Campaneras
Ángeles González Gamio
Los domingos al mediodía, si se encuentra paseando cerca del Zócalo, va a escuchar un prolongado e intenso repique de campanas. Ese día, a esa hora, se echan al vuelo las 35 que albergan las torres de la Catedral Metropolitana. Cada una tiene su nombre y varias datan del siglo XVI. La más antigua se fundió en 1578, se le conoce como la Santa María de la Asunción, popularmente llamada Doña María, pesa cerca de siete toneladas.
En una visita a los campanarios, acompañados por Daniel Molina Álvarez, autor de un interesante libro titulado Campanas de México, edición del autor, descubrimos un mundo fascinante con una rica historia, gran parte de la cual nos la platica el erudito investigador. Ya hemos comentado que la construcción de la Catedral duró casi 300 años, por lo que tiene innumerables estilos arquitectónicos. Aunque en 1642 se colocó el basamento de la torre oriente, fue hasta 1672 que se levantó el cuerpo, pero se concluyeron entre 1787 y 1791. Tienen 67 metros de altura y cada una tiene espacio para 28 campanas.
La escalada tiene su gracia, ya que se sube un primer tramo de 64 altos peldaños de una escalera circular de elegante diseño, con un original pasamanos y se llega a un bienvenido descanso. A continuación se ascienden otros 34 escalones en una cierta penumbra. El premio del esfuerzo bien vale la pena, ya que además de la vista de las impresionantes campanas, hay una visión privilegiada de la vieja ciudad.
Aquí nos enteramos que a partir de 1995 ya hay campaneras, rompiendo esa perversa creencia que sostenía que las campanas se quiebran si las hace tañer una mujer. En la mayoría de las iglesias del país les está prohibida esta función. Aquí se dio por “accidente”, ya que no había suficientes voluntarios los domingos, para tocar las 35 campanas, por lo que se hizo una convocatoria en las parroquias y acudieron muchas mujeres, formándose así una cofradía que, junto con los hombres, domingo a domingo, nos deleita con los sonoros repiques que llevan un orden y un ritmo, cuidadosamente dirigidos por el campanero mayor. Desde luego ninguna se ha quebrado.
Durante el virreinato las campanas marcaban la vida de la capital, ya que para todo se tocaban; nos cuenta Molina que había toques especiales: de agonía, rogativa o plegaria, repique, “arrebato”, a fuego, de consagración y de aviso, además de los ordinarios: del alba, de la oración del mediodía, de las tres de la tarde, del Angelus, doble por los difuntos, de maitines y de queda. Llegó a ser tan excesivo, que en el siglo XVIII se emitieron edictos para controlarlos, ya que había días en que no dejaban de repicar.
Esto sucedió nuevamente un siglo más tarde, el 25 de diciembre de 1867, a raíz del triunfo de los liberales sobre los conservadores. José García Aguirre, un ciudadano liberal de un valor civil a toda prueba, que entre otras, había enfrentado a Santa Anna y padecido encarcelamiento, se apoderó de las torres catedralicias, consiguió gente que lo apoyara y desde el amanecer de ese día, hasta las 9 de la noche que lo forzaron a detenerse, las campanas no cesaron un instante de repicar.
Antes de irnos a comer recordemos la cita de don Artemio del Valle Arizpe que reproduce el autor del libro: “…ciudad llena de campanas cantarinas y claras, gemebundas y lentas, que la hacen toda metálica y vibrante. A su sonido se acomoda, pausadamente, la vida de esta ciudad apacible y dorada. Cada hora tiene su toque, cada menester tiene su ritmo, para cada dolor o para cada alegría hay un sonido particular”.
Y ahora sí, vámonos a un agasajo marinero a El Danubio, ese grato restaurante de gran tradición, situado en Uruguay número 3. Todo es muy sabroso, lo que permite, según el presupuesto, irse por el menú corrido, abundante y económico, o darse el lujo de una sopa verde y unos langostinos al mojo de ajo, ambos se pueden compartir. En cualquier caso, de postre: un pastelito de La Vasca.