In Memoriam de Jorge Reyes

 

Espacio eclipsado  

Porfirio Miguel Hernández Cabrera  

Para mi hermano José Antonio 

 

La Jornada semanal  

Desde las once de la mañana empiezan a llegar. Unos se forman y muestran su boleto en la entrada; la larga fila casi llega hasta Insurgentes. Otros se meten en la hilera con gran sigilo y mucha experiencia. Adentro, en la senda que conduce al gran círculo de piedra volcánica, los ven dedores –en un tono entre comercial y de ins­pector de salud– se dirigen a los visitantes: “¿Ya tienen sus filtros?”, mostrándolos en un extenso aba­nico de presentaciones y marcas.  

Las ansias por ganar una rampa se vienen abajo, todas están ocupadas por jóvenes y muchachas que, más modestamente que los científicos, se han apostado en la punta de los bloques triangulares de concreto para improvisar un rudimentario pero efectivo observatorio, desde el cual se puede contemplar totalmente el Espacio Escultórico y, más allá, la zona ecológica de Ciudad Universitaria, los edificios de las zonas urbanas o el Ajusco y las serranías que circundan al Distrito Federal.  

Los boletos marcan las 12 horas como inicio del concierto El sol negro, de Jorge Reyes –fusión de sonidos prehispánicos y música de sintetizadores programados, pero pasa de la hora y el espectáculo todavía no comienza. Arriba, en el firmamento, el gran eclipse total de Sol, en los últimos días más difundido y esperado, ya empezó. Pero las nubes eclipsan el eclipse y los filtros solares siguen guardados . El público se impacienta y empieza a corear: “¡Jorge, Jorge!”; éste explica que debido a la falta de facilidades se vio obligado a realizar los preparativos técnicos en ese momento. Mientras tanto, tocará la Banda Renacimiento , de Oaxaca, la cual se abre paso entre la gran cantidad de gente que se halla sentada sobre el suelo escabroso, para ubicarse en un punto del pasillo de arcilla en forma de circunferencia. Desde los primeros acordes de “Dios nunca muere”, la alegría de los universitarios se desborda en gritos y aplausos, y se dejan oír voces de “¡Arriba Oaxaca!” Después siguen “La marcha de Zacatecas” y otras melodías .  

La gente sigue llegando y el espacio es ocupado por todas partes. Los universitarios acuden en grupi­tos; unos se sientan en el pasillo, y los más osados brincan para bajar y estar cerca del entarimado donde Jorge Reyes se encuentra colocando sus instrumentos y atizando con soplidos las vasijas de copal. Los recién llegados tapan la visibilidad de los que arribaron temprano, quienes gritan: “¡No, no!”, “¡No nos dejan ver!”, ante lo cual los primeros tienen que levantarse y buscar un lugar más propicio. Arriba, en el cielo, el espacio sobra.  

El público espera con ansia la llegada de la fase total del eclipse. Sentados sobre las rocas, niños y viejos, pero sobre todo jóvenes, leen o conversan, escuchan o tararean la música de la banda, y ven a Reyes disponiendo todo para el ritual. De vez en vez algunos sacan sus filtros y, siguiendo las instrucciones de ponerlos ante la vista antes de mirar hacia arriba y buscar el Sol, comprueban, con decepción, que no se ve absolutamente nada: las nubes eclipsan el eclipse. Conforme a lo previsto por los astrónomos, una tenue brisa comienza a caer sobre las cabezas y los brazos de los asistentes, es la primera manifestación de lo vaticinado. La expectación crece y la banda sigue tocando; la gente continúa entrando y se ubica donde puede.  

A un costado del círculo volcánico, dos puestos venden playeras y gorras con logos alusivos al suceso: “Eclipse de México 1991.” En el año palindrómico, en el Ombligo de la Luna , se apreciará la espo­rádica cópula entre el Sol y la Luna. Los cuerpos celestes están de moda, han dejado de permanecer eclipsados por la ansiedad cotidiana de la vertiginosa vida citadina de los terrícolas, esos seres preocupados por conseguir el pan de cada día, por alcanzar los proyectos, los anhelos. Terrícolas eclipsados por la pesadumbre de existir sin asumir el peso de la conciencia de la existencia. Terrícolas que, como hormigas o cigarras, trabajando o parrandeando, hacen un alto en el camino para ser testigos de un fenómeno inusitado. Terrícolas universitarios que, como los terrícolas que se dieron cita en Teotihuacan, el Zócalo, el Museo de Antropología, Xochicalco, Monte Albán y otros lugares, se han reunido para mirar de frente el escarceo amoroso entre los astros protectores de la Tierra. “Di no a Televisa” dijeron los universitarios. En los noventa, negarse a mirar la televisión es un acto subversivo. La conciencia universitaria se impuso, el saber científico y artístico se alzaron contra la propagación mediática del miedo a ver directamente lo que pocos tienen oportunidad de ver.  

Pasadas las 13 horas da inicio el rito, Jorge Reyes comienza a hacer vibrar sus instrumentos para que revelen sus secretos sonidos. El músico chamán viste un atuendo multicolor en el que predominan los morados, azules y verdes. Debajo lleva puesta una sudadera de un intenso color rojo y, amarrada a la cintura, una gruesa cinta del mismo tono. Juan Carlos López, en las percusiones, hace lo propio; su indumentaria moderna –pantalón negro y camisa blanca con estampados etno– contrasta con la de Reyes.  

La música penetra por los oídos y el cuerpo entero de los espectadores. La resonancia de las ollas, los cántaros y los tambores se mezcla con el sonido ancestral de las conchas y caparazones, de las flautas y ocarinas, de las sonajas, el palo de lluvia y los teponaztles; el compás de los sintetizadores se conjuga con el tloque nahuaque, el ritmo de la voz y del cuerpo de Reyes, emanado del palmoteo en sus piernas, brazos y pecho. Efluvios musicales que se integran a la atmósfera mística en el momento en que el Jaguar devora lentamente al Gran Tonatiuh. Los sonidos prehispánicos fluyen y cada uno se prepara interiormente para el fenómeno que sobreviene. Expectación. Las veladoras encendidas alrededor del escenario apenas se distinguen.

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