Simone Weil:
una heroína romántica
Augusto Isla
En su libro El héroe y el Único, Rafael Argullol nos dice que “El héroe romántico es, en el sueño o en la realidad, un obsesionado nómada. Necesita recorrer amplios espacios –los más amplios posible– para liberar a su espíritu del asfixiante aire de la limitación. Necesita templar en el riesgo el hierro de su voluntad. Necesita calmar en geografías inhóspitas las heridas que le produce el talante cobarde y acomodaticio de un tiempo y una sociedad marcadas por la antiépica burguesa. El romántico viaja hacia afuera para viajar hacia adentro y, al final de la larga travesía, encontrarse a sí mismo.” Nacida en París en 1909, Simone Weil viajó poco, unas veces por voluntad propia, otras obligada por las circunstancias: Alemania, Suiza, Italia, Portugal, Estados Unidos, Inglaterra donde murió a los treinta y cuatro años; pero su nomadismo fue el del alma: intelectual, docente, obrera, trabajadora agrícola, miliciana anarquista, mística… Un enjambre de inquietudes intelectuales que se extendió a las ciencias y las humanidades. Simone Weil eligió para sus intensidades la peor parte de aquellas horas; su vida mana hilos de desventura, sudor, autodestrucción.
Se ha dicho que se tiene una tendencia a evitarla porque no se cuida de nada, porque sus mensajes son duros, implacablemente lúcidos. Hay algo de cierto: Manuel Sacristán, al referirse a ella, destaca su “violencia intelectual”. Pero yo hablaría también de la dificultad de acercarse, de dialogar con ella, genial siempre, pero a menudo oscura, fragmentaria, paradójica, cambiante: romántica, al fin. En su tiempo, suscitó admiración y rechazo. Alain, su maestro y guía espiritual, le auguró un porvenir brillante; para Bataille, en cambio, era “la cristiana” y así la describía: “Judía delgada… de tez amarillenta… sus cabellos cortos, lacios, despeinados le formaban unas alas de cuervo a cada lado de su rostro.” No creo que sea casual la alusión a la figura del cuervo, animal de mal agüero, mensajero de muerte, símbolo de soledad, aunque también pájaro a un tiempo solar y tenebroso, en todo caso ambivalente. Su “rara potencia espiritual” era indiscutible, aunque no siempre serena, pues con frecuencia le aquejaron el mal humor, la ira, la desconfianza. Mas nada de esto importa si, guardando silencio, escuchamos, en su grito, la voz de los oprimidos, de los humillados de este mundo; grito de piedad a veces desdeñada. Leo en Bernanos: “La piedad es un amor de segunda categoría, envilecido, un fino hilillo de agua divina que se pierde en la arena.”
Simone Weil nació en amable cuna. Su padre, Bernard Weil, un médico de ascendencia judía alsaciana, indiferente a la fe de sus mayores; su madre, Salomea Reinherz, judía rusa y libre pensadora quien, junto a su hermano mayor, André, se hizo cargo de formarla con esmero. De 1925 a 1928 estudió en el Liceo Henry IV donde fue discípula de Emile Chartier (1868-1951), mejor conocido como Alain y célebre por sus propos. Alain era un profesor exigente, pero estimulante: enseñaba a pensar y a escribir; su coraje moral e intelectual contagiaba. Fue él quien pulió aquella mente superior; con él, Simone estudió a Platón, Marco Aurelio, San Agustín, Spinoza, Kant, Pascal, Hegel; en muchos sentidos, siguió sus pasos: si Alain se enroló como voluntario a los cuarenta y seis años para compartir la desgracia común que significó la primera gran guerra, ella, para no ser menos, se sumergió en las aguas angustiosas del vivir obrero. Bajo su vigilancia, escribió también sus primeros ensayos –topos– sobre la pureza, el silencio, el sacrificio, la aceptación del dolor. Y aunque Simone se extravió en comarcas oscuras, tal vez incomprensibles para Alain, cultivaron amistad y respeto mutuo.
