Leerle a otros |
Escrito por Jaime Septién / El Observador | |
28.08.2008 | |
Los libros nos enseñan muchas cosas. Por ejemplo, a ser uno mismo. También nos impulsan a conocer a los otros y nos hacen ser de otro modo…
Hace pocos días, como reportaje de primera plana, The New York Times proponía la historia de Elizabeth Goodyear, una anciana neoyorquina de 101 años de edad a la que un grupo de personas que nada tenían que ver en su vida iba a leerle diariamente a su pequeño departamento los libros que Elizabeth quería que le leyeran. Lo que estamos perdiendo La historia tiene mucho de entrañable. Primero, porque es Nueva York, una de las ciudades más despersonalizadas del planeta. Segundo, porque se trata de una anciana que la sociedad occidental considera como un cachivache. Tercero, porque se trata de lectura, un ejercicio lúdico que estamos perdiendo en aras de la productividad y del pragmatismo. Los libros nos enseñan muchas cosas. Por ejemplo, a ser uno mismo. También nos impulsan a conocer a los otros y nos hacen ser de otro modo. Finalmente, aumentan nuestra capacidad de comprender la circunstancia en la que estamos envueltos y de poder manejar algunos hilos de ella misma. Es decir, nos hacen ser más de lo que somos. Y eso es una tarea que no se detiene con el paso de los años. Una vida sin leer no es vida La anciana Elizabeth Goodyear, junto con la gente que va a leerle cada día (y a la que obsequia con un sabroso chocolate), no es ninguna dama de las letras, ni una adinerada viuda de algún magnate. Es un ser humano económicamente pobre, que ha perdido su familia, sus amigos, su vista, pero no la voluntad de leer, de escuchar, de conversar, de entretener las horas de su larga vejez con lo mejor del genio humano que es la literatura. La línea final de su vida se ha visto favorecida por el arte y por la amistad. Quienes van a leerle cada día no son sus parientes, son gente conmovida por la tenacidad de la anciana y por su orgullo de permanecer enhiesta no obstante la oscuridad de sus ojos, la reciente operación de dos rodillas y la incapacidad que tiene de valerse por sí misma. El cuerpo estará en ruinas, pero la mente es, siempre, indomable. Voluntad de comunicación Cuando hay tanto joven que anda de aquí para allá, «sin oficio ni beneficio», como diría la abuela; cuando hay tanta población adulta olvidada y muriéndose de pena por su soledad, me pregunto si no serán los libros, la lectura, la amistad, quienes serán capaces de volver a construir los lazos entre las generaciones que se van y las que emergen. En otras palabras: para restituir el tejido social no siempre se necesita dinero. Hay una voluntad de comunicación que debe ser fomentada por quienes dicen ser gobierno. Aquí hay un ejemplo que bien podría extenderse por todos los rincones de México. Jaime Septién / El Observador |