Chichen Itzá
Arturo Cruz Bárcenas y Luis Boffil
La pirámide, producto de una cultura de 3 mil años, luce imponente y sus piedras refulgen, aunque fue hecha cuando no había luz eléctrica y se respetaban luces y sombras de la noche y el día.
El escenario, “único e irrepetible”, fue ubicado a la izquierda del lado poniente de El castillo de Chichén Itzá, que se iluminaba al compás de las piezas de Berlioz y Verdi, entre otros grandes compositores, como Manzanero.
Desde las cinco de la tarde, las más de 8 mil personas que se reunieron en la zona arqueológica fueron llegando para disfrutar del concierto, definido como “un hecho cultural sin precedentes”, en palabras de Jorge Esma, titular del Patronato Cultur, instancia organizadora.
A las seis de la tarde, Chaac, deidad de la lluvia para los mayas, se hizo presente. “En media hora se va esta agua”, comentaba seguro un mesero.
Una brisa anunciaba más lluvia y los músicos hacían sonar sus instrumentos.
Una voz en off resaltó que la zona de Chichén Itzá cumple 20 años de haber sido declarada patrimonio cultural de la humanidad.
Tercera llamada, y las notas de melodías que identifican a los yucatecos se escuchan y emocionan: “esa es Caminante del Mayab”.
Son las 20:50 horas y apenas comienza el recital, pero llueve ligero. Entra Plácido Domingo al escenario para abrir el concierto. Acaba y pide comprensión, debido a que el espectáculo debe detenerse porque los instrumentos pueden dañarse con la lluvia.
Chichén Itzá está ubicada en zona de cenotes, de por sí húmeda. “Si llueve… tal vez este concierto tengamos que realizarlo mañana… no sé…”, advierte el tenor. Varios asistentes se colocan detrás de una torre de iluminación y se quejan de que pagaron 3 mil 500 pesos y sólo ven esa torre.
Canta la soprano y la pirámide donde desciende Kukulkán se ilumina de rojo.
No se ve ninguna estrella.
“Este concierto se realiza hoy… ¡o nunca!”, comenta un hombre de edad madura. Llovizna y algunos se guarecen bajo los árboles situados frente al templo de los jaguares.
Una pausa.
Tres minutos y regresa Plácido.
El bel canto arroba y varios cantan.
Un muchacho en silla de ruedas cierra los ojos.
Un viejo se sabe todas las italianas del programa.
Cuando fluye el concierto la gente calla, escucha en silencio, con respeto.
La pirámide, producto de una cultura de 3 mil años, luce imponente y sus piedras refulgen, aunque fue hecha cuando no había luz eléctrica y se respetaban luces y sombras de la noche y el día.
Cede Chaac.
Finaliza la primera parte y se anuncia el intermedio.
La segunda parte abre con la voz y grandeza de Armando Manzanero. Al piano, interpreta Somos novios.
La emoción envuelve a la concurrencia. Entra la orquesta y la tonada de fama mundial se escucha sobredimensionada, más grande.
Con Plácido, Manzanero canta Mía y el concierto alcanza el clímax.
Se abrazan, el yucateco besa a Domingo. “Te admiro”, se dicen.
Sale Plácido y Manzanero cerrará con Adoro, pero lo hará pronunciando fragmentos en maya, “el idioma de mi abuela, quien me trajo a Chichén Itzá cuando yo tenía 10 años”.
Se va Armando, quien la armó en su terruño, con su gente y cantando en maya.
A las 11 y media de la noche Plácido sale vestido con traje de charro.
La noche se tiñe de mexicanidad.
“Todo esto pasa en este sitio que es realmente nuestro, con estas ruinas, con el palacio de Chichén Itzá, que debemos cuidar”, comenta orgulloso un guía de turistas que cada día explica lo que vale, piensa y siente por estos rumbos de la serpiente, del gran Kukulkán.
Chaac permitió que terminara el concierto.