Las fiestas del centenario de la Independencia
Gerardo Mendive
La Jornada Semanal
A inicios del siglo XX el general Porfirio Díaz y su gobierno percibieron en los próximos festejos del centenario de la Independencia, la posibilidad de consolidar el sentimiento nacionalista y la oportunidad de presumir los avances modernizadores alcanzados. Había que demostrar al mundo civilizado que México ya no respondía al estereotipo de país con grupos indígenas reacios al trabajo, de costumbres bárbaras y desprovistos de toda cultura.
Con ese fin se repartieron invitaciones hasta en remotos lugares para que las representaciones extranjeras comprobaran in situ las modificaciones que colocaban a México junto a las naciones civilizadas.
Así fue que, según Ricardo Orozco, representaciones de lugares muy distantes llegaron a la cita.
Diplomáticos de treinta y un naciones se unieron al regocijo de México. Veinte misiones especiales, tres delegaciones y un comisionado especial que, sumados a los diplomáticos acreditados en el país, formaron un contingente numeroso [que] requirió de un ejército de acompañantes, traductores, servidumbre, guardaespaldas, etcétera.
Durante todo septiembre de 1910 se realizarían desfiles militares, ceremonias patrióticas y bailes populares acordes con la celebración. Muchas obras de beneficio social estarían a punto de inaugurarse para inicios de septiembre (aquellas que no lo estuvieran igual podrían inaugurarse, ya luego habría tiempo de hacer los ajustes necesarios). Una lista no exhaustiva de las obras realizadas en este contexto, siempre de acuerdo con Orozco, debe incluir necesariamente
El reloj de Pachuca, el mercado Hidalgo de Guanajuato, el Palacio Municipal de Ixmiquilpan, la escuela Miguel Ahumada y la Presa de ese mismo nombre en Guadalajara, el mercado de Cuernavaca, el Palacio municipal de Córdoba, la Columna de la Independencia, el Hospital de la Castañeda, el edificio de la Escuela Normal para Maestros, el Parque Balbuena, El Hemiciclo a Juárez, etc., […]. Pero otras mejoras fueron alumbrado eléctrico, creación de bibliotecas públicas, kioscos, líneas de tranvías, portales, presas, diques, etc. Según los funcionarios de la Secretaría de Hacienda el costo de las celebraciones ascendió a millón y medio de pesos, que para entonces era una real fortuna.
Una ceremonia solemne atrajo la mirada de todos los intelectuales de México: la inauguración de la Universidad Nacional de México, hoy Universidad Nacional Autónoma de México, el 22 de septiembre de 1910.
Entre tanto ceremonial, protocolo y oropel algunos detalles podrían deslucir el entorno y no era cuestión de que lo más se viera opacado por lo menos; nos referimos a los numerosos mendigos y desheredados que abundaban en las ciudades. No faltaron las voces que propusieran alternativas para limpiar la casa (cuando menos mientras duraran las celebraciones). Veamos lo que manifiesta el mismo Ricardo Orozco a ese respecto.
El diario más influyente del país, El Imparcial, propuso que durante las festividades de septiembre se recogiera a todos los mendigos o niños de la calle a efecto de que no dieran “mal aspecto” ante los invitados. En respuesta doña Sofía Osio de Landa, esposa del gobernador del Distrito Federal, formó un comité de damas que presidió doña Carmen Romero de Díaz, para hacer un donativo de 5 mil trajes de color caqui, sombreros, zapatos, dulces, etc., para que los chicos lucieran bien vestidos. Asimismo, organizaron diversiones especialmente para los pequeños menesterosos.
Más allá de sus condiciones de vida, estaba mal vista la vestimenta de los grupos indígenas (salvo a quienes participaron en los desfiles oficiales) en una evidente contradicción entre la recuperación de la herencia indígena y la exaltación de su pasado, con las acciones encaminadas a la “desaparición simbólica del indio”. No era novedosa la confrontación entre gentes de calzón y de razón (de pantalones). Para mejorar la imagen se impulsó –tal como lo describe Verónica Zárate Toscano– un acelerado proceso de pantalonización.
Desde finales de la octava década del siglo XIX se buscó […] evitar que se hicieran muy notorios y dañaran las altas sensibilidades con su presencia física. Así, por ejemplo, se [dispuso] civilizarlos en su vestimenta al “pantalonizarlos”, imponiendo penas a quienes siguieran usando calzón de manta […]. Más adelante, con la visita de un secretario de Estado estadunidense, el gobierno de Díaz “repartió gratuitamente 5 mil pantalones entre los indios de la ciudad. Se trataba de que el vestuario indígena no hiriera la sensibilidad ‘civilizada’ del ilustre huésped”. Estos actos de “beneficencia” se repitieron cuando se formó un comité de damas que reuniría fondos para adquirir vestuario decente para evitar que circularan por las calles “mendigos o niños de la calle, a efecto de que no dieran mal aspecto ante los invitados”. Y por si fuera poco, los responsables de las garitas recibieron la orden de impedir el acceso a Ciudad de México a todo aquel que no vistiera pantalones.
Este choque entre tradición y modernidad también se manifestó en la oposición entre comida mexicana popular y la francesa refinada. José Luis Martínez analiza esta polarización culinaria.
La época del porfiriato fue también para la comida de México una de sus épocas más oscuras. En la coquinaria reinó un ideal culinario francés al que se llamó civilizado. Para ascender a éste fue preciso que se regularan ciertas costumbres. […]
La cocina mexicana estuvo siempre a la sombra en fondas […] o en la intimidad de la casa pero no se exhibió, de ninguna manera, como una cocina de la cual los privilegiados y el pueblo pudieran estar orgullosos.
