Juan Ramón Jiménez en tiempos de guerra

«¿Qué deben hacer los poetas

en la guerra?».  

La gran ‘novela’ de la Guerra Civil 

Se publica por primera vez sin censurar el libro con el que Juan Ramón Jiménez quiso demostrar su inequívoco compromiso con la República española   

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS 

Madrid 

El País    

Ésta es la pregunta que desde el 18 de julio de 1936 asaltó a Juan Ramón Jiménez. Y ésta es su respuesta:  

«La poesía como todo lo esencial es eterna, no se modifica con las circunstancias. En todo caso, el poeta cumplirá con su deber y su conciencia, dejando, si es preciso, su trabajo literario propio de la paz, y poniéndose con su ideal. Y su ejemplo».  

Para el autor de Platero y yo siempre estuvo clara la labor de un escritor «si no puede pelear con los puños»: como artista, escribir lo mejor que sepa; como ciudadano, arrimar el hombro cuanto pueda. Sin mezclar jamás ambas cosas, sin confundir la pluma con una pistola y, sobre todo, sin dejar que la primera se beneficie de la autoridad de la segunda: «Nosotros ¡los intelectuales! Etc.  

Debemos ayudar al Gobierno y al pueblo; no ellos a nosotros».  

Según el poeta, no había que confundir nunca la pluma con la pistola 

«O no gritar tanto, o irse a las trincheras», recomendaba 

Para los sublevados, era un vivalavirgen amante de la molicie 

Para los más ruidosos del bando republicano, era un cursi hiperestésico 

Para Juan Ramón, un poeta puede morir «en la guerra» o «de la guerra» como Lorca, Machado o Miguel Hernández, pero no dedicarse a dar lecciones en la retaguardia. Y critica a León Felipe al saber que ha acudido a una cena de la Embajada de México en Madrid envuelto en el abrigo de pieles de un duque asesinado «y jactándose de ello con vociferación y bromita». El abrigo y la comida, dice, les hubieran venido mejor a los pobres milicianos «que morían gangrenados» en el frente de Teruel. «No se deben celebrar con banquetes los triunfos de la muerte», escribe. Y también: «O no gritar tanto o irse a las trincheras». 

Juan Ramón Jiménez (1881- 1958) fue un hombre transparente y de convicciones rocosas, pero poco dotado para sobrevivir en un mundo de maniqueos. «Comunista individualista» se llamaba a sí mismo. Mucho menos en un tiempo en el que la brutalidad del blanco y negro se llevó por delante todos los matices. Exiliado de primera hora, vio desde su destierro americano cómo en España su figura era pasto de la caricatura.  

Para los sublevados era un vivalavirgen amante de la molicie y «el desinterés por las cosas feas materiales» que se paseaba por California estrenando «los últimos modelos de automóviles salidos de las fábricas USA». Para los más ruidosos del bando republicano era un cursi hiperestésico mantenido por su mujer que, mareado por el olor de la sangre, prefirió mirar para otro lado. 

Consciente de la tormenta de mentiras y tópicos que se le venía encima, el escritor decidió contar en un libro la verdad de su compromiso con la República. Para ello se dedicó a recopilar materiales propios y ajenos -poemas, notas de diario, artículos, cartas y recortes de periódico- destinados a alimentar un volumen titulado Guerra en España.  

Nunca llegó a verlo publicado.  

Murió en Puerto Rico en 1958, dos años después de recibir el Premio Nobel.  

Guerra en España vio la luz por primera vez, aunque notablemente expurgado, en 1985. La edición corrió a cargo del poeta y traductor Ángel Crespo, que tuvo que reducir notablemente el primer manuscrito a petición de Seix Barral. Casi un cuarto de siglo después, la editorial sevillana Point de Lunettes publica el libro completo: 880 páginas frente a las 335 de la primera edición, 150 imágenes frente a 27. 

Su lectura no deja ninguna duda respecto al apoyo del poeta de Moguer al Gobierno republicano. Si en tiempos de paz se había negado a firmar manifiesto alguno por considerarse ajeno a todo partido político, el 30 de julio de 1936 no duda en firmar un escrito en apoyo a la República y «al pueblo que con heroísmo ejemplar lucha por sus libertades». Pasado el tiempo, del recorte de prensa que da la noticia del manifiesto tachó los nombres de los que habían vuelto a España antes de 1945: Menéndez Pidal, Gregorio Marañón y Pérez de Ayala, entre otros. 

