¿Qué lecciones nos han dejado dos décadas de una realidad mundial unipolar?
Noam Chomsky disertó ayer por la tarde largamente sobre esta pregunta y dejó en oídos del auditorio ideas sorprendentes, en una conferencia magistral en
Ideas sorprendentes como la de Barack Obama, presidente de Estados Unidos, descrito como una mercancía con una mercadotecnia tan exitosa, que el año pasado mereció el primer lugar en campañas promocionales por parte de la industria de la publicidad. Más famoso que las computadoras Apple. Tan vendible como una pasta de dientes o un fármaco.
O la idea de que la invasión estadunidense a Panamá, en 1989, hoy apenas una nota a pie de página para muchos, fue en realidad la señal de que Wa-shington iniciaba, a través de la ficción de la guerra contra las drogas, una nueva etapa de dominación, cuando apenas habían pasado algunas semanas de la caída del Muro de Berlín.
O bien, un dato puntual, asombroso: la “preocupación” manifestada en 1990, en un taller de desarrollo de estrategias para América Latina en el Pentágono, de que una eventual “apertura democrática” en México osara desafiar a Estados Unidos. La solución propuesta fue imponer a nuestro país un tratado que lo atara de manos con las reformas neoliberales. La propuesta se materializó en el Tratado de Libre Comercio (TLC), que entró en vigor en 1994.
Así, la reseña de Chomsky de las dos últimas dos décadas llegó al momento actual, al proceso de remilitarización de América Latina con siete nuevas bases en Colombia y la reactivación de
Todo, para aterrizar en la visión de un continente, el nuestro, que pese a todo “comienza a liberarse por sí solo de este yugo”, con gobiernos que desafían las directrices de Washington, pero sobre todo con movimientos populares de masas de gran significación.
Congruente con esta importancia que Chomsky da a los procesos sociales y a su constante llamado a visibilizar a sus protagonistas, al concluir su conferencia magistral y una entrevista con TV Unam, el académico todavía tuvo fuerzas para encontrarse brevemente con Trinidad Ramírez, dirigente del Frente de Pueblos en Defensa de
Enseguida se reproducen las palabras de Noam Chomsky en la sala Nezahualcóyotl:
Al pensar en cuestiones internacionales, es útil tener presentes varios principios de generalidad e importancia considerables. El primero es la máxima de Tucídides: “Los fuertes hacen lo que quieren, y los débiles sufren como es menester”. Esto tiene un importante corolario: todo Estado poderoso descansa en especialistas en apologética, cuya tarea es mostrar que lo que hacen los fuertes es noble y justo y lo que sufren los débiles es su culpa. En el Occidente contemporáneo a estos especialistas se les llama “intelectuales” y, con excepciones marginales, cumplen su tarea asignada con habilidad y sentimientos de superioridad moral, pese a lo disparatado de sus alegatos. Su práctica se remonta a los orígenes de la historia de la que tenemos registro.
Los “principales arquitectos”
Un segundo punto, que no hay que olvidar, lo expresó Adam Smith. Él se refería a Inglaterra, la potencia más grande de su tiempo, pero sus observaciones son generalizables. Smith observaba que los “principales arquitectos” de políticas públicas en Inglaterra eran los “comerciantes y los fabricantes”, quienes se aseguraban de que sus intereses fueran bien servidos por tales políticas, por “gravoso” que fuera el efecto en otros –incluido el pueblo de Inglaterra– y pese a la severidad que tuvieran para quienes sufren “la salvaje injusticia de los europeos” en otras partes.
Smith fue una de esas raras figuras que se apartaron de la práctica normal de retratar a Inglaterra como una potencia angelical, única en la historia del mundo, dedicada sin egoísmo al bienestar de los bárbaros. Un ejemplo revelador, en estos términos exactos, es un ensayo clásico de John Stuart Mill, uno de los más decentes e inteligentes intelectuales occidentales, en el que explicaba por qué Inglaterra tenía que culminar su conquista de
La plegaria de Mill es la norma cultural. La máxima de Smith es la norma histórica.
