Cuando iniciaba este 2010 un periódico de circulación nacional dio a conocer los resultados de una encuesta realizada por Consulta Mitofsky, donde se señalaba que el 55% de los mexicanos considera que en 2009 le fue peor que en otros años.
“El sentimiento de mal año que el mexicano tiene respecto a su situación coincide con la forma en que ve al país, ya que, de acuerdo con el mismo estudio, 87% considera que la economía está peor que hace un año; 78% que la política está en esas condiciones y 76% que es la seguridad la que ha empeorado”.
A fines del 2008, según la citada encuesta, el 63% de las personas esperaba un mejor año en 2009; ahora, al iniciar 2010, el 59% mantiene una actitud positiva con respecto a lo que habrá de ocurrir en este año. Sin embargo, al paso de los días el clima de pesimismo en torno a la situación del país ha ido aumentando, “hay una creciente sensación de inseguridad e impotencia ante el contexto actual”.
Respuesta cristiana
En la exhortación pastoral Que en Cristo, nuestra paz, México tenga vida digna, los obispos mexicanos señalan que esta situación de violencia, criminalidad e impunidad –con sus hondas raíces en la pobreza y desigualdad– “repercute negativamente en la vida de las personas, de las familias, de las comunidades y de la sociedad entera; afecta la economía, altera la paz pública, siembra desconfianza en las relaciones humanas y sociales, daña la cohesión social y envenena el alma de las personas con el resentimiento, el miedo, la angustia y el deseo de venganza”.
En el diagnóstico que hacen los obispos reconocen que la inseguridad y violencia que vivimos son un signo del “debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de ello, quienes nos confesamos cristianos debemos asumir nuestra responsabilidad”.
Por eso instan a los fieles laicos a asumir su misión de contribuir a la transformación de las realidades y la creación de estructuras justas según los criterios del evangelio, “a comprometerse como ciudadanos y participar activamente en los procesos y movimientos de la vida social, política, económica y cultural, aportando en ellos su testimonio de vida y su competencia profesional para la vida digna y pacífica de sus familias y comunidades”.
La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) recuerda que los cristianos, en un contexto de inseguridad como el que vivimos en México, “tenemos la tarea de ser constructores de la paz en los lugares donde vivimos y trabajamos. Esto implica distintas tareas: vigilar que las conciencias no cedan a la tentación del egoísmo, de la mentira y de la violencia y ofrecer el servicio de ser testigos, en la convivencia humana, del respeto al orden establecido por Dios, que es condición para que se establezca, en la tierra, la paz, suprema aspiración de la humanidad.”
Los obispos han señalado con claridad y valentía, en un ejercicio de autocrítica pocas veces visto, que “el debilitamiento, en la vida práctica, del sentido de Dios y del sentido del hermano, de la vida comunitaria y del compromiso ciudadano, es un desafío que cuestiona a fondo la manera como estamos educando en la fe y como estamos alimentando la vivencia cristiana.”
Así las cosas, la Iglesia mexicana ofrece en esta situación lo que tiene como propio: “una visión global del hombre y de la humanidad”, y la esperanza de que esta situación puede transformarse. “Con su doctrina social –la Iglesia– contribuye a la formación de las conciencias y a que crezca tanto la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia como la disponibilidad de actuar conforme a ella”, dice la exhortación pastoral.
En el documento Que en Cristo, nuestra paz, México tenga vida digna, los obispos mexicanos hacen una larga serie de propuestas y compromisos ante la situación que vive el país. Aunque muchos cristianos aún se preguntan cómo se hará operativa la propuesta, el camino sugerido resulta atendible.
Los jerarcas sostienen que en gran medida la solución a los problemas de violencia, criminalidad e impunidad, pasa por “la formación integral de las personas”, y donde los tradicionales ámbitos de formación juegan un papel importante: las escuelas, la familia y la mismas Iglesias.
Para los obispos la superación de la violencia sólo será posible “con el hábil uso de herramientas que se consiguen con la educación y que capacitan para hablar un lenguaje de paz; estas herramientas son: el testimonio, la fuerza moral, la razón y la palabra”.
