episodio más de ese encuentro accidental de la lluvia sobre alguien sin paraguas.
La modernidad en que se amparan las vanguardias puede reconocerse en ciertos rasgos estilísticos de invención nada reciente. No es pecado disponer de recursos prestigiados por autores, grupos, escuelas, movimientos del pasado. En cambio, lo es desentenderse del peso, en términos de novedad, de los instrumentos que ayudan a dar el paso adelante, con firma al pie, si exigimos a la creación literaria total conciencia de sus artificios y de las normas de las que se aparta y a las que modifica.
Xavier Villaurrutia, crítico sagaz, que además ejerció una crítica de sostén de sus compañeros de grupo, en Una botella al mar, dice: “Pensará usted que yo hago de la angustia una poética, y tal vez no se equivoque.” En ese mismo texto –crítica que se disfraza de carta para ser más suave– aprovecha para rebelarse contra los juegos de palabras de Ortiz de Montellanos advirtiéndole que los suyos, sí, nunca son inmotivados o gratuitos, a la vez que los reconoce como un recurso que, si en la poesía española se remonta a Lope de Vega, en las de lengua inglesa o francesa tienen antiguo e indiscutido empleo. Es verdad que el gran hallazgo del Nocturno en que nada se oye
Xavier Villaurrutia ya alcanzó ese estado de la gloria –al menos en México– que suele ofrecer la quietud herrumbrosa del cuarto de los trastos, cuyo contenido no se toca, por ese temor –que ahora siento– de no decir nada nuevo. La poesía siempre plantea dificultades y tan difícil es estrenar sutilezas en rápidas aproximaciones a lo ya consagrado como lo es el no equivocarse al distinguir y elegir entre lo novísimo. De ahí que, para intentar dilucidar cuál fue la significación de su obra en el marco latinoamericano, retroceda y me justifique tras otra, que tenía una suma muy discreta de años, dieciséis o diecisiete, y una desesperada ignorancia (el fardo más pesado desde que disponía de razón).
La ignorancia puede llevarnos al juego del libro sin tapas, aventura con riesgo de errores, tiempo perdido, adquisición de vicios, pero que, al cabo de un tiempo, afirma el gusto y lleva a saber, al menos, lo que no se quiere. Se leen cosas que nada ata entre sí, buenas, malas, extrañas, duraderas o borradas de inmediato. Al fin, se establece una jerarquía y aparecen referencias que se convierten en casilleros a llenar con otro autor, otro libro, una palabra no entendida, nuevas responsabilidades pendientes. Historia cuyos deberes aun se prolongan, y es la de tantos que carecieron de un maestro de tiempo completo, no siendo los otros suficientes. Al revés de Mallarmé, no he leído todos los libros, pese al remoto propósito, y hace mucho que sé que eso está bien.
En esa época atesoré dos hallazgos sin referencias previas: uno fue una plaquette con L’art et la mort, de Antonin Artaud, de bajo tiraje, que no sé cómo llegó a una librería montevideana y me hizo señas. El otro fue Nostalgia de la muerte, de 1938, rojo ciruela con letras blancas, de Sur, la benemérita editorial argentina, cuyo prestigio cultural tantos españoles refugiados ayudaron a cimentar y en la que confié a ojos cerrados. Pocos libros estuvieron tan unidos al espacio tiempo de una casa de azotea que me ofreció dos experiencias: el paso del Zeppelin, una noche de luna, y, una tarde, el lento hundimiento del Graf Spee, barco alemán acorralado frente a Montevideo por elementos de la flota inglesa, durante la Segunda Guerra Mundial. A esa azotea llevaba ciertos libros. Los de estudio se leían abajo, porque una interrupción no importaba. Uno como el de Villaurrutia pedía soledad. Sus fronteras eran misteriosas, conflictivas, comunicaban con otros territorios no menos conflictivos y misteriosos. Allí encontré por primera vez una cita de Michael Drayton. Con el tiempo olvidé esto por completo, leí al poeta inglés y escogí a mi vez otra cita.
Devota de Darío y del panteón nacional: Herrera y Reissig, Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira; de la Mistral y de Neruda, aún no conocía a Vallejo, a Huidobro, a Girondo. Fascinada con los clásicos, el Siglo de Oro, el 98 y la generación del 27, manejaba una riqueza ordenada de formas que se someten sin tortura al pensamiento, cuyas inflexiones dominan y modulan. Quien progresa por una literatura con tan gran densidad de tradición registra cambios, a menudo notables, sin sufrir sobresaltos. Adoré los sonetos de Gerardo Diego, consciente de la acrobacia que los hacía distintos pero no menos perfectos que un soneto clásico. Y me acostumbré a esa perfección de armonía y bonanza, aunque tantas veces el dolor precediera a la serenidad de la obra acabada. El dolor romántico me parecía de mucho prestigio y aún no me tomaba en serio el delicioso capricho saltimbanqui de la Fábula de Equis y Zeda, del mismo Diego, publicada en 1930, que hoy debería saber de memoria más allá de una cita vuelta oportuna metáfora: “Todo es pendiente que al patín convida.”
Pero la angustia, congelada y estatuida (en quietud mortal y marmórea de estatua vuelta fantasma) empecé a descubrirla en Villaurrutia, aunque esto sólo sea un episodio más de ese encuentro accidental de la lluvia sobre alguien sin paraguas.
La modernidad en que se amparan las vanguardias puede reconocerse en ciertos rasgos estilísticos de invención nada reciente. No es pecado disponer de recursos prestigiados por autores, grupos, escuelas, movimientos del pasado. En cambio, lo es desentenderse del peso, en términos de novedad, de los instrumentos que ayudan a dar el paso adelante, con firma al pie, si exigimos a la creación literaria total conciencia de sus artificios y de las normas de las que se aparta y a las que modifica.
Xavier Villaurrutia, crítico sagaz, que además ejerció una crítica de sostén de sus compañeros de grupo, en Una botella al mar, dice: “Pensará usted que yo hago de la angustia una poética, y tal vez no se equivoque.” En ese mismo texto –crítica que se disfraza de carta para ser más suave– aprovecha para rebelarse contra los juegos de palabras de Ortiz de Montellanos advirtiéndole que los suyos, sí, nunca son inmotivados o gratuitos, a la vez que los reconoce como un recurso que, si en la poesía española se remonta a Lope de Vega, en las de lengua inglesa o francesa tienen antiguo e indiscutido empleo. Es verdad que el gran hallazgo del Nocturno en que nada se oye
Esperanza López Parada
Fragmento