Hoy, los principales arquitectos de las políticas públicas no son los “comerciantes y los fabricantes”, sino las instituciones financieras y las corporaciones trasnacionales.
Una refinada versión actual de la máxima de Smith es “la teoría de la
inversión en política”, desarrollada por el economista político Thomas Ferguson, la cual considera que las elecciones son la ocasión para que grupos de inversionistas se unan con el fin de controlar el Estado, en esencia comprando las elecciones.
Como muestra Ferguson, esta teoría es un mecanismo muy bueno para predecir políticas públicas durante un periodo largo.
Entonces, para lo ocurrido en 2008 debimos haber anticipado que los intereses de las industrias financieras tendrían prioridad para el gobierno de Obama. Fueron sus principales provedoras de fondos y se inclinaron mucho más por Obama que por McCain. Y así resultó ser. El semanario de negocios Business Week se ufana ahora de que la industria de las aseguradoras ganó la batalla por la atención a la salud, y de que las instituciones financieras que crearon la crisis actual emergen incólumes y aun fortalecidas, tras un enorme rescate público –lo que acomoda el escenario para la siguiente crisis–, apuntan los editores. Y añaden que otras corporaciones aprendieron valiosas lecciones de estos triunfos y ahora organizan grandes campañas para frenar la aprobación de cualquier medida relacionada con energía y conservación (por suave que sea), con pleno conocimiento de que frenar esas medidas negará a sus nietos cualquier posibilidad de supervivencia decente. Por supuesto, no es que sean malas personas, ni son ignorantes. Ocurre que las decisiones son imperativos institucionales. Quienes deciden no seguir las reglas son excluidos, a veces en formas muy notables.
Las elecciones en Estados Unidos son montajes espectaculares (extravaganzas), conducidos por la enorme industria de las relaciones públicas que floreció hace un siglo en los países más libres del mundo, Inglaterra y Estados Unidos, donde las luchas populares habían ganado la suficiente libertad para que el público ya no tan fácilmente fuera controlado por la fuerza. Entonces, los arquitectos de las políticas públicas se dieron cuenta de que iba a ser necesario controlar las actitudes y las opiniones. Uno de los elementos de la tarea era controlar las elecciones.
Estados Unidos no es una “democracia guiada” como Irán, donde los candidatos requieren la aprobación de los clérigos imperantes. En sociedades libres, como Estados Unidos, son las concentraciones de capital las que aprueban candidatos y, entre quienes pasan por el filtro, los resultados terminan casi siempre determinados por los gastos de
campaña.
Los operadores políticos están siempre muy conscientes de que con frecuencia el público disiente profundamente, en algunos puntos, de los arquitectos de las políticas públicas. Entonces, las campañas electorales evitan ahondar en cualquier punto y favorecen las consignas, las florituras
de oratoria, las personalidades y el chismorreo. Cada año la industria de la publicidad otorga un premio a la mejor campaña promocional del año. En 2008 el premio se lo llevó la campaña de Obama, derrotando incluso a las computadoras Apple. Los ejecutivos estaban eufóricos. Se ufanaban abiertamente de que éste era su éxito más grande desde que comenzaron a promocionar candidatos cual si fueran pasta de dientes o fármacos que asocian con estilos de vida, técnicas que cobraron fuerza durante el periodo neoliberal, primero que nada con Reagan.
En los cursos de economía, uno aprende que los mercados se basan en consumidores informados que eligen racionalmente sus opciones. Pero
quien mire un anuncio de televisión sabe que las empresas destinan enormes recursos a crear consumidores uniformados que eligen irracionalmente sus opciones. Los mismos dispositivos utilizados para derruir mercados se adaptan al objetivo de socavar la democracia, creando votantes desinformados que tomarán decisiones irracionales a partir de una limitada serie de opciones compatibles con los intereses de los dos partidos, que a lo sumo son facciones competidoras de un solo partido empresarial.
Tanto en el mundo de los negocios como en el político, los arquitectos de las políticas públicas son constantemente hostiles con los mercados y con la democracia, excepto cuando buscan ventajas temporales. Por supuesto, la retórica puede decir otra cosa, pero los hechos son bastante claros.
