MEMORIAS DE FELIPE MARTÌNEZ SORIANO
CAPITULO I
La inquietud por escribirla comienza invocando el pensamiento de la insigne escritora Elena Garro, que dice: “Los recuerdos del porvenir” Yo solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga. Y como la memoria contiene todos los tiempos y su orden es imprevisible…La memoria me devuelve intactos aquellos días…”Porque recodar es lo vivido con anhelos, pasión y esperanzas, es decir, con la llamada memoria retrógrada y que “Solo una vida que se vive para los demás, merece la pena vivirla” A. Einstein.
Nací el 5 de febrero de 1927, en choza humilde indígena campesina y zapoteca de San Andrés Zautla, Etla, Oaxaca. Diez años después del Movimiento Social de l9l7, pueblo situado a
Mis padres fueron, Francisco Martínez y Tomasa Soriano Ruiz, se dedicaban a la agricultura tradicional usando el: pico, la coa, y la pala, para sembrar maíz y fríjol en el temporal y carecían de terrenos fértiles. Acarreaban la cosecha en carretas jaladas por yunta de bueyes, en burros y caballos, igual para la venta de leña y carbón a Etla y Oaxaca.
El pueblo no tenía luz eléctrica, se alumbraba con ocote, velas o “brujitas” de petróleo; tampoco contaba con agua potable y esta se obtenía de los pozos situados a flor de tierra en la periferia del pueblo. Los niños la acarreábamos con latas sostenidos con un garrote grueso y resistente colocada en hombros y las mujeres en cántaros sostenidos con rebozo hecho rodete en la cabeza.
Fue la época del Movimiento Cristero (l926-l929), cuando el país sufrió crisis económica, también política y social. Porque los sacerdotes católicos sufrieron persecución política y los bautizos eran a escondidas y se registraron temblores que produjeron miedo a la población y algunas personas emigraron a otros lugares, caminando por terracería, veredas pobladas de hierbas y arbustos, en burros, carretas, caballos, veces por ferrocarril.
PRIMEROS CINCO Y SIETE AÑOS DE VIDA
Quedé huérfano a los seis meses de edad, mi madre falleció sin saberse de qué enfermedad, sólo algunas gentes decían que fue por el polvo del maíz que le produjo la muerte y decían que era de cara afiladita, trabajadora y amable, pero no tengo mayor información de ella, por eso en un tiempo busqué a personas para que me digan algo sobre ella, pues tampoco tengo alguna fotografía. Entonces necesito en lo posible. Que alguien haga un retrato hablado de ella, tomando como muestra a un familiar “parecido”.
A los siete años conocí a mi abuela materna, Bibiana Ruiz, “Maribin”, de tez blanca, menudita y trabajadora, sacrificaba chivos para exquisita barbacoa. No conocí a mi abuelo Zeferino Soriano, sì al señor León Ruiz, tío abuelo que una vez que trabajaba la tierra por el río, me vio cabezón y dijo que, si lograría vivir “sería un gran hombre”. Pero entones me llamaban por Gabino, en recuerdo a otro tío abuelo, así me nombró la gente por mucho tiempo.
Fui bautizado como Felipe de Jesús, lo supe al ingresar a la escuela y en mi acta de nacimiento estoy como hijo natural de Francisco Martínez, sin el nombre de mi madre, pues ella estaba en “cuarentena”, es decir, las parturientas no podían salir antes de cumplir ese tiempo y después de un baño de temascal, al que yo fui cuando tenía ocho años para que “la maldad se saliera”.
De mi orfandad, se encargó mi abuela Catarina, conocida como “Tía Cata”, de pelo largo, negro y ensortijado; morena, simpática y enérgica, Que para alimentarme, recurría con señoras con hijos amamantando y de la misma edad que la mía, para “robarles” un poco de leche. Entre ellas estaba la tía Amalia, a quien la llamaba mamá “malla” y su hija, Cristina, me cargaba en su rebozo y cuando lloraba la llamaba, “Tina” quiero…
Pero algunas se negaban y tenían razón en cuidar la alimentación de sus hijos. En ese tiempo se vivía mal y no se acostumbraba la alimentación complementaria o ablactaciòn como se dice en términos pediátricos. Y fueron causas de la grave desnutrición que sufrí en eso primeros años de vida. Mal social que ahora se conoce como niño “araña” y con cara de viejito o hinchado como en Biafra.
Por eso tenía baja estatura, estaba cabezón, con barriga voluminosa y lustrosa, pies delgados como una “araña”, y llamaba la atención de la gente, por tener lombrices, redondas (áscaris) y planas (solitarias), también amibas y me veían en un estado de indiferencia y de tristeza, la “tiricia” se dice en los pueblos. Curarse resultaba imposible por no haber recursos económicos y médicos.
