Ricardo Robles: testimonio
del corazón y pensamiento rarámuri
Adelfo Regino Montes
En un escrito suyo que aparece en el libro titulado El rostro indio de Dios, Ricardo Robles Oyarzun, El Ronco, como le gustaba ser llamado, escribió a manera de reflexión testimonial: “Un pueblo, una cultura, compleja cosmovisión que determina las relaciones del hombre con la realidad y sus acciones sobre ella, con sus valores, usos, sentires, es como una persona; se la puede conocer sólo conviviendo y queriéndole. Sus riquezas y misterios siempre nos guardarán sorpresas nuevas que brotan de su pasado; su vida y su creatividad siempre la irán renovando. Y nuestro conocimiento siempre quedará trunco, incompleto. No obstante, ese misterio que son las personas y las culturas no nos impide hablar de quienes queremos con más hondura que un frío estudio. Nadie puede negar la verdad de nuestra experiencia compartida, que brota en afectuoso testimonio”.
Hoy que El Ronco se ha marchado al jatu’uk it, como comúnmente llamamos los mixes a ese otro lugar adonde todos vamos una vez que nuestro ciclo de vida se acaba en este lugar, nos ha dejado su testimonio de amor y entrega al pueblo rarámuri, con el que convivió más de 45 años, pero también a otros pueblos indígenas de México que tuvimos la alegría de compartir con él nuestros problemas, sueños y aspiraciones de vida.
Esa parte afectiva, del corazón, como él solía decir, del convivir y querer a las personas y a los pueblos fue una de las grandes cualidades que marcaron profundamente su relación con los demás. A su juicio, no bastaban las grandes teorías para comprender al otro, o el amor profesado en las homilías cotidianas, ya que lo primordial en la vida es ir al encuentro del otro, compartir realidades, comprender pensamientos y construir aspiraciones y sueños. Así se fue a vivir y convivir a Ba’wichiki, Norogachi, Tewerichi, Sisoguichi, entre otras comunidades rarámuris, haciéndose parte de la comunidad en toda la extensión de la palabra.
Desde la vida comunitaria, Ronco conoció las riquezas y misterios, el pasado, la vida y creatividad del pueblo rarámuri. Desde ahí entendió que “… para el rarámuri (…) su teología es práctica, es para la vida, no es especulativa; ya que se trata de símbolos que dejan al hombre en libertad de reinterpretar, de crear nuevas explicaciones, de hacer suya la fe. Aunque, quién sabe por qué artes, estos hombres libres para crear coinciden, conservan tenazmente una fe ancestral, renovada, por las misiones y común entre ellos”.
El Ronco conoció y comprendió con gran naturalidad cosmovisiones, realidades y aspiraciones de vida de los pueblos indígenas de México. Conocer y oír su testimonio sobre la cultura y realidad del pueblo rarámuri era como ponernos un espejo enfrente. Ronco supo sembrar la simiente de la amistad en diversas personas y pueblos. De la amistad él decía: “El tono de amistad podría hacer pensar que para mí sólo el rarámuri es valioso y el resto de la humanidad es poca cosa. No es así. La experiencia pastoral suburbana y el contacto con otros pueblos me han enseñado que esos valores que veo en los indígenas rarámuris se encuentran dondequiera entre los pobres de distintas maneras”.
Basado en un profundo conocimiento y visión holística del mundo indígena, acompañó el proceso de diálogo entre el gobierno federal y el EZLN en la mesa sobre Derechos y Cultura Indígenas, siendo asesor de la delegación zapatista. Aunque hablaba con humildad y discreción en los diálogos de San Andrés, su presencia inspiró gran confianza tanto a la comandancia como al resto de los asesores presentes. Su especial trato a los delegados zapatistas y su particular optimismo en los momentos más difíciles, así como su profunda sabiduría aprendida de los rarámuri, fueron las huellas y las enseñanzas que marcaron por siempre aquel diálogo.
Con particular entusiasmo y fervor hacia las causas y luchas de los pueblos indígenas de México concibió el Congreso Nacional Indígena (CNI), que implementó en 1996, fundado a partir de la experiencia rarámuri de Profectar, convencido de que el movimiento indígena necesitaba un espacio que sirviera de plataforma para compartir realidades, sueños y aspiraciones; un espacio para articular las diversas realidades y expresiones organizativas de los pueblos indígenas de México. Y así fue. Basados en su consejo dijimos que el CNI sería un espacio que funcionaría como asamblea cuando estuviéramos juntos y red si estábamos separados.
En Oaxaca, a propuesta de nuestras autoridades y organizaciones indígenas, invitamos a Ronco para que fuera parte de la junta de gobierno del Centro de Estudios Ayuuk-Universidad Indígena Intercultural Ayuuk. Nos manifestó que se sentía cansado, pero que tratándose de una noble causa aceptaba la invitación convencido de que la educación construida desde nuestros pueblos era uno de los nuevos caminos que habría que explorar y caminar para seguir sembrando amor y esperanza. Así, Ronco nos acompañó en estos años recientes en la serranía oaxaqueña, llevando un mensaje de esperanza a nuestros jóvenes.
La muerte, según se dijo en una de las reuniones de Profectar celebrada en marzo de 2001 en Sisoguichi, “es un viaje trascendente. Va más allá”. También se afirmó que cuando uno muere es porque “ya cumplió con su encargo y se fue” y que la posición del difunto es “hacia el sol, porque es un camino de luz”.
Según esta cosmovisión, Ronco ha cumplido con el encargo que el creador y dador de vida le encomendó en este mundo hacia cada uno de nosotros; ha iniciado un largo y trascendente viaje, seguirá el camino de la luz, así como las vueltas rituales celebradas por los danzantes rarámuri el día de su sepultura alrededor de la cruz del templo de Sisoguichi.