Relatorio Sentimental
Diario de Querétaro
Froncisco Cervantes
Cuando se han recorrido diferentes bares, en una ciudad como ésta, donde uno no nació, aún cuando lleve muchos años viviendo en ella, se nota que no se es de ahí. Esto me sucedía en la ciudad de M… en la que me hallaba de paso, ya hará unos veinte o treinta años. Mi llegada a M… fue indiferente a la ciudad como la ciudad lo fue para mí. Población grande, gris, sin otro colorido que aquel que la pobreza mendicante y la soberbia pueden dar. El aire de tristeza que se respiraba en la atmósfera me produjo tanto malestar, que la primera noche ahí tuve que dormir con pastillas.
Por el segundo día, tras las horas densas de una actividad cotidiana penosa, en el cuarto bar que visité y vi igualmente vacío, tras de mi segundo vaso de ginebra, un joven de aproximadamente veintiún años, sin conocerme, me convidó un trato.
No hace bien estar solo. Y menos beber. Nos sirvió un camarero indiferente, sin que ninguno de nosotros hiciera otro gesto de entendimiento que apurar la copa. Después, yo hice una seña, indicando que sirvieran dos más. Entretanto, mi joven amigo empezó a hablar solo. Largo rato, como si lo hiciera con diferentes personas y, por equivocación, conmigo.
«Será necesario comenzar en un sentido inverso y recordarte, Elena, en aquellos días de tu infancia, cuando me querías secretamente.
«Pero aquí tropiezo sólo con las imágenes que yo he buscado, con mi retrato tuyo, no contigo. Yo tenía algunos años más que tú, y te veía sólo como la hermana de Salvador, mi amigo extraño. Recuerdo muy bien esa mañana en la escuela. Salvador no quiso pelear y yo hubiera deseado saber por qué. Todos lo dejaron solo y yo me había quedado también sin nadie. Así es que nos miramos.
-¿A ti no te parezco marica?
«No contesté nada. No sabía qué decirle. Y menos aún si creía que fuera valiente o cobarde. El caso fue que salimos esa tarde de la escuela, ante la reprobación de todos.
«-Voy por mi hermana -me dijo- ¿vienes conmigo?
«Ni siquiera se disculpó y a mí no me pareció extraño. Fuimos por Elena, que era un poco rubia. A la escuela de ella, donde años más tarde rondaríamos esperando la salida de alguna de esas bellas prestigiosas que, revistas décadas después, lo único que tienen es el encanto que da el pasado. Y Elena, en cambio, sí que era hermosa.
«Pero, ay, me apresuro mucho. Y no me quejo porque esté dañando la sorpresa de lo que cuento. Ninguna tiene. Me quejo sólo de la vida, de los años, de mi decirle adiós por darle la bienvenida.
«Caminamos un poco al margen de Elena, mientras ella intentaba ir a la par de nosotros que procurábamos dejarla atrás. Tanto lo hicimos que ella empezó a llorar calladamente, detenida en una esquina, ya a dos manzanas de su hogar. Salvador y yo tuvimos pena, ¿o fue que a él le dio miedo que lo castigara su mamá?
«Nos le acercamos, y Salvador la tiró del cabello largo, sin trenzas, con el que ella cubría su carita. Por entre la cortinilla rubia, nos miró y se fijó en mí, que tenía uno de esos dulces gomosos en mi mano, dispuesto a comerlo. Lo tomó y se lo puso en la boquita, sin darme tiempo a detenerla. Hubiera querido gritar, y en otras ocasiones lo hubiera hecho, pero no lo hice. No alcanzó a explicarme por qué. Me dio un beso con sabor a dulce, que a mí, entonces, me avergonzó y así fuimos hasta el hogar de ellos. El mío estaba un poquitín después, en la misma carrera, al sur.
«Salvador, desde entonces, traía a Elena consigo cuando me buscaba. Como él era mi único amigo, temía perderlo y no me quejé. Pero Elena nunca intervino en nuestros juegos si no era petición nuestra y tal y como se lo indicábamos. Elena, con su vestidito verde y un cinturón blanco. Las medias blancas y los zapatitos oscuros del uniforme de la escuela. Y los ojos castaños, inmensos y dulces, que sólo hoy distinto bien.
«Usted, señor, que bebe su copa conmigo, que me hace el favor de escucharme, es muy difícil que pueda verla, imaginarla. Su piel pálida y una sonrisita entre tímida e irónica.
«Cuando Pedro, mi hermano mayor, con quien vivía, hubo de traerme con él a esta ciudad, no quería dejar a Salvador y Elena, aunque no reconociera ni siquiera para mí solo el cariño que ya les tenía. Porque eran cinco, siete años de amistad con Salvador. Y buscar a Elena nos había servido ya para hablar con otras niñas de la escuela. Salvador a veces iba a caminar con alguna y para que no se quedara sola, acompañaba a Elena. Pero entonces poco hablábamos los dos. Yo tenía ansiedad y Elena miraba hacia otro lado. Sólo dirigía sus ojos a mí cuando Salvador se demoraba o quería un poco de agua, que bebíamos en aquella tiendecica de la esquina, donde la dueña sonreía siempre para nos. Elena, ¡si todo pudiera volver a ser como fue entonces!