Para Weil vendrían después tres años en L’Ecole Normal Supéreur y el comienzo, a los veintidós años, de su labor docente, interrumpida en varias ocasiones por la errancia de aquel espíritu que anhelaba, en desmesurado “esfuerzo de atención”, comprenderlo todo, vivirlo todo, salvo aquello relativo a la carne, pues casta fue hasta el extremo de merecer el sobrenombre de “la virgen roja”. Dispersa en mil asuntos, nunca se empleó en publicar un solo libro, pero sí infinidad de cartas, artículos, ensayos sobre el movimiento obrero, el fascismo, el pensamiento marxista, la cultura de la Antigüedad griega, el cristianismo… Después de su muerte fueron otros, entre ellos Albert Camus y el padre Perrin, quienes se dieron a la tarea de reunir su trabajo en libros como La gravedad y la gracia, En espera de Dios, La fuente griega, Echar raíces, Pensamientos desordenados, Cuadernos… y, claro está, Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión, el único libro que escribió como tal. Transcurrió, pues, su corta vida como un pensar, ora certero y deslumbrante, ora insostenible, por no decir disparatado; y todo por un prurito de originalidad, por una propensión a formular caprichosas analogías, a jugar con el tiempo y el espacio de la historia. Para muestra, un botón: ¿Alguien puede pensar seriamente que los evangelios sean una expresión del genio griego, o comparar a Cristo con Prometeo, pese al abismo que separa a estos mitos redentores? ¿Hay una o múltiples Simone Weil habitando en un solo cuerpo descuidado, mitad hombre, mitad mujer, ostensiblemente andrógino? Como buena heroína romántica, carece de sentido de identidad, prefiere la aventura a la fijeza: un árbol de frutos diversos e inseguras raíces. Un día nos dice: “Dentro de mí hay un depósito de oro puro que debo dar a los demás [pero] no hay nadie para recibirlo”, y otro: “La historia de la higuera estéril, mi vivo retrato.”
Razón y entraña, pensamiento y acción se entre veran en ella. Simone dicta conferencias en círculos obreros, imparte cursos de matemáticas a pescadores. Sueña con el cambio en una “época sombría”. Parlotea, discute hasta fatigar a sus interlocutores mientras fuma un cigarrillo tras otro; acude a donde cree que es necesaria su participación; en 1936 la vemos en España combatiendo por la causa de la República; aprende a usar un arma que no usará, pues desgarra a su alma el imperativo de luchar y no matar.
En la carta autobiográfica dirigida al padre Perrin, Simone evoca así su experiencia obrera: “Tenía el alma y el cuerpo hechos pedazos [… ] He recibido para siempre la marea de hierro candente que los romanos ponían a sus esclavos más despreciados.” No nos extrañe que, pocos años después, aquella joven formada en el agnosticismo y para quien Dios no era un problema, se haya convertido al cristianismo, religión de esclavos según su parecer. ¿Exageraba? Tal vez. Pero era su verdad, una verdad para la cual sólo encontraba palabras dolorosas: humillación, fatiga, amargura, coerción, hambre, muerte en vida. Había que vivir en carne propia, en lo más íntimo, esa desdicha, para comprender que algo debía cambiar, más allá del marxismo, de sus dogmas y contradicciones, del maquinismo y el productivismo. De 1932 a 1934 cambia su percepción de las cosas. De la revolución total que restablecería el dominio de las condiciones de trabajo por parte de la clase obrera, sin destruir la forma colectiva implantada por el capitalismo, Simone pasa, en 1933, en “¿Vamos hacia la revolución proletaria?”, a fijar, como tarea de su generación, el deseo de hacer del individuo el valor supremo, de forjar hombres completos suprimiendo la especialización, de darle dignidad al trabajo manual, de sacar a plena luz las relaciones entre el hombre y la naturaleza; y de allí, de esa utopía, en 1934 en sus Reflexiones…, al escepticismo en la línea de su maestro Alain. Weil deja de creer en el progreso y la revolución, palabra mágica, “imprecisa por la que se mata y muere”, carente de contenido alguno, opio del pueblo, como repetirá más tarde el inefable Aron: la revolución, que en la cresta de su ánimo transformador valoró como un signo de moralidad superior, acabó siendo para ella una ilusión que “consiste en creer que las víctimas de la fuerza, por ser inocentes de las vivencias que se producen, habrán de manejarse con justicia”. Razones de sobra asisten el desencanto de Weil, sobre todo el colapso histórico del bolchevismo. Si de suyo desconfía de los revolucionarios profesionales como Lenin, en exceso obsesionados por la política, amén de ignorantes del cotidiano vivir de la clase obrera, la realidad del estalinismo la convence de que “los esfuerzos no han conducido nunca a otra cosa que a reemplazar un régimen opresor por otro”.
¿Siguió pensando que sólo el trabajo puede cambiar el mundo? Tal vez, ¿pero cómo hacer de ese universo, donde se vuelve fértil, un lugar de alegría como ella lo imaginaba?; ¿cómo si “la lucha espontánea u organizada son igualmente impotentes”?; ¿cómo si “las masas no plantean problemas, ni organizan ni construyen […] están impregnadas de los defectos del régimen en el que viven, se esfuerzan y sufren”? Weil parece perder la fe en la acción de otros, pues los de arriba carecen de conciencia y los de abajo están mal situados. Más aún, ya en pleno desengaño, nos previene: “nada más peligroso que la fe en una raza, en una nación, en una clase social, en un partido…” Y sin embargo, no se resigna a vivir sin fe, sin ese consuelo que la libra del desamparo metafísico; ella, como Novalis, necesita “hacer pie en lo imperecedero”. Más romántica que trágica –pues no acepta la vida como es, con todas sus desventuras– busca lo trascendente allende la historia, en sí misma: “estamos encadenados a la sociedad. La sociedad es la caverna. La salida es la soledad”. Se apaga una fe que subordinaba el destino propio al curso del devenir temporal, pero despierta en ella otra, otra fe nueva, otra devoción tan difícil de comprender cómo aquella inflamaba su ánimo revolucionario, pero explicable dado su espíritu romántico; una fe más poderosa, no expuesta ya a la decepción inherente a la conducta de los hombres gobernada por la gravedad, diría ella, sino, por el contrario, asistida por la gracia.