Pero el compromiso del poeta fue más allá de firmar manifiestos o de ofrecerse (sin demasiado éxito) a varios ministros del Gobierno para que dispusieran de toda la energía de un hombre enfermizo de 55 años. Al poco de estallar la guerra, él y su esposa, Zenobia Camprubí, acogieron a 12 niños en uno de los pisos que alquilaba ésta en Madrid. Cuando se acabaron las patatas y la leche condensada del Gobierno, el matrimonio empeñó parte de sus enseres para seguir manteniéndolos. No sería la primera vez que comprometieron su patrimonio. Cuando en 1937 Espasa Calpe rescindió los contratos de todos los escritores leales a la República, él, ya en el exilio, rompió el suyo con la filial argentina de la editorial. Aquel contrato era su única seguridad económica. Zenobia lo dijo con estas palabras: «Económicamente, la guerra nos ha dejado… como a casi todo el que ha tenido vergüenza». 

En agosto de 1936 el poeta marchó al exilio. A su llegada a Nueva York organizó una colecta a favor de los niños refugiados e intentó movilizar a la opinión pública -trató incluso de ver al presidente Roosevelt- a favor de la República española para contrarrestar la propaganda franquista. Es lo que hizo en las otras etapas de su destierro: Puerto Rico y Cuba. «Lo que en España defienden ahora el ejército y el clero, ayudados por las clases ‘privilegiadas’, digan ellos lo que digan para ganar la opinión universal, no es, no será, o mejor, no sería más que un nuevo feudalismo». 

Si para Soledad González Ródenas, autora de la edición ampliada de Guerra en España es «más un archivo que un libro», para Andrés Trapiello se trata de «la gran novela de la Guerra Civil española».  

«Al menos lo sería si no fuese porque todo en el libro es demasiado verdadero: el miedo, la indignidad de muchos intelectuales…», matiza el escritor, que en primavera publicará una versión ampliada de su ensayo Las armas y las letras, un clásico ya sobre el papel de los escritores durante la contienda. 

 «Las novelas sobre la guerra han envejecido peor que los libros de memorias de muchos testigos», continúa Trapiello, para el que Juan Ramón Jiménez «tuvo la suerte de poder elegir y la decencia de no cambiar. Murió en el mismo bando en el que siempre estuvo».  

El autor de Españoles de tres mundos, un libro cuya reedición en Visor coincide con la recuperación de Guerra en España, practicó de joven la pintura al óleo y dibujó durante toda su vida. Siempre, además de poeta, se consideró «un gran visual». No sorprende, pues, que uno de los capítulos más impactantes de Guerra en España sea el gráfico.  

Durante años, el escritor recortó fotografías de los periódicos relacionadas con la contienda española y sus derivaciones internacionales. En muchos casos, el propio Jiménez añadía de su puño y letra un pie de foto más visceral que descriptivo. El conjunto forma un curioso álbum en la línea de los que Bertolt Brecht, un escritor de muy distinto signo, realizó por las mismas fechas sobre la guerra mundial. 

Dos grandes grupos de personajes protagonizan el álbum de Guerra en España: los niños y los fascistas. Los primeros fueron siempre su gran preocupación. Los segundos, su bestia negra, la negación de todo lo que él defendía. En la colección de imágenes, no obstante, hay protagonistas de ambos bandos: escritores como sus amigos Machado y Lorca, cuyo asesinato conmocionó a Juan Ramón, que lo había conocido en la Residencia de Estudiantes, o políticos como Pasionaria, Companys («Pero ustedes lo fusilaron», dice el pie añadido por el poeta) o Queipo de Llano. También Hitler («¿Podrá este gorila, cerdo, tiburón, rejir el mundo?») y Mussolini («Il Duce en el aria final de la opereta: España para los italianos, bufa. Bufa Il Duce… y la opereta»). Otra de sus andanadas se dirige a José Bergamín, con el que polemizó por extenso hasta el punto de acusarle de estar tras el asalto a su piso madrileño (uno de los asaltantes había trabajado como secretario en Cruz y raya, la revista dirigida por Bergamín). Bajo el recorte de una entrevista a éste, Juan Ramón Jiménez escribió: 

 «¡Qué mono el Mono con el mono! /  

¡El Mono con el mono, con el mono /  

del mono! Mono, mono, mono. /  

Trimono, Trimotormono. Trimono.  

Triple Anís del Mono. /  

¿Unamuno? ¡Unimono! (Estilo del mono). / 

/ ¿Cuánto le ha costado ¿a quién? ¿Esta entrevista grotesca?».   

Con todo, como dice la profesora González Ródenas, «Juan Ramón respetaba todas las posturas siempre que fueran morales y claras. Siempre distinguió entre ideología y conducta ética».  

Por eso criticó los enjuagues que Gómez de la Serna y Jorge Guillén hicieron con su pasado. Por eso lloró amargamente la muerte en la batalla de Teruel de su sobrino, enrolado en las filas de Falange, que murió «equivocado» pero «fiel»: «Pobre iluso», escribió su tío bajo su retrato.  

Aquella muerte sumió a Juan Ramón en la primera gran depresión del destierro. Pasó un año y medio sin escribir una sola línea.

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