Y abundan: “Si queremos responder al mal con la fuerza del bien, tenemos que educarnos para la paz; esto significa sacar desde lo más íntimo pensamientos y sentimientos de paz que se expresen a través de un lenguaje y de gestos de paz. Con estas herramientas primordiales para la consolidación de un estilo de vida, podremos impregnar la sociedad con los valores y principios de la paz”.
En este sentido los obispos no soslayan que “construir la paz exige el respeto de la dignidad de todas las personas y de los pueblos y el esfuerzo de vivir la fraternidad La responsabilidad de proteger los derechos humanos y de asegurar condiciones para que todos puedan cumplir con sus respectivos deberes, recae principalmente sobre el Estado. Sin embargo, los derechos humanos han de ser respetados en las relaciones de todos con todos, como expresión de justicia y de fraternidad”.
Reconciliación social
La exhortación pastoral subraya que el pueblo mexicano necesita recorrer el camino de reconciliación social, para sanar los efectos de la violencia y para prevenirla. La reconciliación implica no el olvido, sino enfrentar la historia desde la verdad y la justicia para reparar la situación de enfrentamiento y sanar las heridas que ha dejado. “Comporta autocrítica, si hemos sido injustos, y empatía para con los otros, reconociendo su punto de vista y su sufrimiento”, indican los obispos.
La CEM sostiene que “la impunidad desacredita el orden moral e invita a nuevas transgresiones”, por eso reconocen que la reconciliación social tiene vínculos estrechos con la verdad, por eso exige la verdad acerca de los derechos humanos violados: “el mal causado debe ser conocido y reconocido”; también sostienen que esta reconciliación reclama la justicia: “las víctimas tienen derecho a que se les haga justicia por la autoridad competente”, enfatizan los pastores diocesanos.
Pero van más allá: “La justicia sin la reconciliación es inhumana. La justicia pura y dura tiene el riesgo de degenerar en una mera reivindicación. Si el fin inmediato de la justicia es una sociedad justa, su fin supremo es una sociedad reconciliada”.
Perdón, condición necesaria
Frente a los deseos de justicia, que muchas veces tiene el tinte de la venganza, en este clima de violencia que lacera al país, los obispos hacen una llamada a vivir una actitud que a muchos les resulta incómoda, cuando no fuera de lugar: el perdón, su petición o concesión, como un recurso para la reconciliación social.
“En un contexto de violencia generalizada, señalan los prelados, el perdón es una propuesta especialmente cargada de sospechas. La reconciliación se realiza en plenitud cuando se entrelazan el perdón que se pide y el perdón otorgado”.
El perdón, como decisión personal, libre, proactiva, implica el riesgo de no encontrar respuesta o de ser perseguido; sin embargo “expresa la madurez de la fe, que lleva a la gratitud, por la esperanza en el Reino”.
“Pedir perdón nos reconcilia con nosotros mismos, nos permite aceptarnos como somos, nos despoja de un falso sentimiento de inocencia. Perdonar nos libera profundamente: nos libera del rencor y de nuestra fijación en el pasado y nos capacita para asumir la responsabilidad de crear en nueva manera las relaciones interpersonales y sociales”.
La esperanza como recurso
No cabe duda que la situación de inseguridad y violencia, de empobrecimiento, marginación e inequidad que vivimos no podrá ser superada en el corto plazo. Como lo indican los obispos en su exhortación pastoral, exige que todos, desde nuestros campos propios de acción, nos involucremos. Ellos, los obispos, señalan que las relaciones de justicia y caridad se construyen, desde lo pequeño y discreto del día a día, en el cara a cara de nuestros encuentros personales y de ahí saltan a lo “macro”.
Aunque el contexto actual ha robado la seguridad, la paz y la esperanza en muchos, “somos un pueblo de tradiciones con profundas raíces cristianas, amante de la paz, solidario, que sabe encontrar en medio de las situaciones difíciles razones para la esperanza y la alegría y lo expresa en su gusto por la fiesta, por la convivencia y en el gran valor que da a la vida familiar. Precisamente, porque sabemos que la raíz de la cultura mexicana es fecunda y porque reconocemos en ella la obra buena de que Dios ha realizado en nuestro pueblo a lo largo de su historia, hoy queremos alentar en todos la esperanza”.
Por Gilberto Hernández García