La máxima de Adam Smith tiene algunas excepciones, que son muy
instructivas. Un ejemplo contemporáneo importante son las políticas de Washington hacia Cuba desde que ésta obtuvo su independencia, hace 50 años. Estados Unidos es una sociedad que goza de una libertad poco común, así que contamos con buen acceso a los registros internos que revelan el pensamiento y los planes de los arquitectos de las políticas públicas. A los pocos meses de la independencia de Cuba, el gobierno de Eisenhower formuló planes secretos para derrocar al régimen e inició programas de guerra económica y de terrorismo, cuya escala fue aumentada bruscamente por Kennedy, y que continúan en varias formas hasta nuestros días. Desde el inicio, la intención explícita fue castigar lo suficiente al pueblo cubano para que derrocara al régimen “criminal”. Su crimen era haber “logrado desafiar” políticas estadunidenses que databan de la década de 1820, cuando la doctrina Monroe declaró la intención estadunidense de dominar el hemisferio occidental sin tolerar interferencia alguna de fuera ni de dentro.
Aunque las políticas bipartidistas hacia Cuba concuerdan con la máxima de Tucídides, entran en conflicto con el principio de Adam Smith, y como tales nos brindan una mirada especial sobre cómo se configuran las políticas. Durante décadas, el pueblo estadunidense ha favorecido la normalización de relaciones con Cuba. Desatender la voluntad de la población es normal, pero en este caso es más interesante que sectores poderosos del mundo de los negocios favorezcan también la normalización: las agroempresas, las corporaciones farmacéuticas y de energía, y otros que comúnmente fijan los marcos de trabajo básicos para la construcción de políticas. En este caso sus intereses son atropellados por un principio de los asuntos internacionales que no recibe el reconocimiento apropiado en los tratados académicos en la materia: podríamos llamarlo “el principio de
Tomó su tiempo cumplir los objetivos plasmados en la doctrina Monroe, y algunos de éstos siguen topándose con muchos impedimentos. El fin último perdura y es incuestionable. Adquirió mucho mayor significación cuando, tras
Por ejemplo, cuando Wa-shington se preparaba para derrocar al gobierno de Allende, el Consejo de Seguridad Nacional puntualizó que si Estados Unidos no lograba controlar América Latina, no podría esperar “consolidar un orden en ninguna parte del mundo”, es decir, imponer con eficacia su dominio sobre el planeta. La “credibilidad” de
Aunque las máximas de Tucídides y Smith, y el principio de
Con el contexto proporcionado hasta el momento, miremos el “momento unipolar”, que es el tópico de gran cantidad de discusiones académicas y populares desde que se colapsó
Unas semanas después de la caída del Muro de Berlín, Estados Unidos invadió Panamá. El propósito era secuestrar a un delincuente menor, que fue llevado a Florida y sentenciado por crímenes que había cometido, en gran medida, mientras cobraba en
La invasión mató a varios miles de personas pobres en Panamá, según fuentes panameñas, y reinstauró el dominio de los banqueros y narcotraficantes ligados a Estados Unidos. Fue apenas algo más que una nota de pie de página en la historia, pero en algunos aspectos rompió la tendencia. Uno de ellos fue que se hizo necesario contar con un nuevo pretexto, y éste llegó rápido: la amenaza de narcotraficantes de origen latino que buscan destruir a Estados Unidos. Richard Nixon ya había declarado la “guerra contra las drogas”, pero ésta asumió un nuevo y significativo papel durante el momento unipolar.
“Sofisticación tecnológica” en el tercer mundo
La necesidad de un nuevo pretexto guió también la reacción oficial en Washington ante el colapso de la superpotencia enemiga. El gobierno de Bush padre trazó el nuevo rumbo a los pocos meses: en resumidas cuentas, todo se mantendrá bastante igual, pero tendremos nuevos pretextos. Todavía requerimos de un enorme sistema militar, pero ahora hay un nuevo justificante: la “sofisticación tecnológica” de las potencias del tercer mundo. Tenemos que mantener la “base industrial de defensa”, eufemismo para describir la industria de alta tecnología apoyada por el Estado. Debemos mantener fuerzas de intervención dirigidas a las regiones ricas en energéticos de Medio Oriente, donde no “haríamos responsable al Kremlin” de las amenazas significativas a nuestros intereses, a diferencia de las décadas de engaño cuando eso ocurría.
