Hoy que la orilla del mundo está más cerca
Vivir bien, no vivir “mejor”
Ricardo Robles
Ricardo Robles (1937-2010) indagó la vastedad del pensamiento
indígena con un respeto poco visto, resaltando siempre
todo lo que pudiera servir para abrir luces en un momento oscuro
de la historia humana.
Publicamos este texto ahora,
como memoria de su memoria,
como un abrazo a su presencia
que aquí sigue.
Alguien me dijo un día que aproximarse a otra cultura es como la gota de agua que perfora la piedra, que hay que estarse pacientemente ahí, sin comprender o ver algo durante largos tiempos, hasta que un día, de pronto, se descubre una luz, una llaga de gota de agua en el alma. De ahí en adelante ya no puede negarse esa marca de experiencia vivida. Ya todo se ve diferente en alguna medida. Y si se tiene el paciente valor de seguir expuesto al goteo del agua, se va comprendiendo más y más, y más. Es así como va calando la vida, con señales convincentes que suelen ser simples, como una sonrisa, una mano de ayuda, un aviso que salva, una paz inexplicable, una generosidad desmedida, una destreza inesperada.
Así recibí un día el don de una expresión feliz, estábamos en una reunión en Bolivia. Uno de los expositores indígenas dijo, planteando el problema, “hay que vivir bien, no vivir mejor”. Años después, ya no distingo entre lo que él dijo y lo que pensé entonces, y lo que he seguido pensando luego. Sé ahora, cosa que él también decía, que vivir mejor es una comparación con lo que viven otros, que si todos queremos vivir mejor entramos en competencia y lucha ante los demás, que eso nos lleva al absurdo, a lo imposible, a la frustración, a la infelicidad y al sinsentido. Vivir mejor, puede ser también comparación con un pasado en el que supuestamente se vivía a medias o mal. Esa postura nos lleva a querer vivir con más y más satisfactores, y de ahí a la explotación irracional de la naturaleza, al exterminio de la vida. En cambio, vivir bien nos incluye a todos por igual, es una concepción comunitaria del bienestar, comprendemos desde ahí que sólo conviviendo tiene sentido la vida y que tal convivencia incluye no sólo a los humanos sino también a la naturaleza, y al fin de cuentas, al universo todo. No se puede vivir en paz, con bienestar, si no se adopta cierta austeridad para no perder la cordial armonía con el Dios, la humanidad y el universo.
Antes la vida me había ido enseñando muchas cosas desde los rostros, los afectos y las maneras indias: su respeto a las personas, su visión comunitaria, sus códigos éticos, su protección de la naturaleza, su rechazo al desperdicio y la acumulación, su alegría en la austeridad, su justicia restauradora de armonías, su fraternidad en fin. Aquel día en aquel pueblo de los Andes, cuando escuché lo del vivir bien y no mejor, muchas de esas antiguas lecciones de la vida se me convirtieron de golpe en una sola luz. Fue como si las muchas gotas de agua hubieran, por fin, perforado mi piedra. No era la primera vez que creía ver esa luz de las grandes síntesis, pero era una vez más, y la luz y la paz interiores eran más contundentes ese día. Hubiera sido ilusión pensar que los obstáculos habían desaparecido. Nuestra piedra cultural nunca puede quedar disuelta, nos desintegraríamos con ella. La luz sorpresiva nos encandila, pero la piedra no abre sino una pequeñísima ventana al misterio perpetuo de las otras culturas.
Cavilaciones sobre el conocimiento. Nuestras culturas occidentales nos llevan a exaltar el conocimiento conceptual y científico como el único que alcanza a formular la verdad, y a desdeñar el conocimiento sensorial como algo poco serio. No obstante, conocemos más bien por los sentidos lo que más nos vale en la vida, como las amistades o los amores, los gustos o el arte, y tantas realidades más. Se trata de un conocimiento no reductible a datos o fórmulas pero es verdadero y más hondo porque se aproxima al misterio, a lo que no logramos formular con precisión, a lo que muchas veces vivimos y sentimos sin poder capturarlo en las palabras.
