Buen camino al Padre Ricardo Robles

El Ronco Robles   

Miguel Concha  

 

La Jornada    

El martes amanecimos con la triste noticia del inesperado fallecimiento del sacerdote Ricardo Robles Oyarzun, incansable promotor y defensor de los derechos indios –lo cual lo llevó a formar parte como asesor de los indígenas en los diálogos de concordia y pacificación de San Andrés Larráinzar, Chiapas, en la década de los 90–, amigo y colaborador de este diario, y a quien conocíamos como El Ronco Robles, por su habitual tono de voz. 

El subcomandante Marcos expresó en una ocasión que lo contaba en la lista, por cierto corta, de los que veían y oían la parte en la que los zapatistas miran la realidad hacia adentro. Tenía 72 años de edad y había cumplido 38 años como misionero jesuita, evangelizado por los indios, en la sierra tarahumara, adonde llegó por primera vez hace 45 años. Sus textos sobre los rarámuris son referentes indispensables para todos los estudiosos de antropología y quienes quieran conocer mejor esa etnia. 

El día anterior lo encontraron muerto a mediodía sobre su computadora en su casa de Sisoguichi, Chihuahua, víctima de un infarto al corazón. Alfredo Zepeda, coordinador del Comité de Derechos Humanos Sierra Norte de Veracruz, en Huayacocotla, expresó bien ese día a sus hermanos jesuitas en un correo el significado y la trascendencia de la partida de El Ronco: “Llegó por él el Dios de los rarámuris a la una y media de la tarde, sin avisar y ahorrándole enfermedad y dolores, agradecido el Dios de todo lo que El Ronco le ayudó para mantener este mundo con pinos en las montañas y con justicia para los pueblos. Lo extraña el pueblo rarámuri del que aprendió la vida verdadera para poder vivir la eterna. También los náhuas, los tzotziles, los tzeltales, los choles, los wixaritari, los tepehuanes y los tojolabales, los otomíes y los tepehuas. También el Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional”. 

Y ese mismo día la organización SERvicios del Pueblo Mixe, con la que El Ronco promovió entre otras cosas desde 2004 la Universidad Intercultural Ayuuk, en Santa María Alotepec, Oaxaca, le deseó buen camino en El Correo Ilustrado de La Jornada: “Queremos desearte buen camino al lugar de nuestros abuelos, de nuestros sabios; tú, que supiste encarnar en nuestras vidas y nutriste nuestras aspiraciones, animaste nuestras luchas y acompañaste los sinsabores de nuestra pobreza y marginación, tienes un lugar ahí, desde donde nuestros más antiguos vigilan la existencia de nuestras comunidades y pueblos indígenas”. 

El Ronco nació en San Luis Potosí en 1937. Ingresó al noviciado de los jesuitas en México en 1956. Fue ordenado sacerdote en 1969 en su ciudad natal y se comprometió definitivamente como religioso con la Compañía de Jesús en 1974. Estuvo tres años como promotor de pastoral social y vida religiosa en Ciudad Nezahualcóyotl, pero la mayor parte de su actividad pastoral la desarrolló en las comunidades indígenas de Norogachi, Pawichiki, Tewerichi y Sisoguichi, desde donde editaba la revista Kwira, que él fundó, y cuya publicación cumple ahora 25 años de difusión. Al morir estaba también encargado de la editorial de la diócesis de la Tarahumara. Sus escritos han sido publicados en diversas revistas y medios especializados en cuestiones indígenas, derechos humanos y teología.

Los lectores de La Jornada pudieron disfrutar en muchas ocasiones sus artículos, escritos siempre con gran lucidez y pasión por la justicia, amor a los indios, en un lenguaje que no se andaba por las ramas. En un artículo que publicó hace ya casi un año, que significativamente tituló “Las admirables candelas de los indios”, confesó que los comandantes zapatistas lo habían rescatado “del cerco que cerraba sobre todos aquel estrecho y cínico pragmatismo económico neoliberal” del gobierno durante los diálogos de San Andrés (que lamentablemente sigue vigente). Y que también había rescatado su libertad para “asombrarse, azorarse y admirarse” durante la otra campaña, al contemplar a los zapatistas por el norte desértico del país, de quienes por cierto también reconocía “errores, limitaciones, defectos…”, ofreciendo “su diagnóstico del país, sus rumbos de esperanza, su convocatoria para caminar juntos las luchas de todos, solidariamente”. Y premonitoriamente añadía: “El zapatismo éste, de hoy, no es la única candela que nos queda encendida. Aunque los gobiernos, y tras de ellos los poderes de facto, pretenden cubrir sus crímenes con el silencio, la oscuridad y el olvido, los muertos siguen su trabajo, cuidan sus luchas, para que no mueran con ellos. Y sus protestas, sus utopías, sus consignas, andan vivas en verdad”. 

Sin duda alguna, añadía, y más allá de sus limitaciones humanas, los mártires de Acteal y la sociedad civil Las Abejas “son admirables, ejemplares, candelas en esta noche que cierra más cada día”. Y en un artículo sobre las resoluciones de la Suprema Corte de Justicia, a propósito de la masacre de Acteal, que de modo significativo tituló “Ya lo sabíamos”, y publicó apenas el 29 de agosto pasado, escribió: “La Corte tenía que colocar y soldar el siguiente eslabón de una cadena de injusticias de casi 12 años, extender cartas de impunidad a los que convenía que las recibieran, liberar de ese peso a las actuales y antiguas autoridades, abrir los espacios para el libre comercio de lo que los indios son y tienen, y para ello atemorizar, amenazar y humillar tácitamente. Tenía que dar el golpe y esconder la mano. Ya lo sabíamos”. 

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