Todo lo anterior pasó muy en silencio, apenas si se notó. Pero para quienes confían en entender el mundo, es bastante ilustrativo.
Como pretexto para una intervención, fue útil invocar una “guerra a las drogas”, pero como pretexto es muy estrecho. Se necesitaba uno de más arrastre. Rápidamente las elites se volcaron a la tarea y cumplieron su misión. Declararon una “revolución normativa” que confería a Estados Unidos el derecho a una “intervención por razones humanitarias” escogida por definición, por la más noble de las razones.
Para expresarlo con sutileza, ni las víctimas tradicionales se inmutaron. Las conferencias de alto nivel en el Sur global condenaron con amargura “el así llamado ‘derecho’ a una intervención humanitaria”. Era necesario un refinamiento adicional, por lo que se diseñó el concepto de “responsabilidad de proteger”. Quienes prestan atención a la historia no se sorprenderán al descubrir que las potencias occidentales ejercen su “responsabilidad de proteger” de modo muy selectivo, en adherencia estricta a las tres máximas descritas. Los hechos perturban de tan obvios, y requieren considerable agilidad de las clases intelectuales: otra reveladora historia que debo dejar de lado.
Conforme el momento unipolar se iluminó, otra cuestión que se puso al frente fue el destino de
A medida que se colapsó
Poco después llegó Bill Clinton al cargo. Muy pronto se desvanecieron los compromisos de Washington. No es necesario abundar sobre la promesa de que
Un día antes del primer viaje de Barack Obama a Rusia, su asistente especial en Seguridad Nacional y Asuntos Eurasiáticos informó a la prensa: “No vamos a dar seguridades a los rusos, ni a darles ni intercambiar nada con ellos respecto de la expansión de
Se refería a los programas de defensa con misiles estadunidenses en Europa oriental y a la posibilidad de convertir en miembros de
Ahora, la jurisdicción de
El secretario general de
El lingüista Noam Chomsky, crítico del imperialismo, disertó ayer en Ciudad UniversitariaFoto Marco Peláez
Largas filas en torno a
Desde los primeros días posteriores a la guerra fría, se entendía que Europa occidental podría optar por un curso independiente, tal vez con una visión gaullista de Europa, del Atlántico a los Urales. En este caso el problema no es un “virus” que pueda “diseminar el contagio”, sino una pandemia que podría desmantelar todo el sistema de control global. Se supone que, al menos en parte,
Los acontecimientos continúan atravesando el momento unipolar, adhiriéndose bien a los principios que rigen los asuntos internacionales. Más en específico, las políticas se conforman muy cerca de las doctrinas del orden mundial formuladas por los planificadores estadunidenses de alto nivel durante
Se desarrollaron planes detallados y racionales para la organización global, y a cada región se le asignó lo que se le llamó su “función”. Al Sur en general se le asignó un papel de servicio: proporcionar recursos, mano de obra barata, mercados, oportunidades de inversión y más tarde otros servicios, tales como recibir la exportación de desperdicios y contaminación. En ese entonces, Estados Unidos no estaba tan interesado en África, así que la pasó a Europa para que “explotara” su reconstrucción a partir de la destrucción de la guerra. Uno podría imaginar relaciones diferentes entre África y Europa a la luz de la historia, pero no se tuvieron en cuenta. En contraste, se reconoció que las reservas de petróleo de Medio Oriente eran una “estupenda fuente de poder estratégico” y uno de los “premios materiales más grandes en la historia del mundo”: la más “importante de las áreas estratégicas del mundo”, para ponerlo en palabras de Eisenhower. Y los planificadores se daban cuenta de que el control del crudo de Medio Oriente proporcionaría a Estados Unidos el “control sustancial del mundo”.