No es difícil adivinar cuál se impondría, en el contexto afrancesado de la administración porfiriana, a la hora de elegir qué servir en los banquetes del centenario. El mismo José Luis Martínez aclara el punto.
Incluso el máximo evento social de las postrimerías del porfiriato, los festejos del Centenario de la Independencia en 1910, y en su interior los llamados Banquetes del Centenario, fueron atendidos por [Sylvain] Dumont. [Allí] no se sirvió cocina mexicana. Sólo se dieron tamales, barbacoa y atole durante los ágapes dados a la gente del pueblo. […] Para éstos sí eran apropiados el caldo, el arroz, el mole de guajolote, las enchiladas y los frijoles.
La afrenta, tanto en su dimensión social como nacional, quedó sembrada.
Esta demostración para impresionar a propios y extraños hubo que pagarla; Alberto Barranco Chavarría realiza un inventario del derroche así como el cálculo aproximado de la factura.
El avituallamiento fue de escándalo: 13 mil platos de servicio, mil 500 platones, mil saleros, 11 mil copas de diferentes tamaños, 20 mil 400 cubiertos de plata, 350 meseros o camareros, 16 primeros cocineros, 24 segundos y, por último, 60 ayudantes.
“Para hacer el consomé y las salsas –se asienta en el folleto Recuerdo gastronómico del centenario–, se van a emplear tres reses y tres terneras; para la sopa, cien tortugas de mar remitidas por las pesquerías de la isla de Lobos; mil 50 truchas salmonadas traídas de Lerma.”
Además, se reclamaron dos mil filetes de res, 800 pollos para rissoler, 400 pavos, 10 mil huevos, 180 kilos de mantequilla, 600 latas de espárragos franceses, 90 de hígado de ganso, 400 de hongos, 300 de trufas, 200 de amaranto (crestas y mocos de pavo) y 400 latas de chícharos, 60 kilos de almendras, 160 litros de crema y 380 de leche, 2 mil 700 lechugas, de las cuales solamente se utilizarían los cogotes, un furgón de ferrocarril entero con toda clase de legumbres y diez toneladas de hielo. Además, se compraron 240 cajas de jerez, 275 de Poully y otro tanto de Mouten Rotschild, 50 de champaña Cordon Rouge, 250 de coñac Martell y 700 de anís. La cuenta: 126 mil pesos.
Es posible que en este entorno de autocomplacencia el gobierno haya subestimado el poder de la Revolución en ciernes pues mientras esto sucedía en la cúpula del poder, debajo se cocinaban profundos descontentos contra el régimen porfirista, que llegaban hasta los actos conmemorativos. David Alfaro Siqueiros relata el primer golpe recibido como respuesta a su rebeldía:
[…] un día, cuando se estaban preparando las festividades del centenario y habían empezado a llegar ya diplomáticos extranjeros [y a]l pasar por el costado norte de la Alameda, la avenida Hidalgo, frente a un hotel que se llamaba Lascuráin […] vi parado un elegantísimo carruaje con cocheros de librea […]. Los caballos, naturalmente de pura sangre, aquellos troncos gemelos impecables por el color y la alzada, que detenían a los transeúntes para observarlos […]. Yo, que tenía entonces 14 años, me paré delante de ellos para observarlos bien y después, con voz casi imperceptible, casi con el simple movimiento de los labios y mirando fijamente al elegante cochero, le dije: “Muera don Porfirio”. El cochero, algo sorprendido me dijo: “¿Qué?” Y yo, con la misma voz atorada repetí: “Muera don Porfirio”. Entonces aquel miserable lacayo aristocratizado, […] con su elegante fuete me animó un chicotazo tan pavoroso en las nalgas que me fui dando gritos por toda la Alameda. Se acababa de producir mi primer sufrimiento por la causa.
En ese entonces se gestaba la primera revolución del siglo XX. ¿Cuán advertidos de su inminencia estarían quienes se movían en las altas esferas del poder? Tal vez no sólo las delegaciones extranjeras se hayan creído esa belleza artificial resultante de la cosmetología social y el despliegue de una cuidadosa escenografía que, tal como lo señala Alberto Barranco Chavarría, incluyó la instalación de cincuenta mil foquitos para iluminar el Zócalo y más de treinta mil en la Alameda. Tanta iluminación no ayudó a ver claro lo que vendría.
Con el triunfo de la Revolución se darían cambios significativos en la cultura vigente y el concepto de “pueblo”. Este proceso de revalorización condujo a que al inicio de la segunda década del siglo XX –de acuerdo con el comentario de Daniel Cosío Villegas citado por Ricardo Pérez Montfort– “no hubo casa en que no apareciera una jícara de Olinalá, una olla de Oaxaca o un quexqueme chiapaneco”. Y concluye afirmando: “En suma, el mexicano había descubierto a su país y, más importante, creía en él.” Substancial transformación, más allá de que pueda circunscribirse a los sectores medios urbanos, pues en los populares, particularmente en los rurales, seguramente la identidad de lo mexicano haya tenido una presencia muy diferente.
Este proceso hará que la cocina mexicana abandone la clandestinidad. Antojitos, tortilla, mole y pulque experimentaron un rápido ascenso social al ser reconocidos dentro de los platillos de la cultura nacional y, tal como se podía esperar, tomaron su debida revancha. El desagravio oficial tuvo lugar en los festejos del centenario de la Consumación de la Independencia en septiembre de 1921. “El mismísimo general Obregón –señala Pérez Montfort– ordenó que el banquete principal consistiera en sopa de tortilla, arroz a la mexicana y mole poblano, como un homenaje a la comida del pueblo.”
De las fiestas del centenario de la Independencia han pasado otros cien años y se aproximan los festejos del bicentenario. Muchas son las voces que se alzan preguntando si estamos como para festejar.