El pueblo elegido de Dios
Jorge Carrillo Olea
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Así distinguió Benedicto XVI a la nación judía ante la representación cupular de esta comunidad en Estados Unidos. Dio así fin a un debate secular con ese reconocimiento que fue aplaudido por los presentes y que el Papa llevaba seguramente entre sus municiones.
Pero el Papa se refería a la nación judía dispersa en todo el mundo, un término genérico, referido a la idea pura y simple de grupo como cualquier forma de comunidad política. La nación es normalmente un grupo humano unido por un vínculo natural, de carácter étnico, religioso, histórico y geográfico, por tanto eterno o cuando menos existente ab inmemorabili.
Nunca quiso referirse el Papa a los ciudadanos ni al gobierno de Israel, y menos aún ante las atrocidades que estamos observando, que increíblemente son apoyadas por Estados Unidos y justificadas por Canadá y Alemania.
Son ya más de 50 años de guerras, destrucción que conduce a un derramamiento de sangre que no distingue entre hombres y mujeres, adultos y niños. Es una carnicería con tintes de inmolación. La irreflexiva declaración del primer ministro británico Balfour en 1917, en la que justificaba el derecho del pueblo judío a tener su propio territorio, y después la decisión de Truman de apoyar la creación del Estado de Israel sin tener en cuenta los terribles efectos de esto, no fue necesariamente una providencia equivocada. Lo que estuvo aberrantemente ejecutado fue el procedimiento. Gran Bretaña se lavó las manos y huyó, la inmigración de Europa hacia Palestina por parte de los judíos se había iniciado décadas antes y entonces se convirtió en un éxodo.
Hacer un juicio a 2000 años de distancia es extraordinariamente difícil por las miles de implicaciones que se sumaron al hecho. El holocausto nazi sin duda vino a crear una corriente de simpatía hacia los judíos, que ahora está revertida, pues pareciera ser que el ala derecha de ese pueblo y sus gobiernos han asumido el papel de ejecutores de lo que en los años 30 y 40 del siglo pasado fueron víctimas. Levantan incluso los mismos lemas de aquellos tiempos: la aniquilación total del pueblo palestino, principalmente de su ala beligerante, Hamas.
Mientras tanto cierran puertos y accesos carreteros a la franja de Gaza, privando de alimentos y material sanitario a cientos de miles de inocentes que viven ahí. Con apoyo aéreo estadunidense, principalmente inteligencia de alta tecnología, destruyen sistemáticamente mezquitas, escuelas, hospitales y todo sitio que pudiera albergar al liderazgo palestino.
No se había visto nada así desde las terribles masacres de Vietnam, la ex Yugoslavia e Irak, en una y otras verdaderos crímenes contra la humanidad, que en el primer caso fueron repudiados hasta por la propia sociedad estadunidense, en el segundo por los tribunales internacionales, y en el tercero por la opinión universal.
Cuándo y cómo cesará esta inmolación, que es sinónimo de holocausto, es imposible saberlo ante la impotencia de Naciones Unidas, el apoyo irrestricto de Estados Unidos, la extraña simpatía de Alemania y Canadá, y el disimulo de muchos países que, para qué engañarnos, ante esa situación y la fuerza política y económica de las comunidades judías locales, prefieren desentenderse del asunto, siendo éste vergonzosamente el caso de nuestro gobierno.
Así se desentendió el mundo cuando perdimos la mitad de nuestro territorio; cuando se nos quiso convertir en un imperio colonial de los franceses; cuando fuimos invadidos por el norte y Veracruz, y cuando hemos sufrido tantas y tantas vejaciones, siempre desde el mismo origen: el intento de coloniaje y subyugación.