Quienes consideran significativas las continuidades de la historia tal vez recuerden que los planificadores de Truman hacían eco de las doctrinas de los demócratas jacksonianos al momento de la anexión de Texas y de la conquista de medio México, un siglo antes. Tales predecesores anticiparon que las conquistas proporcionarían a Estados Unidos un virtual monopolio del algodón, el combustible de la primera revolución industrial: “Ese monopolio, ahora asegurado, pone a todas las naciones a nuestros pies”, declaró el presidente Tyler. En esa forma, Estados Unidos podría esquivar el “disuasivo británico”, el mayor problema de esa época, y ganar influencia internacional sin precedente.
Concepciones semejantes guiaron a Washington en su política petrolera. De acuerdo con ella –explicaba el Consejo de Seguridad Nacional de Eisenhower–, Estados Unidos debe respaldar regímenes rudos y brutales y bloquear la democracia y el desarrollo, aunque eso provoque una “campaña de odio contra nosotros”, como observó el presidente Eisenhower 50 años antes de que George W. Bush preguntara en tono plañidero “por qué nos odian” y concluyera que debía ser porque odiaban nuestra libertad.
Con respecto a América Latina, los planificadores posteriores a
TLC, “cura recomendada”
En el caso especial de México, el taller de desarrollo de estrategias para América Latina, celebrado en el Pentágono en 1990, halló que las relaciones Estados Unidos-México eran “extraordinariamente positivas”, y que no las perturbaba ni el robo de elecciones, ni la violencia de Estado, ni la tortura o el escandaloso trato dado o obreros y campesinos, ni otros detalles menores. Los participantes en el taller sí vieron una nube en el horizonte: la amenaza de “una ‘apertura a la democracia’ en México”, la cual, temían, podría “poner en el cargo a un gobierno más interesado en desafiar a Estados Unidos sobre bases económicas y nacionalistas”. La cura recomendada fue un tratado Estados Unidos-México que “encerrara al vecino en su interior” y proponerle las reformas neoliberales de la década de 1980, que “ataran de manos a los actuales y futuros gobiernos” mexicanos en materia de políticas económicas.
En resumen, el TLCAN, impuesto puntualmente por el Poder Ejecutivo en oposición a la voluntad popular.
Y al momento en que el TLCAN entraba en vigor, en 1994, el presidente Clinton instituía también
La elección del tiempo para implantar
Las actitudes populares hacia quienes huyen de sus países –conocidos como “extranjeros ilegales”– son complejas. Prestan servicios valiosos en su calidad de mano de obra superbarata y fácilmente explotable. En Estados Unidos las agroempresas, la construcción y otras industrias descansan sustancialmente en ellos, y ellos contribuyen a la riqueza de las comunidades en que residen. Por otra parte, despiertan tradicionales sentimientos antimigrantes, persistente y extraño rasgo en esta sociedad de migrantes que arrastra una historia de vergonzoso trato hacia ellos. Hace pocas semanas, los hermanos Kennedy fueron vitoreados como héroes estadunidenses. Pero a fines del siglo XIX los letreros de “ni perros ni irlandeses” no los habrían dejado entrar a los restaurantes de Boston. Hoy los emprendedores asiáticos son una fulgurante innovación en el sector de alta tecnología. Hace un siglo, acciones racistas de exclusión impedían el acceso de asiáticos, porque se les consideraba amenazas a la pureza de la sociedad estadunidense.
