Oído entre dos aguas
Diario de Querétaro
Federico de la Vega
El día siete de julio de dos mil cinco, a las once del día aproximadamente, una parte de las cenizas de Francisco Cervantes fueron arrojadas al estuario del Tajo: 38°41.1N – 009°12.6W, a bordo de la Corveta Naval N.R.P. «Antonio Enes», entre El Monumento a los Descubridores y la Torre de Belém, para entrar al Atlántico con la corriente.
Un poco más adelante, por tierra, se encuentra el Monasterio de los Jerónimos de Santa María de Belém, donde están depositados los restos de los poetas portugueses Fernando Pessoa y Luís de Camões, del navegante Vasco da Gama y del rey Sebastián I, hombres a quienes Francisco admiraba profundamente y a quienes dedicó poemas en más de una ocasión.
Atraído por sus experiencias premonitorias -que desde la infancia lo acudieron- se construyó a la manera de los románticos, borrando las fronteras que se dan entre autor y narrador. Por ejemplo, pensaba que su presencia en la tierra era el paso de una bruja que había salido del Atlántico, así que siempre quiso asegurarse de regresar a las aguas del mar después de muerto, pidiendo a sus amigos que se encargaran de regresar sus restos a Lisboa.
Hablar con Francisco era entrar a un mundo fundado principalmente en la miseria del hombre, pero entender esa posibilidad que él encontraba para llegar a la bondad de lo humano era una tarea difícil para quienes estaban a su lado, por la manera en que comprendía las lecturas, las experiencias vitales y un conocimiento profundo de la condición histórica de la humanidad. Fue un hombre que se batió siempre entre límites: el mar y la tierra, su presente y lo medieval de -su otro-, el español y el portugués, el amor y el rencor, y la comunión con la soledad son algunas de las cualidades que lo caracterizaron como hombre de pasiones, las cuales resolvió en una de las propuestas más difíciles de comprender en la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Esta complejidad se debe a la situación de su propuesta estética frente a la de sus contemporáneos, ¿cómo leer críticamente una recreación de lenguaje cuyo origen es el Medioevo y que su presente creativo se da al final del siglo XX? Sin duda, su postura ideológica se construye a partir de la angustia del presente. Su poesía «nace» de la angustia que experimenta en la saudade por la profundidad de su conflicto: niega con una voz antigua y en ocasiones plantea temas apocalípticos en poemas como El apocalipsis sucede en el otoño, El arcángel toca su jazz final o Del séptimo sello.
Desde muy joven, debió escapar de sus coterráneos para liberarse de una crítica impresionista que éstos le daban a la poesía por aquellos tiempos. Las lecturas de los clásicos que le había guiado su hermano mayor, lo acercaron a cierto rigor formal que lo apegó al racionalismo. Sin embargo, unos seis años antes de su muerte, atraído por la nostalgia que le despertaban las calles de su infancia, regresó a Querétaro: el lugar donde murió estaba al doblar la esquina de su casa materna, la cual recuerda en poemas como La luz, el agua o Un niño, un gato y una cabra; media cuadra más adelante, en el templo de San Antonio, se encuentra la otra parte de sus cenizas.
El año pasado fui a Lisboa para reencontrarme con esa parte de las cenizas que quedaron de la efigie que Francisco Cervantes construyó de sí mismo -¿Hugo Vidal?-, con el cual había estrechado amistad y a la que no acudía desde hacía cinco años. El encuentro fue grato y asombroso, como siempre me sucedía cuando nos encontrábamos en Querétaro. Comprendí algunos de los asuntos que Francisco tenía como dilectos: la ciudad amurallada, el Tajo, los navegantes, el clima lusitano, el fado, y la lengua portuguesa. Particularmente, descubrir el contacto que tuvo de algún modo con Pessoa, en la experiencia sensible. En una ocasión le pregunté a Francisco: ¿Y si hubieras tenido oportunidad de platicar con Pessoa?? «Eso no? yo hubiera muerto de tristeza?» me respondió y giró la cabeza para perder la mirada, en compañía de la profundidad de su silencio, con el cual también transmitía su angustia.
