Poética del peregrino
El desierto tiene una relación intrínseca con la poesía, los dos son territorios que brillan bajo un sol deslumbrante.
En el desierto y en la poesía la condición de soledad es el estado necesario y propicio para que en ambos se manifieste la grandiosidad de su geografía.
El origen mítico de los huicholes es Wirikuta, el desierto donde nació el sol y que dio forma al mundo.
Para ellos el desierto es un espacio sagrado, un gran templo que se debe bendecir y proteger.
Para el poeta el lenguaje es el ámbito sacro que se debe preservar, del que nace y toma forma el poema, el templo es la poesía.
Sin lugar a dudas la palabra peregrino es una de las más emblemáticas del misticismo de todos los tiempos y de las diversas religiones.
El peregrino simboliza el viaje terrenal del hombre que, despojado de todo bien material, vence los obstáculos del camino que lo llevarán al destino que por devoción eligió.
Las tierras de este singular caminante nunca serán propias ni las mismas.
El viajero que emprende la peregrinación sabe que está expuesto a grandes contratiempos
y, en su andar solitario, la fe es el estandarte y el escudo que lo guía.
La meta del peregrino es la purificación.
El desierto como la poesía ha sido el espacio propicio donde los caminantes encuentran su casa natural que es el viaje, errar en las doradas dunas de arena, en el misterio y deslumbramiento del poema.
En el Génesis leemos: “La tierra no tenía forma ni contenía nada; negra oscuridad cubría la faz del abismo y el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas.
Y Dios dijo: ‘Que haya luz, y hubo luz.’”
Así también, leer las Peregrinaciones. Poesía reunida (1965-1999), de Hugo Gutiérrez Vega, nos produce la sensación de estar leyendo la bitácora de un viaje que en un principio no tenía forma, y que por obra del lenguaje del escriba se convertirán en verdadera luz creadora.
Hugo Gutiérrez Vega ha titulado Peregrinaciones a la reunión de los catorce libros de poesía que ha publicado y que a su vez son el diario de su triple itinerario;
El primero, su andar por las más diversas tierras de los cuatro puntos cardinales;
El segundo, su paciente laboriosidad con que ha meditado y escrito su poesía, paso a paso, sin prisas;
Y el tercero y último, el del caminante que al final del viaje se ha purificado por obra de la poesía en palabras de nostalgia, testimonio, crónica, vaticinio, amor, luto, pruebas de su peregrinaje.
A un poco más de cuarenta años de su primer libro, quisiera volver a la estación de donde salió el joven poeta y recorrer junto con él el viaje iniciático.
Me refiero a su primer libro, Buscado amor (1965), en el que dibuja con precisión los futuros paisajes de su largo y espléndido viaje poético, lo que nos lleva a intuir que el poeta-peregrino inició ambos viajes (poético y terrenal) con la seguridad de quien sabe que lleva el equipaje justo.
El poeta no sólo nos invita, nos toma de la mano y nos conduce a un periplo que inicia con su primer poema de juventud, donde la luz se abre nombrando el amor y en las palabras se cierne el espíritu del poeta, quien sabiendo que todo está por ser creado comienza en la mañana.
Joven sabio que intuye que en ese camino estará solo, dice a los montes, sus únicos testigos:
“Este nombre,/
hoy viernes de otoño,/
dicho ante los montes,/
estas palabras/
lentamente/
deletreadas…”
El poeta también descubre la noche, pero no la de las tinieblas; la suya es la noche incendiada:
“Ese grito en la entraña de la noche/
oyes amor,/
los pájaros del alba.”
La juventud florece, madura, y con ella la fortaleza y el ímpetu rotundo que nos hace invencibles, porque ciegos no miramos las heridas que llevamos dentro, que el tiempo convertirá en llagas.
La soberbia y el orgullo de saberse joven, hacen que el poeta proclame:
“La persistencia de la lluvia/
no impedirá que lleguemos a nuestras casas/
que el tiempo apenas ha tocado.”
Y efectivamente, ese tiempo ilumina y asombra todos los sentidos, ávido el poeta todo lo siente y todo lo nombra:
“El ruidito de polillas incansables, las manchas de la humedad, la pintura y los agujeros de la pared, la barriga caliente, los órganos sexuales encogidos, los pies caídos sobre la madera, las piernas delgadas y ágiles que corren sobre el viejo pavimento cubiertas por una faldita corta.”
Chesterton decía que un “hombre que no lleva en sí una especie de imagen soñada de sí mismo es tan monstruoso como un hombre sin nariz”. Seguro estoy que Hugo Gutiérrez Vega, desde su querido Lagos de Moreno, construyó su imagen soñada: poeta y trashumante.
En el primer poema: “Madrigal pensativo”, encontramos veladamente una forma de arte poética:
“Decir un nombre, lentamente/
sin prisa,/
dejarlo entre los labios/
y madurarlo/
para que perdure./
Ha habido otras mañanas/
como ésta,/
otros días ya arrumbados/
y otros nombres ya dichos,/
pero dichos de prisa,/
sin que puedan/
entregar su sabor,/
sin que la boca/
les arrebate el aire.”
La poesía de Hugo Gutiérrez Vega está hecha de “palabras lentamente deletreadas”. Poesía para decirla en voz alta, desde los labios, donde se madura la palabra que realmente permanece.
León Guillermo Gutiérrez