Milpas en centroamérica
Pablo Sigüenza Ramírez
La agronomía clásica que llegó a América Latina en la primera mitad del siglo XX, y que aún perdura en muchos centros de estudio medio y superior, utiliza con frecuencia el término maleza para referirse a cualquier planta que compite por la captación de nutrientes, agua, espacio y luz frente a la especie vegetal que figura como la de interés económico. Es un término de reprobación, desde esa ciencia moderna, que justifica la eliminación de la o las plantas indeseadas. El objetivo económico justifica la destrucción de las otras especies.
En antítesis a esta racionalidad, las comunidades indígenas de Guatemala y la región mesoamericana, a raíz de su concepción cosmogónica, no usaron términos como maleza o plaga para referirse a otras plantas, más bien encontraron la forma de potenciar unas especies con otras. Ejemplo concreto y vivo es la constitución, por medio del intercambio cotidiano entre hombres, mujeres y cultivos, del complejo milpa (maíz, ayote, frijol y otras especies menores asociadas).
El maíz está en el origen de nuestra cultura maya. Relatos y textos prehispánicos refieren la apropiación por parte de la humanidad del grano sagrado con la ayuda de distintos animales, en una especie de gesta heroica que funda la posibilidad de una vida digna en el mundo. En el caso de los campos llamados milpa, hay registros arqueológicos de que en el período Preclásico en Guatemala y El Salvador ya se cultivaba de esta manera.
El maíz es entonces el cultivo fundacional de la civilización mesoamericana y es el espacio productivo que le da sentido de diversidad y comunidad a la vida indígena y campesina. Tan antiguo y arraigado está el concepto de milpa en la cultura de estas tierras que 70 años de invasión agroquímica no han desaparecido la riqueza agroecológica de estas prácticas milenarias. Hoy, luego del desgaste causado por la revolución verde, en los suelos de muchas regiones de Centroamérica, hay un retorno a los conocimientos agroecológicos, derivados de las prácticas indígenas. Los programas de aprendizaje “de campesino a campesino” desarrollados en Guatemala y Nicaragua se extienden a decenas de países del Sur económico. No es una moda ecologista, sino una alternativa clara a la crisis alimentaria y civilizatoria que la modernidad europea capitalista trajo consigo.
No todas las respuestas que necesita la humanidad para sobrevivir al siglo XXI están en los conocimientos de la milpa como modelo de producción y vida y en las prácticas de los pueblos que la desarrollaron, pero pueden ser una guía para empezar el camino. Es necesario ver al campo no como el atraso, sino como el futuro posible. Pero también es nuestro presente, la milpa es nuestro diario vivir y alimentar: en cada esquina una taquería en México, una tortillería en Guatemala, una venta de pupusas en El Salvador o de nacatamal en Nicaragua. Salsas de tomate rojo, miltomate verde y chiles oscuros. Sopas de hierbas distintas; atoles y frescos de maíz. La cocina mesoamericana es diversa porque diverso es el campo que provee los alimentos y porque diversa es la cultura que cocina.
Nuestros países comparten expresiones de vida y cultura; por tanto hay que compartir la defensa de los elementos que fundan nuestra existencia. Campañas como Sin Maíz no hay País en México y Vamos al Grano en México, Guatemala y Honduras expresan esa diversidad de la milpa y son lazos solidarios que imperativamente debemos fortalecer.
El nacatamal es un exquisito alimento nicaragüense. Se prepara igual que los tamales guatemaltecos, con la diferencia que éstos sólo llevan masa de maíz o de arroz molidos, y aquél lleva masa de maíz molido, arroz entero cocido y papa, todo mezclado con un recado de tomate, manteca de cerdo y carne de res, puerco o gallina, envuelto en hoja de plátano. En El Salvador no existe esquina en que no se vendan pupusas. Instituto de Estudios Agrarios y Rurales,
CONGCOOP, Guatemala