PARA NO OLVIDAR
(I DE III)
Hugo Gutiérrez Vega
Semanario
La Jornada Semanal
Es necesario, en este país de desmemoriados –o desatentos, como decía López Velarde en “Novedad de la Patria”–, mantener viva la memoria de los momentos fundamentales de nuestra historia. Olvidar significa hacer a un lado las lecciones de la historia. Mantener presentes las victorias, los desastres, los aciertos, los errores, los avances de la conciencia popular y las masacres que los entorpecieron y, lo que es más grave, destruyeron e intentaron borrar del registro histórico, es una tarea que corresponde no sólo a los científicos sociales y a los politólogos, sino a la población entera y, especialmente, a los jóvenes que deben saber de los sacrificios y los actos heroicos que otros jóvenes realizaron hace tiempo, que han incidido determinantemente en el desarrollo de la conciencia social del país y de un tembloroso e incierto camino hacia una democracia que todavía está muy lejos de nuestro alcance, y que ha sufrido un nuevo descalabro debido, en buena parte, a los que en 2000, nos hicieron concebir esperanzas que muy pronto se derrumbaron en medio del estruendo de la corrupción, la torpeza, la frivolidad y las pulsiones incontenibles de una derecha que, aliada con los poderes fácticos organizados en un siniestro aparato de coherencia interna, intenta acabar con los fundamentos de nuestra República histórica que tenía como base al Estado laico, que es el único capaz de gestionar la convivencia civilizada y el clima de libertades indispensables para el desarrollo de los individuos y de la sociedad en general. Por estas razones es útil el libro que hoy nos entrega el Pino. Ya sé que es el señor Licenciado don Salvador Martínez Della Rocca, pero prefiero darle su nombre de combate, su apodo carcelario, su signo de identificación en las reuniones y en las manifestaciones de nuestro ’68, ese año que marcó el inició de la búsqueda de una democracia verdadera. Por eso tiene razón el rector José Narro cuando nos dice que es necesario refundar nuestra República. Eso intentaron los muchachos del ’68 (incluyo a otros perennes muchachos, José Revueltas, Heberto Castillo y Javier Barros Sierra) y por esa razón fueron tan cruelmente reprimidos. Buscaban que su voz fuera escuchada y esgrimían un pliego petitorio que, por encima de las peticiones puntuales e impecablemente documentadas, mostraba los rasgos de una nueva generación descontenta que, por unos meses deslumbradores, venció el desaliento, conquistó la calle y gritó su fe en la democracia y en la vigencia de las libertades públicas. Por eso el ’68 fue el mejor intento civilizatorio que el país, representado por sus estudiantes, realizó para enfrentar a la corrupción, a la violencia estatal, a la dolorosa desigualdad socioeconómica y al fracaso de gran parte de los ideales defendidos por los Flores Magón, Madero, Zapata, Ángeles y los verdaderos representantes de una revolución que aspiraba a liquidar los privilegios, para establecer la igualdad y derrotar la intolerancia y llegar al campo utópico de la vida civilizada y de la verdadera bondad –bueno en el sentido machadiano de la palabra– que, como decía Salvador Allende, abriría las grandes avenidas por las que, más temprano que tarde, caminaría el hombre nuevo.