Es este tipo de conocimiento el necesario para aproximarnos a las personas y por lo mismo a las culturas. Cuando queremos comunicar esos conocimientos recurrimos a símbolos, imágenes, metáforas, sugerencias, comparaciones o al arte. A veces logramos formularlos con cierta precisión pero muchas otras veces no nos bastan los conceptos. Así, un platillo sabe a gloria, un nombre nos sabe a hierba, un buen amigo es hermano o un remedio casero es mágico para poder expresar eso que sabemos bien desde la vida, que siempre dice más que los conceptos. Por eso, las primeras aproximaciones a culturas diferentes están llenas de equívocos, porque falta la convivencia prolongada que permite sentir lo que el otro siente respecto a cualquier hecho cotidiano. Y entonces, la austeridad se interpreta como miseria, los ritos como supercherías, la paz interior como indolencia, el silencio acompañante como indiferencia, la cortesía como timidez.
Todas las culturas, y ahí las personas, estamos en perpetua transformación porque toda comprensión de la vida es limitada y busca superar sus límites. Por eso, comprender a otro es despercudir nuestra propia cultura, tirar lastres y descubrir horizontes.
A lo largo de la vida he podido conocer y tratar a personas de muy diversos pueblos indios de México y de América. He constatado que, bajo diversas formulaciones, tienen algo en común, lo digo de su noción de la vida que difiere no poco de la nuestra. No puedo afirmar que todos los pueblos indios del continente piensen así, pero sí que este pensamiento es al menos frecuente.
Estos pueblos conciben el universo como un sistema de vida. Toda realidad, lo macro y lo micro, lo conocido y lo desconocido, lo visible y lo invisible, integran un solo ser viviente. Nada ni nadie puede prescindir del resto o de una parte del universo. No se puede concebir la vida sin ese todo. De diversas maneras, todo está en función de esa vida, todo ser es un factor que hace posible esa vida. Se puede hablar así de la vida de los minerales, de los astros o del sol. Como el maíz, que expresa sus tristezas cuando tiene sed o es maltratado, todos los seres tienen sus propias formas de expresión. Como los humanos, esos seres pueden estar tristes o alegres, plenos o en deterioro, y expresarse a su manera.
La relación de los humanos con el universo es de interdependencia. Por eso la naturaleza no puede ser sólo un recurso a explotar sino un ámbito con el cual convivir, porque de ella depende nuestra vida como su vida depende de nosotros. Se tiene compasión o alegría ante los animales o las plantas, no son mercancía o cosecha para atesorar, son más bien la vida misma que sigue recreándose con la colaboración del Dios y de los hombres. Por eso somos ayudantes del Dios en su creación, no terminada nunca y perpetua como tarea. Por eso existimos en mutua dependencia con el Dios, nos necesitamos él y nosotros. Dios no es algo aparte porque no puede desentenderse de la vida, es quien a todo da el aliento para que el universo viva. Y ahí estamos nosotros.
Desde esta concepción de la vida total, vivir en comunidad es la única manera verdaderamente humana para hacerlo, porque todos necesitamos de todos, la vida de los todos es la misma, las carencias o el hambre de otro son un suicidio mío si las permito o provoco. La ayuda mutua y la ayuda al Dios son la misma, sólo así recreamos la vida. En la comunidad el individualismo no tiene sentido. Nadie tiene su vida aparte aunque así lo piense o lo imagine.
Se plantea así la disyuntiva entre convivir y competir. Se compite para vivir individualmente mejor, se convive para vivir comunitariamente bien. Vivir en plenitud lleva a compartir, no a acumular. Virtudes nuestras, como la previsión, el ahorro o la abundancia de satisfactores, llegan a ser excesos, desviaciones o lacras sociales para estas culturas. El planeta ha de ser espacio pleno para la vida, para cuidarlo todo y preservarla, esa es la tarea y el sentido de la vida humana sobre la tierra. La merma, no sólo la extinción, de cualquier forma de vida, es una anemia lenta en todo viviente, un suicidio paulatino quizá irreversible.
Entre las lecciones aprendidas de la vida, de esas que un día perforan la piedra y abren una ventana de luz, conservo una palabra dicha por un rarámuri en una reunión común. “Hoy la orilla del mundo está más cerca”, dijo. Se refería al creciente atentado contra las formas tradicionales de pensar y de ser, a los programas gubernamentales de invasión y despojo que van minando y disolviendo el sentido indígena de la vida. Se refería indirectamente a la naturaleza, a la ecología, a la imposición de tecnologías, a la muerte lenta de este planeta envenenado, pero allá en el fondo hablaba de las relaciones con lo demás, con los demás y con el Dios.
Sierra Tarahumara, Chihuahua
*Tomado de la revista Christus 769, noviembre-diciembre de 2008.