Entonces se recurría a la hechicería, brujería y los primeros me hicieron “limpias” con huevos de gallina negra, usando ropas íntimas de hombre o mujer, acompañados de cánticos en zapoteco para “ahuyentar” al demonio, al dios del mal, al “chaneque” o al “tono” una segunda persona, o el nagual (náhuatl) representado por un coyote grande.
Lo brujos, eran y siguen siendo algo místico, no se les veía, ni se quería saber de ellos, porque infundían temor a los niños, incluso, a los adultos. Pues si a una persona se le ubicaba como tal, había que tenerle “cuidado” y muchas veces se le apedreaba. Los curanderos, usaban ceniza, grasa de tlacuache o manteca de cerdo que untaban en la barriga que brillaba y parecía reventar de lombrices. También tomar raíces o cáscaras de plantas, hojas, semillas de calabaza y toronja; epazote en empanadas y semillas de calabaza preparadas en horchata.
Para el dolor de barriga raíces los “tres pies”, el “cuancuco” es un camote que sirve para infusiones amargas o la hierba del “susto” y la “pegajosa” . Entre ellos estaba
CONSECUENCIAS.
Como desnutrido, era susceptible a espantos y cuentos de terror, relatadas por la viejecita Virginia Flor, amiga de mi abuela y decía: que en las primeras horas de la noche bajo árboles frondosos, salían” duendes” es decir, diablitos pequeños y traviesos, que “mataban” a cosquillas y los brujos jugaban con “pelotas de lumbre” en lugares solitarios y la matlacihua o llorona, era una mujer hermosa, vestida de blanco, de cabellos largos y atractiva para jóvenes enamorados y “noctámbulos”
También burros y perros negros que se atravesaban en caminos en noches oscuras, un gato negro o el búho que cuando cantaba de noche, era señal de la muerte del indio, que la lechuza con su canto simulaba el corte de la mortaja del difunto, incluso aullidos de coyote nagual, señal de maldad y eso estremecía de miedo.
Eso hacía que me orinara por las noches en el petate y ropa, así me enviaban a la doctrina o a la escuela, siendo objeto de burlas que afectó mi estado de ánimo y la gente decía que la muerte me esperaba, porque lo anunciaba el búho y la lechuza. Sin embargo, no llegó y menos cuando tenía siete años
Al empezar a recuperarme empecé a salir a la calle y meterme a casas vecinas y la gente se sorprendía por encontrarme vivo, aunque deforme, cabezón, barrigón y callado, pero orientado en tiempo y en espacio, aunque la gente se riera y burlara de mi figura. Después por calles lejanas y sentarme en el pretil de la vieja tienda del Don “Goyo” Velásquez, que era mi padrino y me regalaba dulces.
Después me convertí en un andalòn y me metía a muchos domicilios, donde a veces me daban de comer, Entonces mi abuela optó por amarrarme un listón en la garganta del pie para que no “perdiera”. Pero como no pronunciaba la r y la s, la gente me llamaba, sonso, feo y me apedreaban e Insultaban y empecé a contestarle a niños y a las gentes grandes con groserías porque me decían “zurdo contra dios”.
Mi abuela, era de “pocas pulgas” decían en el pueblo, empezó a darme trabajos, cuidar guajolotes en la ribera del río, dar de comer a los pollos y vigilar que los gavilanes no se los devoraran y era acompañado por Inés y Joaquina, veces por otra persona. Pero una vez se comieron la masa y los corretee con un cuchillo en las patas, sin decirle nada a la abuela, que al darse cuenta el porqué los animales se picoteaban las patas. ¡Exclamó!, ¿Quien sería el malvado que les pegó feo a mis animales?. Yo guardé silencio.
Pero logré observar lo hermoso del campo, el canto de los gorrioncillos: de cuitlas, chogones, cenzontles, al diminuto colibrí; de águilas, zopilotes, cuervos, quebranta-huesos, del correcaminos, el pájaro carpintero, los gavilanes, liebres y venados. Caminar por lugares poblados de sauces, guayabales, carrizos y palo de “águila”, cañaverales, mangales, milpas, alfalfares, plantíos de chícharos y habas.
En ese andar bullicioso o callados, veíamos a las gentes de Santo Tomás Mazaltepec, con sus vestidos tradicionales, hombres con camisa y calzones de manta blanca, mujeres con blusas amplias bordadas con hilos de diferentes colores, enaguas amplias sostenidas por cinturón de palma llamado sollate o por un ceñidor rojo y cubierta sus cabezas por un reboso en forma de turbante.