Las lecciones de El Nigromante
Javier Aranda Luna
La Jornada
Si usted cree que el Presidente de la República es otro empleado de la nación aunque éste sea designado por elección popular y que por ello debemos contar con formas y procedimientos concretos para removerlo, como a cualquier empleado carente de la capacidad profesional con que se ofreció y que no pueda resolver los problemas nacionales; si cree que mantener en el puesto a los incapaces hace perder tiempo al país y grandes cantidades de dinero al erario, usted piensa lo mismo que uno de los grandes pensadores mexicanos de todos los tiempos.
Tan grande que se anticipó a la sentencia más famosa de Nietzsche 15 años antes de que siquiera hubiera nacido el filósofo alemán. “No hay dios” fue la tesis que sacudió las buenas conciencias mexicanas del siglo XIX después de que su autor la pronunciara la tarde del 18 de octubre de 1836.
Ignacio Ramírez, El Nigromante, tenía apenas 17 años y una libreta llena de registros de todas las bibliotecas que desde adolescente había visitado. Con su tesis “No hay dios, los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos” ingresó a la Academia de Letrán, la más productiva y menos cara en la historia del país (su gasto al erario fue 0 y el banquete de su inauguración consistió en una piña rebanada).
Productiva porque su presidente perpetuo fue don Andrés Quintana Roo, secretario de Morelos, los hermanos Lacunza, José y Joaquín, Carlos María Bustamante, Lucas Alamán, José María Lafragua y Guillermo Prieto, el poeta de “La musa callejera”, por quien conocemos, gracias a sus memorias, buena parte del efervescente siglo XIX.
Ahora que nos preparamos para conmemorar el centenario de la Revolución Mexicana y el bicentenario de la Independencia, convendría recuperar de manera destacada la figura de uno de los constructores de lo mejor que en la nación tenemos. A Boris Rosen Jélomer debemos la recuperación de nueve tomos de los escritos de Ignacio Ramírez y a Emilio Arellano, descendiente de El Nigromante, las memorias “prohibidas” que finalmente su familia decidió publicar y que ya circulan bajo el sello Planeta. ¿No podrían los responsables de las conmemoraciones del año que entra ayudarnos a recordar a este escritor que llevó marcada en la frente la X de México? Yo por lo pronto, para hablar de Ignacio Ramírez, hago como Guillermo Prieto: purifico mis labios, sacudo mis sandalias y levanto mi espíritu a las alturas en que se conservan vivos los esplendores de los astros y los genios.
El Nigromante fue promotor de la Reforma, de la educación laica y gratuita como antídoto contra la miseria, del libro de texto gratuito, de la libertad de credos, de las garantías individuales, de lo indispensable que resulta para construir un país fuerte el combate a la desigualdad económica, de los derechos laborales y la participación de utilidades (que sólo se aprobó hasta 1962) de la igualdad de los géneros ante la ley, de la libertad de imprenta, de la autonomía financiera de los municipios, del control estatal de los panteones aunque aún existan sectas católicas en Chiapas que impiden a los protestantes enterrar a sus muertos en panteones civiles y asistir a escuelas públicas a los niños que no aceptan ser guadalupanos.
Recuperar la imagen de Ramírez equivaldría a recuperar algo de lo mejor de nuestro pasado y también del presente que se nos va de las manos. Traer su historia a nuestros días nos permitiría hacer un corte de caja para ver si hemos logrado crear la nación independiente que anhelaron los contemporáneos de Ignacio Ramírez y él mismo, o más justa, como quisieron los revolucionarios de 1910. Darnos cuenta, en fin, de lo que no hemos hecho o hecho mal.
Un inventario con nuestros haberes y nuestras faltas acumuladas nunca sobra. Sobre todo ahora cuando nos informan las cifras oficiales que los pobres cada día empobrecen más pese a que se han duplicado los recursos para “ayudarlos” (los que sobreviven con dos dólares al día), aumentan los adictos 78 por ciento en plena guerra contra el narcotráfico y las máximas autoridades echan la culpa de nuestros males a los jóvenes ateos. El Nigromante enseñó también que sin dios se puede ser buen hombre y culto y muy productivo para la nación; que se puede ser feliz estando excomulgado por un Papa y anatemizado por una jauría de curas.