El día que me despedí de Salvador, Elena se arrojó en mis brazos. No supe ni quise rechazarla. Antes bien, con tristeza, acaricié su cabello rubio. Aún recuerdo que los primeros meses le escribí a Salvador dos veces a la semana, y que él en sus cartas permitía que unas líneas femeninas dijera: No te olvida, Cariños, ¿volverás?
«Pronto me acostumbre a no verlos. Un día, me escribió Elena. Desde el sobre, noté que era su letra. Me hablaba de la enfermedad de Salvador y de la operación. Empezaba a ganar un jornal que para mí era bueno (hubiera querido ayudarle en los gastos de la operación, que supuse grandes) aunque no fue abundante. Recibí noticias de la salud de Salvador después, también, por él mismo. Me contaba de su peligrosa enfermedad y de algo de lo que había sido tal vez más: su operación. «Por eso ni te escribí».
«Larga, hermosa carta que me explicaba por qué no podía hacer esfuerzos físicos, entre ellos pelear. Y cómo esa dolencia puso en peligro su vida. Hasta que hubieron de operarlo. Le contesté con gran cariño, simulando asombro aunque ya lo sabía todo por Elena, por su carta anterior, en la que de suyo, ella sólo había agregado:
‘Que a mí tampoco me olvides’.
«Volví a verlos algunos meses después de las dos cartas y nunca mencioné las letras de Elena. Hermosa oh, cómo la vi bella. Y lo era aún más de lo que yo la vi.
«Salvador convalecía. Y, una vez que él sano, fui con él a ver a su chica, simpre acompañados por Elena. Cuando quedamos solos, Elena me dijo:
«-¿Recibiste mi carta?
«Me encontraba tembloroso. Asentí con la cabeza. Y nos abrazamos. Pero a nadie dijimos nada, y como por esos días yo era huésped en el hogar de ellos, por las noches fuimos felices.
«Hube de volver a la gran ciudad y, tras juramentos, me separé de Elena la noche anterior a mi partida. Salvador me despidió después, un poco indiferente y creí que algo sabía de lo sucedido entre Elena y yo.
«Así llegué de nuevo a la gran ciudad. Y el primer día me fatigó, aunque menos que los otros de esa semana. El sábado en la mañana dormí hasta muy tarde. Lo supe al ver la alta luz del sol, mientras el timbre de la planta baja donde vivíamos sonaba insistentemente, no obstante que Pedro, que era el único que podía llamar, había salido de fin de semana a los alrededores y sabía de mi cansancio.
«Pregunté por el interfón. Una voz me sorprendió diciendo:
«-Soy Elena.
«Salvador murió el mismo día que los dejé. El corazón no pudo más. Y Elena, porque su madre había muerto hacía poco también, se encontraba sola. Como pudo, y con la menguada ayuda de algún abogado con quien Salvador trabajó, sacó adelante el entierro y los gastos. Sólo le quedó un poco de ropa y unos libros. Y allí estaba, con sus últimas propiedades, ante mi puerta. Cuando Pedro regresó, el domingo en la noche, lo recibimos abrazados. Y él conoció a su cuñada, en la que vio a Elena.
«¿Recuerda que cuando parecía que hablaba solo, dije ese nombre? Pues sepa el señor que ella me dio dos años de dichosa compañía, que yo no alcanzaba a creerlo. Y un día la noté pálida. Pasaron semanas, en las que prácticamente la vi transparentarse. Finalmente, vino el médico e intentó consolarme como pudo. Traté de disimular. Perio ella me miraba con ese aire desamparado. Igual que Salvador. Hubieron de operarla. Elena sabía. Me pidió que no diera su cuerpo a la tierra.
«Ahora vengo de horas de ver cómo su carne se agitaba y consumía con el fuego. Los movimientos de su cuerpo, que ya no era su cuerpo, oh Dios. Su rostro tuvo gestos de dolor y ansiedad, mezclados con algunos de placer. Así me parecieron al menos. Horas y horas. Sus brazos y piernas a veces se movían como en un intento de salir de un agua devoradora y cruel. Cuando empezó el fuego, estuvo quieta y hasta sentí el impulso de gritarle que se cuidara de las llamas. Y a medida que su carne empezó a ser tocada por el fuego, la veía entre brazos ardientes agitarse e irse desmembrando, trataba de pensar que no era Elena, que aún ella y Salvador seguían en mi pequeña ciudad, esperándome. Que esa especie de leño que giraba en el horno no podía aunque lo era, ser Elena.
«Un solo consuelo buscaba y lo hallé al pensar que Elena no vio consumirse a Salvador. ¿O fue la lenta enfermedad de él su equivalente o peor?
«Mi piel, mi cuerpo, sentían esas llamas que destruían a esa niña, que aún lo era a su muerte. Creo que perdí el sentido más de tres ocasiones. Pero algo muy fuerte me devolvía la detestable noción de esa realidad.
«Horas y horas, diría que semanas y meses duró esa tortura. Pero como, según la ley, sólo lo podía ser testigo de que lo que se consumía era el cuerpo de Elena, y de que las cenizas que quedaban eran de ella, hube, pues, de mantenerme en mi puesto.
«Señor, beba otra copa conmigo. He terminado de contarle todo. A mí me parece irreal, aún esto de conversar con un extraño. No quiero que me compadezca. Sólo beba este trago conmigo y si se va, ya no lo detendré».
*BARROCO recuerda al poeta Francisco Cervantes en el quinto aniversario de su muerte.