En 1993, el gobierno Portugués restauró el edificio en el que vivió Fernando Pessoa sus últimos quince años de vida, ubicado en el barrio de Campo de Ourique, para hacer un centro cultural en homenaje al poeta. El edificio, de tres pisos, ahora es un espacio público que guarda la biblioteca de Pessoa, una galería, una sala de conferencias, oficinas para investigadores y la habitación del poeta, conservada en la disposición que él le dio en vida. A la entrada de su habitación se encuentra el «Retrato de Fernando Pessoa», pintado por su amigo José de Almada Negreiros en 1954, para el café Os Irmãos Unidos, y una vitrina con su máquina de escribir Royal. Diana y yo recorríamos el edificio, cuando me estremecí al asomarme a la habitación de Fernando: la memoria de Francisco se me vertió en la piel, tuve la sensación de esa especial atmósfera de su habitación cuando pasábamos las noches platicando: encontré que conservaba su habitación al modo del portugués: la austeridad de ambas habitaciones era prácticamente la misma: el librero que Francisco tenía era una réplica del de Pessoa, los libros dispuestos en el mismo desorden, los bastones de los dos poetas reclinados a un lado de sus camas y las hornillas de los dos a un lado de éstas. La única diferencia que encontré fue «Un baúl lleno de gente» -al pie de la cama-, que Francisco había sustituido por un espacio cóncavo en la pared y, en el lugar donde Fernando tenía su baúl, Francisco tenía un televisor… y que ahora el cuarto de Francisco ya no existe…
Sin embrago, Antonio Loyola se preocupó de dar cuenta de la importancia que un poeta tiene para una sociedad y fundó un pequeño museo de sitio en lo que fuera la oficina que ocupó Francisco en sus últimos años, que está dentro de la Biblioteca Estatal. Ahí las personas pueden ver algunas pertenencias de él y conocer de manera intuitiva cómo fue su vida, para ir conformando el mito alrededor de la obra. Supongo que los académicos más dogmáticos dirán que son trivialidades. Pero hay algo ineludible cuando muere un poeta, y es que éste deja documentos -una poética, una forma única de estetizar el lenguaje mediante el poema- susceptibles a estudios especializados y a interpretaciones de toda índole; esta situación está apegada a la vida real más que a la intertextualidad y, a fin de cuentas, lo que leen las personas ordinarias es lo que pueden entender en su vida cotidiana. Inclusive, al modo del ministerio de Turismo de Portugal, nuestras oficinas de Turismo podrían encontrar en Francisco Cervantes una historia reciente, para dejar de recordar «héroes de guerra» y centrar la atención en hombres que encuentran su sustento en la cultura y en la civilización.
Pensar en la pérdida de Francisco Cervantes implica observar que se detuvo el dinamismo de una poética, que desapareció una voz particular -al modo en que sucede con las lenguas-, que se abre un espacio para esperar nuevas estéticas -como es el propósito del Premio Nacional de Poesía Joven- , que queda una obra materializada que da paso a estudios -como es el caso de la tesis que realizó José Manuel Velázquez, para la obtención de grado- o que genera nuevas propuestas en otros lenguajes -como la musicalización del poema Saudade, cuyo movimiento es arreglo de Francisco Bringas.
Ahora sólo le queda esperar a Francisco Cervantes, en esos extremos en los que yacen sus cenizas. Por una parte, para ver si regresa a conformarse como bola de fuego, para salir nuevamente del Atlántico; y por otro lado, para conocer los resultados que está dando el interés por su obra, y el valor que le darán las nuevas generaciones, que seguramente leerán su poética desde nuevos referentes y arrojará nuevos significados.