DOS CONVERTIDOS: PABLO Y AGUSTÍN
1. Ayer, al celebrar la fiesta de santa Mónica la madre de san Agustín, y ahora al celebrar a su hijo, la Liturgia de las Horas nos ofrece dos relatos significativos del libro más famoso y conocido, y que quizá más bien ha hecho, del “Libro de las Confesiones” del santo de Hipona. Dos pasajes maravillosos, escogidos por la Iglesia, para animarnos a seguir el ejemplo y las virtudes de santos tan grandes: Uno, el famoso coloquio con su madre, antes de morir, en Ostia y, el otro, el descubrimiento de Cristo como “camino, verdad y vida”, con la exclamación encendida de amor lleno de nostalgia por el tiempo perdido en la ignorancia: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba”.
2. También hemos celebrado el año dedicado a San Pablo y estamos iniciando el Año Sacerdotal, dos acontecimientos que el Papa Benedicto nos ofrece como para enmarcar la vida cristiana y las fiestas de este año. San Agustín, como san Pablo, ambos son célebres por su vida no sólo alejada de Cristo, sino en oposición a él y al cristianismo; pero ambos llamados, por caminos distintos, al mismo punto convergente: al encuentro personal con Cristo y que solemos llamar su “conversión”: San Pablo del judaísmo y de su vida de perseguidor de la Iglesia; san Agustín de su vida disipada, un tiempo también enemigo del cristianismo, y después su magnífico defensor y maestro. Los dos, sin embargo, coincidentes en la búsqueda apasionada y sincera de la verdad: la verdad religiosa, la verdad filosófica, pero siempre la Verdad que es siempre una en sus múltiples manifestaciones.
3. El joven Agustín, en su búsqueda afanosa de la verdad y del bien, navegando entre los maniqueos y los neoplatónicos, hace el descubrimiento más significativo de su vida: “Caí con máxima avidez sobre la venerable escritura de tu Espíritu y sobre todo de tu apóstol Pablo” (Confes, 7, 21, 27), y añade: “Me aferré al apóstol Pablo” (Contra Acad. 2, 2, 5). De modo que san Pablo fue su guía, su preceptor y maestro en el proceso de su conversión, sobre todo en el paso previo para salir del error maniqueo y del naturalismo, que pretende encontrar la Verdad con las solas fuerzas humanas, y descubrir el mundo maravilloso de la gracia. Si bien, desde joven había leído las Escrituras, no las había comprendido; le faltaba la fuerza del Espíritu, que es su principal autor y su primer intérprete.
4. Lo importante y significativo es que a través de las páginas del apóstol Pablo, Agustín no sólo descubre a Cristo verdad, a Cristo maestro, sino que lo descubre como Verbo encarnado, Redentor de los hombres y Fuente de gracia, y encuentra, al mismo tiempo, el camino para acercarse a Cristo que es la humildad y la confesión sincera de los pecados, la necesidad del perdón y de la misericordia divina, que después se convierte en himno de alabanza dentro de la comunidad cristiana, la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo. “Yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciese capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino, la verdad y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar”. Su mente estaba atiborrada de doctrinas filosóficas, pero su corazón seguía ávido de la verdad, de Dios.
5. Más adelante, san Agustín nos explicita claramente ese alimento que él “no podía asimilar”, y que era su relación con el uso de las creaturas: “Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuvieran en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y yo lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y desee con ansia la paz que procede de ti”. Su ‘conversión’ fue un ‘toque’ de Dios, una curación de ojos, oídos, apetitos, sentidos…
6. Recordemos cómo se describe la “conversión” de san Pablo en el camino de Damasco. Haciendo a un lado los elementos descriptivos y hasta cierto punto secundarios del acontecimiento, lo central es que Saulo es tocado por Cristo; se encuentra con él, con una persona real, viviente y concreta a la que Saulo persigue, le está causando daño, y con la que él ahora está frente a frente, que le está hablando, que se está identificando con sus discípulos, sus víctimas, y que ahora le ordena lo que debe hacer: ir a Damasco, reconocer en la persona de Ananías la autoridad de la Iglesia a la que persigue, hacer penitencia y oración, recibir el bautismo y obedecer el mandato de predicar el Evangelio, con la advertencia de que mucho tendrá que padecer.