Sean cuales fueren la historia y las realidades económicas, los inmigrantes han sido siempre percibidos por los pobres y los trabajadores como una amenaza a sus empleos, sus modos de vida y su subsistencia. Es importante tener en cuenta que la gente que hoy protesta con furia ha recibido agravios reales. Es víctima de los programas de manejo financiero de la economía y de globalización neoliberal, diseñados para transferir la producción hacia fuera y poner a los trabajadores a competir unos con otros a escala mundial, bajando los salarios y las prestaciones, mientras se protege de las fuerzas del mercado a los profesionales con estudios. Los efectos han sido severos desde los años de Reagan, y con frecuencia se manifiestan de modos feos y extremos, como muestran las primeras planas de los diarios en los días que corren. Los dos partidos políticos compiten por ver cuál de ellos puede proclamar en forma más ferviente su dedicación a la sádica doctrina de que se debe negar la atención a la salud a los “extranjeros ilegales”. Su postura es consistente con el principio, establecido por
El espectro de la planificación es estrecho, pero permite alguna variación. El gobierno de Bush II fue tan lejos, que llegó al extremo del militarismo agresivo y ejerció un arrogante desprecio, inclusive hacia sus aliados. Fue condenado duramente por estas prácticas, aun dentro de las corrientes principales de opinión. El segundo periodo de Bush fue más moderado. Algunas de sus figuras más extremistas fueron expulsadas: Rumsfeld, Wolfowitz, Douglas Feith y otros. A Cheney no lo pudieron quitar porque él era la administración. Las políticas comenzaron a retornar más hacia la norma. Al llegar Obama al cargo, Condoleeza Rice predecía que seguiría las políticas del segundo periodo de Bush, y eso es en gran medida lo que ha ocurrido, más allá del estilo retórico diferente, que parece haber encantado a buena parte del mundo… tal vez por el descanso que significa que Bush se haya ido.
En el punto más candente de la crisis de los misiles cubanos, un asesor de alto rango del gobierno de Kennedy expresó muy bien algo que hoy es una diferencia básica entre George Bush y Barack Obama. Los planificadores de Kennedy tomaban decisiones que literalmente amenazaban a Gran Bretaña con la aniquilación, pero sin informar a los británicos.
En ese punto, el asesor definió la “relación especial” con el Reino Unido. “Gran Bretaña –dijo– es nuestro teniente”; el término más de moda hoy sería “socio”. Gran Bretaña, por supuesto, prefiere el término en boga. Bush y sus cohortes se dirigían al mundo tratando a todos como “nuestros tenientes”. Así, al anunciar la invasión de Irak, informaron a Naciones Unidas que podía obedecer las órdenes estadunidenses, o volverse “irrelevante”. Es natural que una desvergonzada arrogancia así levante hostilidades.
Obama adopta un curso de acción diferente. Con afabilidad saluda a los líderes y pueblos del mundo como “socios” y únicamente en privado continúa tratándolos como “tenientes”, como “subordinados”. Los líderes extranjeros prefieren con mucho esta postura, y el público en ocasiones queda hipnotizado por ella. Pero es sabio atender a los hechos, y no a la retórica o a las conductas agradables. Porque es común que los hechos cuenten una historia diferente. En este caso también.
Tecnología de la destrucción
El actual sistema mundial permanece unipolar en una sola dimensión: el ámbito de la fuerza. Estados Unidos gasta casi lo mismo que el resto del mundo junto en fuerza militar, y está mucho más avanzado en la tecnología de la destrucción. Está solo también en la posesión de cientos de bases militares por todo el mundo, y en la ocupación de dos países situados en cruciales regiones productoras de energéticos. En estas regiones está estableciendo, además, enormes megaembajadas; cada una de ellas es en realidad es una ciudad dentro de otra: clara indicación de futuras intenciones. En Bagdad se calcula que los costos de la megaembajada asciendan de mil 500 millones de dólares este año a mil 800 millones en los años venideros. Se desconocen los costos de sus contrapartes en Pakistán y Afganistán, como también se desconoce el destino de las enormes bases militares que Estados Unidos instaló en Irak.
El sistema global de bases se comienza a extender ahora por América Latina. Estados Unidos ha sido expulsado de sus bases en Sudamérica; el caso más reciente es el de la base de Manta, en Ecuador, pero recientemente logró arreglos para utilizar siete nuevas bases militares en Colombia, y se supone que intenta mantener la base de Palmerola, en Honduras, que jugó un papel central en las guerras terroristas de Reagan.
La preocupación de los sudamericanos se ha incrementado por un documento de abril de 2009, producido por el comando de movilidad aérea estadunidense (US Air Mobility Command), que propone que la base de Palanquero, en Colombia, pueda convertirse en el “sitio de seguridad cooperativa” desde el cual “puedan ejecutarse operaciones de movilidad”. El informe anota que, desde Palanquero, “casi medio continente puede ser cubierto con un C-17 (un aerotransporte militar) sin recargar combustible”. Esto podría formar parte de “una estrategia global en ruta”, que “ayude a lograr una estrategia regional de combate y con la movilidad de los trayectos hacia África”. Por ahora, “la estrategia para situar la base en Palanquero debe ser suficiente para fijar el alcance de la movilidad aérea en el continente sudamericano”, concluye el documento, pero prosigue explorando opciones para extender el sistema a África con bases adicionales, todo como parte de un sistema global de vigilancia, control e intervención.
