Indicadores para el nuevo
obispo de San Cristóbal
Andrés Aubry
El próximo 1º de mayo, don Felipe Arizmendi se trasladará de la sede espiscopal de Tapachula a la de San Cristóbal. Será su 37 obispo efectivo, y la primera vez que el nombramiento de un mitrado a San Cristóbal será un ascenso y no un castigo.
El único precedente es aquel del señor Tovar, un prelado español de la mitad del siglo XVII cuyas imprudencias en Venezuela le ameritaron ser retirado de Caracas para ir a reflexionar en Chiapas; se desquitó con su notorio mal genio e incesantes escándalos, porque nunca aceptó la desgracia de haber sido asignado a un obispado de segunda.
Todos los demás obispos de Chiapas fueron novatos, es decir simples sacerdotes promovidos de ensayo para hacer sus pruebas aquí y, eventualmente, ser ascendidos a sedes más honorables.
Esa circunstancia histórica significa que don Samuel Ruiz ha cambiado cualitativamente el destino y el rango de su diócesis; su sucesión vino a ser un reto.
En su comunicado desde Tapachula, el nuevo titular, si bien se expresa exento de un compromiso de continuidad, anuncia prudentemente que no va «a competir ni a destruir, sino a complementar».
El sexagenario Arizmendi entra a la vez a su nueva sede y a la tercera edad como los prelados de
El Vaticano toma sus precauciones: para una tarea delicada, escoge a un prelado experimentado.
Las circunstancias actuales también son significativas, porque llevan señales identificadoras del nuncio saliente, don Justo Mullor: el nuevo obispo estaba en la terna que presentó antes de despedirse; el comunicado de
Otro indicador: don Felipe no sólo no pertenece al llamado club de Roma sino que, además, su formación escapó a los engranajes de la administración vaticana pues, a diferencia de todos los obispos del siglo XX, no se formó en la ciudad eterna sino en España, en
El efecto colegial de monseñor Arizmendi se manifestó en varias circunstancias: el primero de enero de 1994, al firmar la oferta de mediación de los obispos de Chiapas, al ser miembro de
Otro punto a favor de Felipe Arizmendi es su conocimiento de Chiapas desde su ex sede de Tapachula. Apenas elegido obispo, le tocó acatar la reforma constitucional del estatuto del clero y presentar su asociación religiosa, que es su figura jurídica operativa. El discurso que pronunció entonces ante el gobernador Patrocinio González Garrido, por sus muestras de independencia del poder, fue noticia en la prensa.
Sin embargo, su mensaje, en términos diplomáticos, marca distancias con las opciones diocesanas de San Cristóbal: «El Espíritu Santo concede a cada uno diferentes dones y carismas».
Quienes conocen la diócesis de Tapachula saben que todos sus seminaristas visten sotana y que sus catequistas reciben fondos (algunos dicen que sueldos también) de los Legionarios de Cristo. Es, por cierto, un estilo y una tarjeta de presentación que contrasta con los modales de las Cañadas y de los Altos.
Los tiempos marcan otra diferencia. Cuando en 1995 se nombró a don Raúl Vera, el nuevo obispo llegaba como coadjutor, es decir, su nombramiento incluía una larga convivencia de cinco años con el titular hasta la fecha de su renuncia canónica, o sea un tiempo de transición. Cuando llegue don Felipe, don Samuel se marchará a su nueva residencia.
El necesario diálogo no se entablará en el obispado o en las veredas de Chiapas en compañía del obispo saliente, sino en el campo, con los catequistas, diáconos y agentes de pastoral, con la dificultad de suceder, sin transición, a un obispo que es un destacado personaje diocesano, chiapaneco, nacional e internacional.
Ante ese desafío (pues tanta relevancia no suele repetirse), no se sabe si se debe presentar al nuevo obispo expresiones de felicitación o de compasión. El reto recae también en la capacidad de comunicación de sus nuevos diocesanos.