7. Para conseguir esto, Pablo necesitó salir de sus tinieblas, ser iluminado por una luz superior a la del sol de mediodía, abandonar las escamas de los ojos y quedar deslumbrado con la luz superior, esa misma que experimentó san Agustín cuando dice: “Vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esa luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad. ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche”. Agustín se encontró, como Pablo, con la Luz que lo creó, con Jesús, el que dijo, “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. Ese Jesús-Luz fue el que iluminó a Saulo y lo convirtió en Pablo y el que se reveló a Agustín como su Dios y salvador.
8. Quien escucha estas palabras de san Agustín, no puede menos de ver en ellas una fuente de la inspiración del magisterio del Papa Benedicto, de sus cartas encíclicas, sobre todo de la última. San Pablo y San Agustín guían e iluminan su magisterio, y a los tres la misma fuente de luz: Jesucristo. Dice, en efecto, el Papa: “Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió (en Saulo): muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros. Ahora puede decir que, lo que para él era antes esencial y fundamental, ahora se ha convertido en ‘basura’; ya no es ganancia sino pérdida, ahora sólo cuenta la vida en Cristo” (Catequesis: 3 Sept. 08). Es la acción misteriosa y maravillosa de la gracia de Dios en el corazón del hombre, que no pueden comprender y menos explicar los sicólogos ni parecidos. Esto mismo lo podemos afirmar de san Agustín. Murió pobre, con la amenaza de los bárbaros encima, recitando los siete salmos penitenciales, dedicado hasta el final al servicio de la Iglesia y de sus bereberes.
9. La luz del mundo es Cristo. Nadie más. Sólo él puede iluminar, sólo él puede salvar. El desarrollo y el progreso, acaba de decir el Papa en su encíclica, para que sea verdadero y no se vuelva contra el hombre, tiene que inspirarse y centrarse en Cristo. Esto es lo que no se hace ni quiere hacer, y así se navega fuera de lo real. Dios es lo más real que puede existir, puesto que él es el autor de la realidad, el Creador de todo lo que existe. Sólo quien cree en Dios puede comprender la realidad. Por Cristo fueron hechas todas las cosas, él es el Salvador de todo lo que estaba perdido y el que tiene que hacer volver todas las cosas al Padre. Para eso fue constituido Cabeza de la Iglesia, para ‘recapitular’ todo en bajo Cristo. Nosotros, los católicos, para eso fuimos llamados a la fe en la Iglesia, para ser “luz en el Señor”. La luz que iluminó a Saulo y lo convirtió en el apóstol Pablo; la luz que iluminó a Agustín y lo hizo maestro y doctor de la Iglesia. Ese mismo Cristo-Luz fue el que nos iluminó en el bautismo, el que nos salió el encuentro, como a Saulo y como a Agustín, por diversos caminos pero con el mismo fin en la fuente bautismal: para que seamos ‘luz en el Señor’. San Pablo, como san Agustín, no fueron transformados con un pensamiento, por una doctrina, por una idea, por un sistema, sino por un acontecimiento, por una persona real, viva y concreta, que se llama Jesús resucitado, el que vive en su Iglesia y sale constantemente a nuestro encuentro en su palabra, en la eucaristía y en el pobre. Pidámosle a San Pablo y a San Agustín la gracia de poder desprendernos las escamas de los ojos y contemplar la Luz para ser, en medio de tantas tinieblas, “luz en el Señor”.
† Mario De Gasperín Gasperín
VIII Obispo de Querétaro