Sin personaje, no existo
Diario de Querétaro
Manuel Naredo
Querétaro, Querétaro.- Aquella ocasión todo Ballet Nacional de México fue recibido en Los Pinos por el presidente en turno: Luis Echeverría. Estaban a punto de iniciar una gira europea que los llevaría a París y a Roma, además de las naciones socialistas tan en boga por entonces: Checoslovaquia, Polonia, Rumania, Hungría…
Algo notó Echeverría en la apariencia de los bailarines que les hizo llegar, así sin mayores explicaciones, una tarjeta para cada integrante del Ballet que les daba derecho a surtirse en el Palacio de Hierro. A las mujeres un vestido de noche, un abrigo, unos zapatos y una bolsa; a los hombres un traje formal, una corbata, un abrigo y unos zapatos.
«¿Era como para ofenderse?», se pregunta hoy la fundadora de aquella mítica agrupación artística. «Yo no me ofendí. Todos fuimos muy felices», se responde, aunque aclara: «Lo que menos compramos fue la ropa».
Y es que como ella misma asegura mientras se señala un hombro: «Los bailarines aunque nos queramos vestir de lujo, o como dice la gente, de etiqueta, siempre se nos ve el tirante del payaso por aquí».
La vieja silla de madera, con su corte sencillo y apenas acompañada de tres cojines para hacerla más cómoda, le ha sabido recibir desde hace ya muchos años. Frente a ella, la cuadrada mesa, aún más simple, más sobria, más elemental, sustenta los papeles que ha de leer, de revisar, y el infaltable café de mediodía.
Ahí está, sentada apaciblemente, un icono de la danza contemporánea del mundo, un referente inevitable en la historia dancística mexicana del siglo veinte.
«Me hice vieja de pronto», confiesa mientras luce en el rostro un respirador de plástico que la une sin remedio a un aparato instalado bajo la mesa. «Había estado vieja muchos años sin notarlo. Seguí componiendo como si tuviera treinta años, un año tras otro, tras otro… Pero de pronto caí en cuenta que estaba sobre los ochenta años».
Este año Guillermina cumple nueve décadas de vida, entre sus recuerdos están infinidad de coreografías, de viajes por el mundo, de reconocimientos -Premio Nacional de Artes incluido-, de vivencias y luchas, de pasiones. «Me quedan muchas cosas qué decir, sí», afirma convencida; «me queda por decir cómo está mi país, pero yo en el siglo veintiuno ya no puedo trabajar, porque el cuerpo, que ha sido siempre mi medio de expresión, el material que me dio la naturaleza, ya no funciona».
Y luego sería, pero sin un ápice de compasión en esa gruesa voz que le caracteriza, cierra su reflexión: «La danza es cruel… Mucho muy cruel».
Desde su silla, frente al tradicional café en taza pequeña sobre la mesa, cubiertas las piernas con una manta, Guillermina Bravo se convierte cada medio día en una emperatriz que desde su trono observa lo conseguido con esfuerzo, con dedicación metódica, con disciplina inquebrantable, y sobre todo, con agallas, muchas agallas. Alrededor del trono vienen y van hombres y mujeres de músculos marcados por el ejercicio y mentes proclives a la imaginación de un mundo que toma vida en los escenarios.
«La danza no tiene nada que sea entendible», reflexiona sobre la difícil tarea de explicar la danza contemporánea en un país acostumbrado al folklore y a la danza clásica. «La danza da imágenes para revelar algo del alma humana, no para ser entendida como una historia. También se puede contar una historia, pero eso es muy difícil en la danza. Nosotros lo que buscamos es revelar algo del alma. Eso no se puede verbalizar, no se puede platicar, sólo bailar».
A principio de la década de los noventas la coreógrafa trasladó hasta Querétaro, gracias a la complicidad de los gobiernos federal y estatal, al Ballet Nacional de México, una de las instituciones artísticas más sólidas de la época, y con él al Colegio Nacional de Danza Contemporánea, que aún con la desaparición, hace apenas un par de años, de la compañía dancística, sigue formando bailarines, coreógrafos y docentes en sus instalaciones a espaldas del Auditorio «Josefa Ortiz de Domínguez».
«Porque me gustan las cosas bellas», responde Guillermina sobre los porqués de la decisión de traslado, precisamente a esta ciudad, de hace dos décadas. «Pude escoger en los alrededores del D.F. ¿Toluca? No, por Dios, nos moriríamos de frío, nos haríamos tuberculosos; ¿Cuernavaca? Jamás, lleno de norteamericanos viejitos y tontos; ¿Tlaxcala? Demasiada apocada, con poco brillo…».
Y sentencia con satisfacción: «Yo quise venir a Querétaro. Elitista que fui».
Y el trascendental cambio, que varió con evidencia la vida artística de nuestra ciudad, no fue fácil ni ágil.
«Perdí una amiga por eso», dice respecto a su traslado; «una amiga que me hace mucha falta: Raquel Tibol. Me dijo: no te vayas a Querétaro. Es horrible. Es una ciudad de mochos».
¿Y sí?, le pregunto. ¿Algo hay de eso?
«Ya lo creo», contesta, pero luego se desdice al recordar aquellas primeras funciones en su nueva tierra: «Cuando nos presentábamos en el auditorio nos iban a ver familias y gozaban con el espectáculo. Nunca se oyó hablar de desnudos. Eso fue sólo Loyola; él es el que es un mocho».
La mudanza se efectuó justo en las postrimerías de la administración estatal de Mariano Palacios Alcocer -«un hombre que nos ayudó muchísimo»- y la construcción de la escuela, en terrenos de la unidad deportiva, llevó mucho tiempo, esfuerzo y dinero: mil millones de pesos de la época, que fueron aportados por diversas instancias.