“Cristo descendió y me tomó.” Así, de manera sucinta, describe Weil su conversión al cristianismo. El canto gregoriano y un poema del siglo XVII son las señales de ese llamado. A partir de 1938 todo es religiosidad en ella. Y quien otrora consideraba que la religión hacía de los hombres “un instrumento de la providencia”, va a misa los domingos. Pero heterodoxa se rehúsa a bautizarse. Finalmente ¿para qué si nació cristiana, si el espíritu de pobreza y el amor al próximo le han acompañado siempre? ¿Para qué si hay algo de la Iglesia católica que le incomoda, una Iglesia que ha sido a lo largo de los siglos “una gruesa bestia totalitaria” ¿Para qué si sólo acepta a medias los textos sagrados, si está convencida de que la influencia del Antiguo Testamento y la del imperio romano, cuya tradición ha sido continuada por el papado, son las causas esenciales de la “corrupción del cristianismo”? Todas estas consideraciones la alejan de la religión institucional. Opta entonces por el contacto directo con Dios mediante la privación, el sufrimiento agudizado en el que encuentra paradójicamente consuelo. “La cruz es la única esperanza.” Y para alimentarla sólo requiere la esfera solitaria de la gracia. Aunque no ceja en sus empeños terrenales hasta el último aliento, lleva al extremo su anorexia: en su habitación londinense, donde redacta fascinantes textos, como El arraigo para André Philipe –su protector que funge como Comisario de Interior y de Trabajo en el “Comité” Nacional de Francia Libre–, Weil deja de comer. Quien escribe allí sobre las necesidades del cuerpo y del alma, en delirio místico o romántico, según se vea, se entrega a la muerte, a ese “momento de la verdad pura, desnuda, cierta, eterna”.
Jean Tortel recuerda así a Simone Weil: “era una joven de mirada extraordinaria detrás de los inmensos anteojos, con la boca bien marcada, sinuosa, húmeda. Miraba a través de la boca. Ese conjunto ojos-boca contenía una súplica, un pedido y al mismo tiempo una ironía insoportable frente a las estupideces o las cosas indiferentes, mediocres…”. En esa mirada se condensaba lo que ella era: un ser extraordinario, diferente, puro en el sentido que Fenelón da a la pureza: olvidarse de sí, no tomarse en cuenta, lo contrario al egoísmo, al interés. Verdadera aristócrata del espíritu, sólo busca la verdad, vale decir que el silencio del mundo se exprese en su palabra, sin engaños, sin esa mentira decepcionante en que vive el común de los hombres. La busca para sí y para los otros, fugitiva de la vida media. Y aunque llegó a pensar que solamente los caídos, los humillados podían ponerla de manifiesto, bien sabía que sólo gracias a la formación de la atención, a la inteligencia es posible “emprender el doloroso viaje hacia la luz”; luz que es ausencia de fuerza, paz, civilización si hablamos de historia, de vida colectiva. No le creamos cuando ella se atribuye una inteligencia mediocre; ella, tan perceptiva, tan atenta, no podía ignorar su genio, su nobleza, ni la importancia de la función social de las grandes, individualidades que, por otra parte, reconoce diciéndonos: “la buena voluntad ilustrada de los hombres que actúan como individuos es el único principio de progreso social”. Y ella misma, en bien de ese progreso, aporta, amén de su discurso, sufrimiento, sacrificio, tortura de sí misma, incondicional disposición a vivir en el peligro, extrema privación, sin importarle el juicio que a los demás merezca, ya un error ético, ya un arrebato emocionalmente desviado.
Gabriella Fiori, brillante biógrafa de Weil, señala que a pesar de la cercanía pedagógica de ésta con los círculos populares, no conseguía una buena comunicación; era apreciada, pero poco comprendida: “le faltaba adaptarse al público; y le faltaría siempre. Simone Weil sólo era escuchada y aceptada por unos cuantos”. Pero ¿no son unos cuantos soñadores, rebeldes, solitarios, en fin, románticos quienes mantienen viva la llama de la espera?