Carta abierta a George Steer

Carta abierta a George Steer

Admirado colega, ante todo debo hablarle de mi media docena de los más grandes periodistas.

Figuran en ella el neerlandés Multatuli (1820-1887), a quien además se debe la primera novela anticolonialista de la Historia, Max Havelaar; el checo Egon Erwin Kisch (1885-1948), autor de reportajes que crearon escuela y todavía son imitados sin que se sepa cuál es el modelo

El alemán Carl von Ossietzky (1889-1938), quien armado con nada más que su pluma se enfrentó a Hitler y a sus hordas, conoció el campo de concentración y recibió el Premio Nobel de la Paz

El español Manuel Chaves Nogales (1897-1944), que con su Juan Belmonte, matador de toros inventó el tipo de libro cuya invención se atribuye al Truman Capote de In Cold Blood

El estadunidense John Richard Hersey (1914-1993), cuya crónica sobre Hiroshima en The New Yorker es un clásico inalcanzable; y en fin, un epítome feliz de esos cinco, que hemos perdido el pasado mes de enero en la figura egregia del polaco Ryszard Kapuscinski (1932-2007).

A usted, George Steer, sudafricano, nacido en 1909 y muerto el día de Navidad de 1944, en la India, en un accidente de automóvil, para ampliar esa media docena le bastaría una sola de sus crónicas: la que le publicaron el Times londinense y el New York Times en primera página el miércoles 28 de abril de 1937.

En ella, usted informaba del bombardeo de la ciudad santa de los vascos, Guernica, por los aviones de la Legión Cóndor alemana, los voluntarios que Hitler envió para apoyar al inferiocre general Franco en la Guerra civil española.

Los voluntarios que ya habían bombardeado Madrid y estuvieron a punto de destruir el Museo del Prado, y que un lunes siniestro, dos días antes de su crónica, a las 16:15, comenzaron a sembrar destrucción y muerte, durante tres horas y quince minutos, en aquel pueblo indefenso al este de Bilbao.

He escrito líneas más arriba que usted «informaba», cuando en realidad debí escribir que usted «denunciaba». De la manera más honesta y profesional: limitándose a decir lo que había visto y lo que le habían contado los testigos presenciales, sin recurrir al panfleto, que es la tentación del torpe y del ideólogo, dos caracteres que suelen encontrarse unidos muchas veces. Gracias a su veracidad, el montaje mendaz urdido por el régimen nazi y la propaganda franquista se vino abajo: fueron aviadores italianos y alemanes quienes causaron la hecatombe, quienes ametrallaron en vuelo rasante a la población civil en fuga, quienes dejaron ese rastro cainita en el suelo vasco.

Es bastante seguro que sin usted, sin su crónica a menos de cuarenta y ocho horas del suceso, el bombardeo de Guernica no se habría conocido en el resto del mundo ni hubiese inspirado a Pablo Picasso la composición de su cuadro más famoso.

Sólo eso sería ya mérito suficiente, pero a ello debe añadirse que sus palabras despertaron una conciencia hasta entonces dormida: lo que acababa de suceder en Guernica podía ser pronto cruda realidad en otras partes de Europa, y de hecho lo fue: Varsovia, Rotterdam, Coventry, seguirían luego en esa lista execrable.

Dos son los futuribles que siempre me planteo respecto de su persona.

Uno de ellos es que me he preguntado muchas veces qué se hubiera dicho en una hipotética charla que mantuviesen usted y este Ryszard Kapuscinski que recién se nos ha muerto.

Usted fue amigo de la juventud de Haile Selassie, el Negus, el emperador de Abisinia, y estuvo a su lado cuando los invasores italianos lo obligaron a exiliarse a Londres en 1936, poco antes del estallido de la Guerra civil española.

Era un Negus distinto del que conoció Kapuscinski en los años setenta, dejándolo reflejado en un libro magistral, El emperador. Este era un sátrapa aislado del mundo por el cordón sanitario de una etiqueta y un ceremonial a cuyo lado las páginas de Cien años de soledad parecen un relato hiperrealista.

Y el otro futurible es tratar de imaginarme la cara que usted hubiese puesto al ver llegar a Madrid, ya muerto el inferiocre, ese cuadro de Picasso que su crónica hizo posible, y verlo llegar, mi admirado George Steer ¡nada menos que custodiado y protegido por la Guardia Civil! Con su sentido británico del humor, seguro que se habría sonreído.

Ricardo Bada

Domingo 29 de abril de 2007 Num: 634 

 

La Jornada Semanal

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