«Yo iba a tramitar recursos a México. Andaba mendigando en todas las secretarías. Ya me sabía el discurso de memoria para decir quién era, que quería hacer, en dónde y porqué. Los últimos doscientos millones me los dio el licenciado Salinas a través de Gutiérrez Barrios, un hombre de mirada de águila que parecía policía».
Y con la edificación física, de la mano, vino la elaboración de programas de estudio, el lograr que en siete años se lograra preparar a los egresados para treinta años de trabajo, todo fundamentado en la técnica Graham.
«Hacer el programa fue sumamente difícil», reconoce, «porque era la primera vez que se hacía. Ni siquiera la Escuela Graham de Nueva York lo tenía».
Pese al «mi amor» que utiliza con constancia para referirse a su interlocutor, la maestra Bravo es una figura que necesariamente impone. Su mirada, su voz sin dejo alguno de duda, y esa su personalidad que parece desbordar el entorno como en su tiempo lo hizo con el espacio inacabable de los escenarios, me hacen repensar cada intervención, cada palabra. Por fortuna las preguntas son pocas y la charla, en la que omite su carrera anterior a Querétaro -«de eso ya se ha escrito mucho»- fluye con la facilidad propia de una conversadora diestra, pletórica de ideas, envidiablemente lúcida.
«Así como empecé a bailar en las milpas, en las escuelas rurales y en los mercados, así ahora reniego de eso, porque así no llega la danza como debe ser al pueblo», asegura. «El pueblo debe de tener la mejor danza, la quintaesencia de la danza, en los mejores teatros, para que tenga el impacto que le corresponde».
Recuerda entonces a sus compañeros de profesión que le acompañaron en el largo y sufrido camino que escogió recorrer, resaltando el importante apoyo que para Ballet Nacional de México significó Amalia Hernández. Recuerda a Raúl Flores Canelo, a Carlos Gaona, a Ana Mérida, a Josefina Lavalle… «Los he enterrado a todos», dice como punto final, con apenas un dejo de nostalgia.
Un punto final que se vuelve seguido al mencionar a los vivos, todas figuras importantes, en su momento, de Ballet Nacional: Federico Castro -justo dando clase en un salón contiguo-, Luis Arreguín -que en algún momento de la charla se acerca, sin interrumpir, a saludar-, Jaime Blanc -que emigró a Monterrey-…
Y deja en un cajón aparte de sus comentarios a Orlando Scheker, el actual director del Colegio, y a Antonia Quiroz, quien fuera primera figura de la Compañía y que ahora imparte sus experiencias a futuros bailarines y coreógrafos. «Pienso que Antonia es la mejor maestra de técnica Graham en el mundo, y que tenemos la gran ventaja de tenerla aquí, fuerte, sana y joven», asegura sobre ella.
Fuera de la entrevista formal, antes de haber encendido la grabadora y entrar en materia, Guillermina me había hablado de sus preocupaciones por el país donde nació y donde vive, preguntándose -y preguntándome- cuándo y cómo concluirá la violencia y la lucha contra el narcotráfico, inquiriendo -con la viva respuesta en la mente- si Calderón ganará esa guerra, y se sorprende con la vuelta del PRI al poder, sosteniendo la idea de las candidaturas independientes. «Yo no votaría por el PRI», me confiesa, para luego rematar: «Y por el PAN menos».
«Cada parte de mi cuerpo me duele», me ha dicho también a lo largo de una conversación en la que, de vez en vez, aflora una levísima tos. «A veces me imagino qué podría yo hacer como coreógrafa para hacer una obra sobre este momento de México, y te digo francamente: no sabría qué decir, mas que hacer un caso tipo Pollock, porque no sé cómo va a terminar esta guerra».
El estrecho pasillo donde se acomoda la silla y la mesa que le sirven de oficina sin paredes es uno de los cuatro que circunda un breve patio interior desde donde se puede acceder a los amplios salones con piso de duela donde se fue fraguando un sueño, que a pesar de los pesares y las quejas, ha visto pasar a decenas de jóvenes estudiantes a lo largo de dos décadas.
«Lo deben hacer los jóvenes», me ha dicho cuando le pregunto qué se puede hacer por el mundo desde una trinchera como el arte, como la danza. «Los viejos somos viejos… Vamos a esperar un tiempito para ver qué pasa conmigo».
Fiel a sus costumbres, Guillermina abre el recipiente de plástico que ha sacado de su bolsa y que se muestra rebosante de uvas, de aceitunas y de pequeños trozos de queso, y con un palillo empieza a distribuirlo, de pieza en pieza, a quienes por entonces compartimos ya la mesa: Hugo Camacho -nuestro fotógrafo-, Antonia Quiroz, Orlando Scheker, y yo mismo, que saboreo una regordeta uva negra que, contra lo acostumbrado, no tiene semillas.
«Me voy a morir cuando yo quiera», me suelta de pronto cuando asume de nuevo su inquietud por la falta de algo por decir sobre el escenario. «No quiero ser de esas personas que dicen me retiro, no, pero tampoco me exhibo… Mi problema es que no tengo nada que decir…».
¿No ha dicho lo suficiente?, le pregunto.
«De mi siglo sí», contesta de inmediato, con su agregado: «De éste no».
La charla con Guillermina Bravo, la bailarina y coreógrafa legendaria, la luchadora incansable, la terca maravillosa, la nadadora de aguas turbulentas y a contracorriente, la rigurosa profesional, la mujer que se empeñó por décadas en hablar idiomas distintos, nuevos y arriesgados, ha concluido.
Su marca, pienso mientras la miro de reojo al abandonar su sueño cristalizado en escuela modelo, es ya indeleble en los escenarios de México y el mundo.