El chile: una breve historia
Enrique Vela
Chiles morita, cascabel, guajillo, pasilla, serrano, jalapeño, chipotle y de árbol.
La presencia del chile entre las culturas mesoamericanas es milenaria. Aunque no se han encontrado aún pruebas de ello, es posible suponer que el aprovechamiento de los distintos tipos de chile se remonta incluso a las épocas en que los grupos que habitaban el territorio nacional tenían un modo de subsistencia basado en la caza-recolección y eran nómadas.
Sabemos que la movilidad de esos grupos estaba lejos de ser azarosa y que por el contrario respondía a un adecuado conocimiento de las condiciones de crecimiento y maduración de las especies que por experiencia se sabían provechosas.
Por ello, con los cambios de estación esos grupos mudaban sus campamentos a aquellos lugares en los que encontrarían alimentos suficientes, entre ellos distintas especies vegetales.
De estas plantas se recolectaban las partes útiles, principalmente los frutos, en un proceso que se repetiría periódicamente a lo largo de miles de años, lo que dio lugar a la modificación paulatina del ciclo de reproducción de las plantas, y de sus características morfológicas, que fue adaptándose a las necesidades de consumo humano.
El chile es un buen ejemplo de este proceso de adaptación de las plantas a las necesidades humanas: lo que se conoce como domesticación.
El fruto de la mayoría de las especies silvestres ve hacia arriba y tiene un llamativo color, lo que atrae a las aves que al comer el fruto contribuyen a su dispersión, pues no digieren todas las semillas y al evacuar mientras vuelan propician que la planta crezca en otras zonas.
En cambio el fruto de las especies domesticadas tiende a colgar, lo que evita que las aves lo coman, reservándose para el consumo humano, y permite que sea de mayor tamaño.
El chile fue sin duda una de esas especies que resultaban provechosas para los grupos nómadas de cazadores-recolectores, pues posee propiedades que retardan la descomposición de los alimentos, cualidad especialmente útil para un modo de vida que implicaba el traslado constante y el aprovechamiento al máximo de la comida obtenida, en especial de la carne. También debe considerarse que además de retardar la descomposición de los alimentos, el chile permite –gracias a su atributo más notorio: su intenso sabor– disimular el mal sabor de la carne en descomposición. Como sea, si el chile fue domesticado lo fue gracias a un prolongado proceso que implicó no sólo la repetida manipulación de la planta, sino la acumulación de conocimientos sobre sus propiedades y la conformación de una serie de prácticas culturales alrededor de su aprovechamiento.
La más notable de esas prácticas es la comida: el chile es un componente esencial en nuestra cocina y se le utiliza con singular maestría.
Si hoy en día sabemos que no todos los chiles tienen el mismo sabor, que no todos pican igual, que unos son más adecuados que otros para determinados platillos, es gracias a esa milenaria y cotidiana interacción, la cual permitió el desarrollo de instrumentos básicos para su recolección, traslado y procesamiento.
El mejor de esos instrumentos es el molcajete, que se utiliza para moler y mezclar el chile con otros ingredientes, y es tan efectivo que aún se utiliza.