Estos planes forman parte de una política más general de militarización de América Latina. El entrenamiento de oficiales latinoamericanos se ha incrementado abruptamente en los últimos 10 años, mucho más allá de los niveles de la guerra fría.
La policía es entrenada en tácticas de infantería ligera. Su misión es combatir “pandillas de jóvenes” y “populismo radical”, término este último que debe de entenderse muy bien en América Latina.
El pretexto es la “guerra contra las drogas”, pero es difícil tomar eso muy en serio, aun si aceptáramos la extraordinaria suposición de que Estados Unidos tiene derecho a encabezar una “guerra” en tierras extranjeras. Las razones son bien conocidas, y fueron expresadas una vez más a fines de febrero por
Los estudios llevados a cabo por el gobierno estadunidense, y otras investigaciones, han mostrado que la forma más efectiva y menos costosa de controlar el uso de drogas es la prevención, el tratamiento y la educación. Han mostrado además que los métodos más costosos y menos eficaces son las operaciones fuera del propio país, tales como las fumigaciones y la persecución violenta. El hecho de que se privilegien consistentemente los métodos menos eficaces y más costosos sobre los mejores es suficiente para mostrarnos que los objetivos de la “guerra contra las drogas” no son los que se anuncian. Para determinar los objetivos reales, podemos adoptar el principio jurídico de que las consecuencias previsibles constituyen prueba de la intención. Y las consecuencias no son oscuras: subyace en los programas una contrainsurgencia en el extranjero y una forma de “limpieza social” en lo interno, enviando enormes números de personas “superfluas”, casi todas hombres negros, a las penitenciarías, fenómeno que condujo ya a la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, por mucho, desde que se iniciaron los programas, hace 30 años.
Aunque el mundo es unipolar en la dimensión militar, no siempre ha sido así en la dimensión económica. A principios de la década de 1970, el mundo se había vuelto económicamente “tripolar”, con centros comparables en Norteamérica, Europa y el noreste asiático. Ahora la economía global se ha vuelto aún más diversa, en particular tras el rápido crecimiento de las economías asiáticas que desafiaron las reglas del neoliberal “Consenso de Washington”.
También América Latina comienza a liberarse por sí sola de este yugo. Los esfuerzos estadunidenses por militarizarla son una respuesta a estos procesos, particularmente en Sudamérica, la cual por vez primera desde las conquistas europeas comienza a enfrentar los problemas fundamentales que han plagado el continente. He ahí el inicio de movimientos encaminados a la integración de países que tradicionalmente se orientaban hacia Occidente, no uno hacia el otro, y también un impulso por diversificar las relaciones económicas y otras relaciones internacionales. Están también, por último, algunos esfuerzos serios por dar respuesta a la patología latinoamericana de que son los estrechos sectores acaudalados los que gobiernan en medio de un mar de miseria, quedando los ricos libres de responsabilidades, excepto la de enriquecerse a sí mismos. Esto último es muy diferente de Asia oriental, como se puede medir observando la fuga de capitales. En Asia oriental tales fugas se han controlado con mucha fuerza. En Corea del Sur, por ejemplo, durante su periodo de rápido crecimiento, la exportación de capitales podía acarrear la pena de muerte.
Estos procesos en América Latina, en ocasiones encabezados por impresionantes movimientos populares de masas, son de gran significación. No es sorpresivo que provoquen amargas reacciones entre las elites tradicionales, respaldadas por la superpotencia hemisférica. Las barreras son formidables, pero, si logran remontarse, los resultados van a cambiar en forma significativa el curso de la historia latinoamericana, y sus impactos más allá de ella no serán pequeños.
Traducción: Ramón Vera Herrera