Umberto Eco:
el poder de la insolencia
Jorge Gudiño
La Jornada Semanal
Al enfrentarse a una novela, los lectores críticos pueden asumir varias posturas para intentar definir su calidad. Los más empíricos dentro de éstos basan sus opiniones en el componente de legibilidad de la misma. Qué tanto la obra es capaz de atraparlos; en qué medida su lectura implica un distanciamiento del mundo propio; cuánto es capaz de divertirlos. Es una postura que, a fin de cuentas, parte de un principio esencial: leer es una forma de entretenerse. Más allá de ello, habrá lectores que le exijan al libro ciertas características para poder colocarlo en el anaquel de obras valiosas.
Muchos optarán por señalar que un minucioso trabajo del lenguaje es punto de partida necesario. Tejer las palabras en una filigrana de oraciones preciosistas, es una cualidad que se valora sobre muchas. También la de ser capaz de crear personajes complejos, poco predecibles, que escapen de las normas convencionales. Entidades figurales que puedan seducir al lector con apenas un gesto y conmoverlo con la anécdota en turno. Muchos otros privilegian la investigación; que el autor haya sido capaz de crear un mundo consistente a partir de referentes dispersos. La ambientación se vuelve indispensable para habitar el contexto al que se nos invita. Algunos más hablan acerca del discurso. Ese algo tan difícil de definir, pero que encuentra sinonimia en el fondo, en aquello que, en realidad, el texto quiere decirnos. Así, la profundidad encuentra un nicho a la hora de buscar elementos para definir el valor de una obra narrativa.
La lista podría extenderse mucho más. No sólo en posibilidades sino en explicaciones de las mismas. En alguna medida, el éxito de las novelas contemporáneas se sustenta en alguna de estas categorías (quizá más la primera que las últimas). Más allá de este primer reconocimiento para el autor, es complicado toparse con novelas que se perfilen como un clásico. Sobre todo porque, para conseguirlo, requieren tener elevadas sus defensas en cada una de las categorías para cuando la crítica emprenda sus ataques.
Umberto Eco (Piamonte, 1932) es uno de los autores que bien podrían aspirar a que su obra lo consiguiera. Y eso, pese a que sólo cuenta en su haber con cuatro o cinco novelas (no es sencillo discernir si la última de ellas debe considerarse como tal).
El impacto fue inmediato. El nombre de la rosa resultó ser un fenómeno literario por varias razones. La primera de ellas tenía que ver con la génesis del mismo. ¿De cuándo a acá un académico se puede poner a escribir novelas con tanto acierto? Y no un académico cualquiera. Para cuando Eco publicó su primera novela, ya era un respetado ensayista y un reconocido semiólogo. Cualquiera con prejuicios tendría que apostar a que su novela no funcionaría.
No fue así. Es cierto, tanto en El nombre de la rosa como en las siguientes tres (El péndulo de Foucault, La isla del día de antes y Baudolino) se aprecia que este autor no es convencional. La cantidad de referencias que se incluyen en cada libro hace sospechar que el concepto de erudición se queda corto cuando se habla de Eco. Cada una de sus obras narrativas podría inscribirse dentro de los terrenos del ensayo, de la investigación académica, tal es la profundidad de sus contenidos. Algo que, por sí mismo, podría resultar disuasorio para los lectores que buscan simple entretenimiento. Algo que, eventualmente, sucederá.
Pero no en todos los casos. De otra forma no podría explicarse el éxito (película incluida) de la primera de sus novelas. Y es que El nombre de la rosa también es una novela policíaca, histórica y religiosa, con una profunda carga filosófica, con asesinatos, sangre, dudas y de época. Cuenta con todos los elementos para llamar la atención. Baudolino es similar. Una obra que puede ser calificada de fantástica, de aventuras, de amor, de traiciones, y todo en medio de una odisea en la campiña medieval. De nuevo, una colección de imanes para el lector.
Si bien es cierto que esto no sucede con las otras dos (al menos no en lo concerniente a la tensión dramática), lo que es común en las cuatro es que están montadas sobre una arquitectura sin fisuras. Así, el lector puede instalarse en el Medioevo para presenciar disquisiciones acerca de la posible risa de Cristo, mientras, en una biblioteca digna de todo recuerdo, un monje asesina por medios sofisticados a los que se aproximan al secreto. O puede unirse a la persecución de una secta retorcida que busca despertar las viejas glorias de los templarios al tiempo que el protagonista vive una lucha personal. Quizá convenga más instalarse dentro de un barco, en pleno siglo XVII, que haya naufragado a apenas un par de centenas de metros de la playa que, entre otras cosas, también se encuentra ubicada en una fecha anterior. Es probable que se prefiera hacer caso de los decires de un personaje capaz de crear realidad con sus palabras, de forma tal que la historia hoy conocida se fue construyendo a partir de sus ocurrencias al mismo tiempo que el mundo entero emprendía una cruzada salida de su ingenio.
Vistas de forma particular, las historias que narra Umberto Eco valen por sí mismas. Su uso del lenguaje es propio de un privilegiado. Políglota y mundano, es capaz de encontrar la palabra exacta incluso cuando no alcanzan las lenguas conocidas. Si a ello se le suma la capacidad de generar una profundidad discursiva, algo a lo que cualquier autor aspira y que pocos logran, entonces su obra debe ser vista desde una perspectiva aparte: la que hace que sus novelas se ubiquen en un nicho especial a la hora de compararlas con sus pares. Ellas son capaces de salir bien libradas frente a casi cualquier aparato crítico. Si acaso, adolecen de un problema: son un tanto insolentes. Pero lo son en el sentido estricto del atrevimiento. Entonces se les aplaude de nueva cuenta. Porque se atreven, sí; pero, sobre todo, porque lo consiguen, y eso nos permite enfrentarnos a textos, en verdad, maravillosos.