Un almuerzo con Enrique San Francisco

 

«Sólo tengo envidia

de Ortega y Gasset»  

JUAN CRUZ  

El País    

«Llamó la tronca». Dijo, se metió el móvil en el bolsillo, y salió arreando. En la mesa quedaba un suculento plato de verduras ahumadas sobre crema de zanahorias asadas; el plato estaba vacío, pero en el recipiente hirviendo el cocinero Andrés Madrigal le había servido esa delicia.  

El actor supo dejar la droga tras la bronca de Fernán-Gómez y la ayuda de su madre 

Pero a Enrique San Francisco le surgió una urgencia, y allí nos dejó, a la mitad del almuerzo. El camarero nos dijo: «Vaya usted comiendo. El hombre abandonó el edificio». Pues seguimos comiendo. Llegó el productor de El enfermo imaginario, la obra de Molière que estrena estos días en el teatro Figaro-Adolfo Marsillach. Cómo, no es posible. Era posible: allí estaba su cerveza, poniéndose tibia, porque Enrique San Francisco sólo toma cerveza. 

Volvió. Había sucedido un imprevisto: a la tronca se le había calado el coche y él se fue, raudo, en su ayuda. «Me ayudaron unos cuantos troncos, pero vengo sudando. Perdona». 

Perdonado. Antes habíamos hablado de Molière. Él no es hipocondriaco, de modo que se identifica con El enfermo imaginario tan sólo porque es el actor, «y ahí te tienes que volcar. ¡Tienes que ser el enfermo imaginario por cojones!». Ahora, lo que le da un poco de yuyu es que Molière murió en escena ¡tal día como hoy! (17 de febrero de 1673) representando esta obra y vestido de morado. «¡Con no vestirme de morado tengo bastante!». 

Es muy simpático; resolvió esa ausencia por la llamada de su compañera como si cada día le ocurrieran cosas así, y volvió a la conversación por donde estábamos. Hablábamos de la envidia, un alimento habitual en su oficio. «Pues yo no siento envidia sino por Ortega y Gasset». Su vida, que cuando era un chico de 20 años estuvo atravesada por sustancias «que nunca tenía que haber tomado», conoció pronto la cura de humildad. «Hubo dos curas, en realidad. La primera, cuando volví a rodar, cuatro años después del desastre. Ya había hecho de protagonista, pues regresé sirviéndole café a Alfredo Landa y diciendo tan sólo una línea: ‘Su café, señor». 

Y la otra cura se la proporcionó su maestro Fernando Fernán-Gómez. Rodaban El pícaro. Y él llegó al escenario «cargado hasta arriba de porros». Fernán-Gómez rodó las escenas, «y cuando me puse a mirar en casa el capítulo supe que me había doblado, ¡lo peor que se le puede hacer a un actor!». Mientras se reponía del susto, le llamó el maestro: «Para que sepas que hay que ser más formal». 

De aquellos desvaríos que terminaron bien (y cuya conclusión él cifra en aquella línea modesta, «Su café, señor»), se repuso con mucha voluntad. «Estuve cuatro años en el gimnasio, poniéndome cachas, haciendo squash». ¿Y cómo se dio cuenta de que no podía seguir entre sustancias tóxicas? «Un día mi madre me vio tirado y me dijo: ‘Prefiero que te mueras a ayudarte más». Y la madre le salvó la vida. 

Come bien Enrique San Francisco, con apetito. Él prefiere cosas simples. En la vida también. Y en el teatro es el enfermo imaginario porque lo manda el guión. Él se siente más saludable que nunca. Tanto que, a los 54 años, volvió a arrancar el coche de la tronca con la fuerza de un chiquillo. A pesar del tabaco excesivo está fuerte Quique. Y feliz. 

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